Testimonios de contemplativos/as en la Jornada Pro Orantibus "En la pandemia, nuestra cercanía al dolor humano se ha hecho más visible"

Monasterio
Monasterio

"Un corazón orante no vive de teorías y retórica, sino que pisa la realidad que vivimos, y sabe libar la miel en lo cotidiano de la vida, para darla a gustar a los demás"

"También los cenobios de vida contemplativa hemos sido despertados del sueño de la inercia, de la rutina cotidiana, y hemos compartido con todos los hombres el ser impactados por los acontecimientos de la emergencia sanitaria"

"Casi todas las hermanas del monasterio hemos pasado la COVID-19, por lo que también nos hemos sentido solidarias con todos los enfermos"

"Para poder caminar hemos de transformar primero nuestro corazón en un corazón de caminante"

Cerca de Dios y del dolor humano

Monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas (Burgos)

Un corazón orante no vive de teorías y retórica, sino que pisa la realidad que vivimos, y sabe libar la miel en lo cotidiano de la vida, para darla a gustar a los demás. Es lo que hizo el profeta Jeremías, ante las adversidades que vivía, presentó sus lamentos al Señor, y Él le respondió: «Si sacas lo bello de lo vil, serás como mi boca» (Jer 15, 19). Os invito, pues, a ser «boca de Dios», a sacar el bien de los males que nos rodean, por medio de esta reflexión que comparto con vosotros.

Hace muchos siglos, en una tierra lejana, un hombre del pueblo de Israel, que había sido salvado de las aguas del Nilo, al final de su vida, cargado de años y luchas, le dijo a Dios: “¡Déjame ver tu rostro!” (Ex 33, 18). Este anhelo de Moisés, es el anhelo de nuestro mundo, envejecido en las duras pruebas de la vida, golpeado por la violencia y las injusticias, asediado por la pobreza y el desamor, cuarteado por las divisiones y las dificultades de la convivencia humana, asfixiado por la aceleración y el sinsentido, y ahora acorralado por un virus mortal.

Monasterio de las Huelgas

Hoy, sigue sonando, como un eco de aquella oración, este deseo tan noble: «¡Déjame ver tu rostro!» (Éx 33, 18). En medio de la pandemia, que todos estamos sufriendo, no hemos dejado de escuchar el grito de toda la humanidad: ¿dónde está Dios? El clamor de una humanidad atemorizada, desconcertada, despojada de su disfraz de prepotencia y sin poder controlar la situación mundial. Nuestro mundo, que parecía de hierro, que con la ciencia y la técni-ca todo lo podía, se ha desmoronado, y ha quedado al descubierto su enorme fragilidad, y la gran verdad de que nos morimos y de que estamos de paso en este mundo. También en los monasterios hemos vivido esta fragilidad contagiadas por el mismo virus.

En estos duros meses, el recogimiento y silencio monástico —lejos de ser huida de la lucha de la vida por miedo— se reveló en su verdad: un espacio de profunda escucha, y rumia de la Palabra de Dios y del clamor de los hombres. Hemos podido desplegar una mirada de fe sobre los acontecimientos, que también nos golpeaban a nosotras, y hemos captado la «presencia de Dios» junto a nosotras y junto a cada hombre que sufre. Dios está donde se le deja entrar y no abandona al hombre a su suerte. Una verdad ha quedado patente, «nadie se basta a sí mismo», y esto a todos los niveles. Incluso la oración de los monasterios ha sido solicitada con más urgencia que nunca.

Quien tiene ojos para ver ha descubierto con más claridad en esta pandemia que nuestro mundo tiene un alma con una gran sed de verdad y de justicia. Que cuando todos los apoyos humanos caen, el hombre comienza a apoyar la vida en Dios, a preguntarse por el sentido de la vida y de la muerte, a buscar una respuesta a todos los interrogantes que en la salud y el bienestar no se planteaba.

También los cenobios de vida contemplativa hemos sido despertados del sueño de la inercia, de la rutina cotidiana, y hemos compartido con todos los hombres el ser impactados por los acontecimientos de la emergencia sanitaria. Y, aunque algunos nos llaman las “confinadas voluntarias”, la experiencia de un confinamiento mundial, y de manera obligatoria por causas sanitarias graves, no es lo mismo que vivir en un monasterio, porque has encontrado un tesoro que colma todos tus anhelos.

Monasterio de las Huelgas

Hemos compartido la cruz de la humanidad, y el desconcierto nos ha conmovido, hasta el punto de llevar hasta Dios, por el canal de la oración, estos sufrimientos que compartíamos, no solo por los medios de comunicación y en cadenas de oración, sino en nuestra propia carne por el contagio de la comunidad. Nuestro corazón orante no ha dejado de latir. La oración en este tiempo ha sido más intensa que nunca, y el amor a la humanidad doliente más vivo, porque nuestros ojos veían en la comunidad lo que el virus estaba haciendo en toda la tierra. Como si alguien hubiera querido acercar a nuestros ojos, lo que estaba ocurriendo en todos los rincones de la tierra. Y lo hemos vivido no como espectadores lejanos, sino como protagonistas de la historia.

En la pandemia, nuestra cercanía al dolor humano se ha hecho más visible. A la oración de Moisés, «¡déjame ver tu rostro!» (Éx 33, 18), Dios respondió algo que ha sido luz para vivir esta pandemia desde la fe. El Señor no tiene una varita mágica, con la que hacer desaparecer el sufri-miento y las dificultades. Dios siempre responde al hombre poniéndole en movimiento y acompañándole por el sendero. Por eso Dios le dijo a Moisés: «Mi rostro no lo podrás ver (…), pero hay un lugar junto a mí; (…) te meteré en la hendidura de la roca, (…) podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (Éx 33, 20-23).

La situación mundial de la pandemia era algo similar a este «te meteré en la hendidura de la roca». Hemos sido introducidos en la hendidura de la roca, donde no te puedes mover, el lugar de la «quietud y el silencio», dentro de la roca de tu propia vida y de tu ser. Y allí, en lo escondido del confinamiento redescubrir el tesoro, la voz de Dios que resuena en cada corazón, acompañando al hombre en toda circunstancia. El paso de los años, la aceleración, el sufrimiento y los reveses de la vida van echando tierra encima, y ocultan la voz de Dios en nuestro corazón. Entonces hay que cavar, pararse y cavar hondo con la oración silenciosa, para redescubrir el tesoro escondido en nuestro propio campo, la cercanía de Dios a todo lo nuestro, su inmenso amor compa-sivo que nos sostiene en el camino de la vida, hasta el último aliento.

Tiene razón Jesús cuando dice: «Estamos subiendo a Jerusalén» (Mc 10, 33). Me gusta el estilo de los evangelios, porque nunca decora, ni maquilla ni endulza los acontecimientos. Nos presenta la vida como viene. Nuestra sociedad en cambio lo disfraza todo. Pero el Evangelio no tiene miedo de mostrarnos los momentos difíciles, y hasta conflictivos, que pasaron los discípulos. Ellos necesitaron tiempo para comprender esta subida con Jesús a Jerusalén. Incluso la Resurrección tardó en calar el corazón de los discípulos. Y a no-sotros también nos cuesta entender todo lo que está ocurriendo, y mucho más porque está marcado por un gran despojo y tribulación, que siempre nos descoloca.

Monjas de las uelgas

Por eso necesitamos una “parada larga”, para asimilar que todas las seguridades, sobre las que nuestro bendi-to mundo se apoyaba, están desmoronadas. Y no hay manera de huir, porque este virus está por todas partes. Desde la experiencia de esta larga pandemia, los monasterios en mu-chos momentos hemos sido la respuesta a muchas personas desconcer-tadas y el apoyo en su aflicción. Todos hemos sido golpeados por esta situación de emergencia sanitaria y social.

El alma de nuestros barrios y ciudades estaban tan necesitadas de consolación, que hemos tenido el gozo de desplegar nuestro pequeño y escondido servicio, pero eficaz, nuestro ministerio de consolación, apoyando, escuchando, alentando a la paciencia, a una mirada de fe, compartiendo con todos nuestra vivencia de que «por el consuelo y la paciencia que dan las Escrituras» (Rom 15, 4) podemos mantener la esperanza en el sufrimiento, con la certeza de que Dios no nos deja huérfanos.

Esta pandemia se ha convertido en un tiempo propicio para morir a la aceleración y las prisas, a pretender dominarlo todo, incluso la vida y la muerte, morir a ser nosotros los dueños de toda la creación; y nacer a un renovado abandono en las manos de Dios, adonde se dirigen nuestras vidas, las de todos los seres humanos, porque las manos de la técnica y la ciencia se nos presentan impotentes. Muchos han sido despojados de sus bienes, de sus seres queridos, sin poder hacer duelo ni despedirlos, despojados de su salud…Y nosotras también hemos participado de estos despojos. Nada de lo humano nos es ajeno. Pero hemos podido dar luz a la oscuridad de la historia en la que todos estamos metidos.

No es que nosotras nos acerquemos a Dios y al dolor de la humanidad. Es que Dios se ha acercado a nosotras, que sufríamos por el contagio y sus secuelas, Él mismo nos ha consolado, y así nos ha acercado a la humanidad doliente, para hablar al corazón de los hombres con la luz de la verdad, no con el engaño de la prepotencia. No somos gente rara, somos unos odres que hemos recogido el agua de Dios, lo que Él nos ha dicho en la oración y la escucha de su Palabra, y la hemos entregado a los hombres para calmar la sed de sentido en este difícil tiempo de tanta emergencia.

De nuevo puedo constatar que no es lo mismo caminar con Jesús en la peregrinación por este mundo, que ir sin Él. No es lo mismo haber conocido a Jesús, que no conocerle. No es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas. No es lo mismo poder escucharlo, que ignorar su Palabra. No es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con el Evangelio, que hacerlo solo con la razón y la ciencia. La vida con Jesús se vuelve más plena, y con Él es más fácil encontrarle sentido a todo. Sin Él el mundo pronto pierde el entusiasmo y la fuerza en la entrega. Avivemos nuestras lámparas, mantengámoslas encendidas, para esperar siempre la luz de Dios en la oscuridad de la historia, una luz que carga de sentido toda dificultad, y toda tribulación, y siempre saca bie-nes de los males que nos toca vivir.

M.ª Pilar Avellaneda Ruiz, CCSB

Pilar Avellaneda

La vida contemplativa, cerca de Dios y del dolor del mundo

Monasterio de Santa Paula. Monjas Jerónimas (Sevilla)

Nosotras, las jerónimas de Santa Paula de Sevilla, entendemos la vida contemplativa como una existencia desde el amor y para el amor; una respuesta al Dios que nos llama con una entrega generosa para dar gloria a su Santísima Trinidad. Las monjas contemplativas nos dedicamos especialmente a la oración. Se trata de una forma de vida, en cierto modo profética, que trata de conocer más a Dios y a los hermanos. Nuestro deseo es buscar insistente y apasionadamente a Dios, con la secreta alegría de saber que, cuanto más lo buscamos, más nos vamos acercando a él. «Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26).

Lo buscamos por medio del silencio, de la soledad y de la oración personal y comunitaria, y principalmente en la liturgia de las Horas, mediante la cual santificamos el tiempo. Ahora bien, el auténtico centro de nuestra vida espiritual es la Eucaristía, momento central a partir del cual toman sentido las demás actividades del día. Somos Iglesia orante, alimentadas por la Palabra de Dios y unidas en la comunión del mismo Espíritu en la fracción del pan (cf. Hch 2, 42). A nosotras, como monjas jerónimas, nuestro padre san Jerónimo nos dice que «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». Y de aquí la importancia de la lectio divina.

Así nos escribía: «Cuando oras hablas a tu esposo; cuando lees, Él te habla a ti» (Ep. 22, 25). Cuanto más leemos y estudiamos las Escrituras más conocemos a Cristo y cuanto más lo conocemos más lo amamos. Amando más a Cristo amamos más a la humanidad. En estos tiempos de pandemia muchas personas se han acercado virtualmente a nosotras pidiendo oraciones, personas enfermas, personas preocupadas por su trabajo como enfermeras o como médicos pidiendo que supieran hacer bien su trabajo y pudieran ayudar a los que estaban pasándolo mal. Nos rogaban oraciones para infundirles ánimos y poder hacer frente a la situación, ante la avalancha de personas enfermas que ingresaban en los hospitales.

Monasterio de Santa Paula

De esta forma hemos estado y estamos cerca del sufrimiento de los hombres. Por otra parte, casi todas las hermanas del monasterio hemos pasado la COVID-19, por lo que también nos hemos sentido solidarias con todos los enfermos, uniendo nuestros sufrimientos a los de Cristo y ofreciéndolos por la salvación del mundo. Otra forma de estar cerca de los hombres es mediante el trabajo: ora et labora.

Tenemos que trabajar para vivir, para poder mantenernos nosotras y también para mantener el monasterio en donde vivimos, que es muy grande y antiguo y que necesita muchas atenciones, siempre para la gloria de Dios. Con nuestro trabajo santificamos nuestra vida, nos identificamos con Cristo y nos asociamos al trabajo de toda la humanidad. Con nuestro testimonio de vida haremos creíble que estamos cerca de Dios y del sufrimiento del mundo. Así dice una de las plegarias eucarísticas de la misa:

Danos, entrañas de misericordia frente a toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo
y desamparado.
Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido.
Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz,
para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando. Que quienes te buscamos sepamos discernir los signos de los tiempos y crezcamos en fidelidad al Evangelio;
que nos preocupemos de compartir en el amor las angustias y tristezas, las alegrías y esperanzas de todos los seres humanos,
y así les mostraremos tu camino de reconciliación,
de perdón, de paz...

(Tomado de las plegarias eucarísticas Vb y Vc)

Empezamos este escrito hablando de amor y también terminamos con esta simple y corta palabra que encierra todo nuestro ser y nuestra vida. Cuanto mayor amor seamos capaces de dar, mayor entrega, y cuanto mayor sea la entrega mejor cumpliremos la voluntad del Señor sobre cada una de nosotras; lo que hará que nuestra vida sea fecunda y feliz. «Nada hay arduo para los que aman, no hay trabajo dificultoso para el que desea algo. Amemos también nosotros a Cristo, y todo lo difícil se nos hará fácil» (san Jerónimo, Ep. 22, 40). En el seguimiento de Cristo tenemos a la Virgen María como mo-delo de consagración y pedimos su intercesión por toda la humani-dad. «María guardaba todas estas cosas meditándolas en su cora-zón» (Lc 2, 19).

Sor Tiyama Irimpan

Sor Tiyama

Monjas cartujas de Sta. M.ª de Benifassà (Castellón)

Todo empezó hace 9 siglos: Bruno y seis compañeros, «inflamados de amor divino», lo dejan todo y se retiran a los bosques de la Chartreuse, en Francia. Allí, siguiendo las inspiraciones del Espíritu Santo y dejándose ins-truir por la experiencia, crean un estilo propio de vida eremítica: soledad y fraternidad, que transmiten a las generaciones sucesivas, no por escrito, sino por el ejemplo. La irradiación del pequeño grupo de solitarios es discreta y atrayente.

Las monjas de Prébayon, en la Provenza, anhelan seguir el mismo camino, y deciden espontáneamente abrazar la regla de vida de los cartujos. Al recibirlas en su seno, la Orden hace de ellas las primeras hijas de san Bruno. Era hacia el 1145. Somos las herederas del ideal de san Bruno. Como él, deseamos buscar a Dios ardientemente y encontrarle cuanto antes. Nuestro anhelo se hace tangible hasta en la situación de nuestro monasterio: alejado de lugares, habitado y rodeado de una clausura, es un desierto en el que todo apunta hacia Dios. Nuestro carisma propio es la vida solitaria.

Las celdas y lugares de trabajo están dispuestos como ermitas. La mayor parte de nuestra jornada transcurre en la soledad. En la celda nos consagramos al recogimiento, la plegaria y la intercesión, a estudios apropiados a nuestra vida, al trabajo, e igualmente en la celda tomamos las comidas entre semana, fomentando en todo momento una actitud de escucha tranquila del corazón, que permita a Dios penetrar en él por todos los caminos y accesos. Bruno no fue solo al desierto, sino con otros hermanos. Sus hijas no somos ermitañas aisladas. Nuestro monasterio es también el lugar de na profunda vida fraterna.

MOnasterio de Benifassar

Cada una se sabe unida a sus hermanas por el mismo ideal, y sostenida por un recíproco afecto. La sagrada liturgia, en cuya participación nos reunimos cada día, nos vivifica con la Sangre de Cristo y nos congrega en una iglesia. La vigilia nocturna, que celebramos a medianoche, y el canto diario de vísperas son ocasiones privilegiadas de encuentro fraterno. Los días festivos tomamos juntas la comida en el refectorio, escuchando entre tanto una lectura espiritual. Una reunión capitular y un coloquio están previstos en los domingos y fiestas, y un largo paseo semanal, contribuye al conocimiento mutuo y a la unión de corazones.

Al llegar aquí, hay quien dice: «¿Eso es todo lo que “hacen” las monjas?». “Hacer”, ciertamente, nuestras ocupaciones son múltiples y variadas; pero ¿el valor de una persona depende de lo que se “hace” o de lo que se “es”? Pero, ¿quién puede abrazar una vida tal? ¿Quiénes son las que se en-cuentran en un tal monasterio? Pues bien: somos mujeres de nuestro tiempo. Apreciamos la vida que hemos dejado y hemos renunciado a ella sin coacción, libremente, y con alegría de haber hecho una buena elección. Mujeres de nuestro tiempo pero que hemos oído el mismo llamamiento que san Bruno, el cual escribía entusiasmado:

«¿Hay algo más innato y conforme a la naturaleza humana que amar el Bien? ¿Y hay otro bien comparable a Dios? ¿Qué digo; hay otro bien fuera de Dios?» (Carta de san Bruno a su amigo Raúl).

La vida monástica, hoy, como siempre, supone escoger a Dios, pero no para desertar de la familia humana, sino para asumir una misión de intercesión en nombre y a favor de todos. Es el Amor que nos ha atraído al desierto. Así, según las palabras de nuestros Estatutos: «Separadas de todos, permanecemos unidas a todos y, así en nombre de todos permanece-mos en presencia del Dios vivo».

M. Cristina

Cartuja

Quien vive en Dios no puede ser ajeno a lo que Dios ama

Abadía cisterciense de Santa María de Huerta (Soria)

¿Quién es el amado del amado?, se preguntaba Guillermo de Saint-Thierry. La Iglesia siempre ha valorado mucho la vida contemplativa como un don de Dios. La contemplación es un don y una actitud, la actitud de mirar a Dios y vivir en Dios al hacer de él nuestro centro. Por eso la Jornada Pro orantibus se celebra en el día de la Santísima Trinidad, misterio de Dios Amor para ser contemplado y vivido, uniendo a los amantes en un único amor. De ahí la pregunta: ¿quién es el amado del amado? El Padre ama al Hijo (Jn 3, 35) y el Hijo permanece en el amor del Pa-dre (Jn 15, 10).

El Padre es el amado del Hijo, a quien a su vez ama. Ese amor que une tan estrechamente al Padre y al Hijo se derrama sobre su obra creadora, muy especialmente sobre la creatura hecha a su imagen. Es en este misterio trinitario donde se manifiesta en su plenitud la fraternidad humana y la vivencia del alma contemplativa.

Cuando uno ama a alguien, ama lo que él ama. Por eso quien ama a Dios, se ama en Dios, que le ama como hijo. Es lo que dice el cuarto grado del amor de Dios de san Bernardo: «Me amo a mí en Dios», ahuyentando todo narcisismo. Y como Dios ama a todos sus hijos, es-pecialmente a los más desfavorecidos, a los que sufren y son marginados, quien ama a Dios está abocado a ese amor de predilección por los predilectos de Dios, los amados de Dios, amándolos en un único amor.

En este tiempo tan duro de pandemia, donde muchas muertes han sido en soledad y abunda el sufrimiento por las restricciones, el distanciamiento humano o la pérdida de trabajo, el papa Francisco nos ha invitado a vivir la fraternidad, a reconocer a todos como nuestros hermanos, haciendo propio su dolor. ¿Cómo vivirlo en un monasterio? La vida contemplativa busca la soledad para un encuentro místico con Dios, del que no puede quedar ajeno su obra creadora.

Monjes de Huerta

El contemplativo no huye de nadie, sino que busca el lugar del encuentro, un lugar no siempre comprensible para quien no ve más allá de lo que se puede tocar. Una vida contemplativa que no es sensible a la humanidad no es contemplativa. Evagrio Póntico, maestro de vida monástica, nos lo recordaba ya en el siglo IV: «Monje es aquel que se aparta de todos y está unido a todos». El amor nos conduce a la unidad.

Siempre podemos realizar obras de caridad, pero estas no siempre brotan del amor. Quien ama no se mueve por el deber o la simple solidaridad, sino que experimenta en su interior la comunión del amor que le impulsa a sentir el sufrimiento ajeno como propio, y desde ahí actúa. Ni siquiera se pide amar “por Dios”, como si se tratara de una carga pesada, de un tributo que hemos de pagar al mismo Dios soportando a los hermanos.

¿Quién puede en-tenderlo? Únicamente lo experimentan los que han dejado que lata en ellos el amor de Dios. Y es que el amor no tiene razones para amar, pues mientras las tenga no irá más allá de un corresponder a algo re-cibido, aunque puede ser un buen comienzo. Del motivo para amar se pasa a amar sin motivo. Esto sucede cuando pasamos de las cosas a la persona y del deber al amor. Dejo de amarte “por” para amarte simple-mente. Entonces entro en otra dimensión. Amar a alguien es acogerlo a él y a todo lo suyo con sus preferencias. Por eso el amor a Dios nos lleva a amar como algo propio a todos los que sufren, amando así lo amado del amado, amando en su propia persona lo que mi amado ama. Es entonces cuando llegamos incluso a descubrir a Dios en el mismo hermano.

Ya, pero ¿en qué se nota? Sin duda que se ha de notar en la acogida a todo el que llama al monasterio, pues si no podemos arreglar todos los sufrimientos, sí podemos ungir las heridas del que llama a nuestra puerta. Y ahí se realiza el milagro, ya que el amor no se mide por el tamaño de lo que se hace, sino por su profundad y su verdad. El amor es como la vida, puede hallarse tan plena en un elefante como en un mosquito. Los actos de caridad son computables, pero el acto mismo del amor rebasa toda medida por asentarse en Dios.

Un acto de amor que se vive en la donación de sí mismo va más allá de aquello que realiza. La fraternidad universal basada en esa experiencia permite dejar de ver al hermano como un diferente, un contrincante, un pesado que soportar, para comenzar a verlo como una sola cosa en el amor de Dios que nos une. Es ahí, como nos dice el papa Francisco, donde radica «lo esencial de una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite», siguiendo los pasos de san Francisco, que «sembró paz por todas partes y caminó cerca de los pobres, de los abandonados, de los enfermos, de los descartados, de los últimos». Para poder caminar hemos de transformar primero nuestro corazón en un corazón de caminante.

P. Isidoro M. Anguita

Santa María de Huerta

Por una Iglesia mejor informada

Volver arriba