Santa Teresa de Calcuta

A la vuelta del verano, el 4 de septiembre, en Roma, si no hay cambios de última hora, tendrá lugar la ceremonia de la canonización de la Madre Teresa. Un acontecimiento, sin duda muy esperado por los miles y miles de personas asistidas en sus centros por las Misioneras de la Caridad en todo el mundo. La santidad de la Madre Teresa era incuestionable desde hace muchos años, por eso el proceso era previsible. La canonización de la caridad químicamente pura era insoslayable. ¡Faltaría más!



Cuando estaba en vida, a la entrada de la Casa Madre de las hermanas en Calcuta había un letrero muy pequeño que decía Madre Teresa in/out. Les pregunté a las hermanas, la razón de esto. Su respuesta era la más natural: si alguien viene a visitarla, ha de saber si está o no. Durante mi estancia en esa ciudad, se ausentó unos días y comprendí el sentido profundo de su presencia y de su ausencia. Esa casa rebosaba santidad. En la capilla, situada en la planta superior, todos los días, éramos más de 200 voluntarios de todo el mundo, de toda raza, pueblo y nación, además de un montón de hermanas jóvenes de varios países en proceso de formación. A todos nos unía el atractivo de las obras de Madre Teresa. Pero, sobre todo trabajar en su viña, que era, por supuesto, la del Señor. Cuando no estaba, sentíamos su ausencia, algo nos faltaba. Cuando estaba presente, no hacía ruido, se arrodillaba como todos, estaba pendiente de todas las cosas: ella en persona repartía rosarios, o controlaba si todos teníamos las hojas de las oraciones… Si ella no estaba, rezábamos igual, pero diferente. Ni mejor, ni peor. Todo seguía igual, pero nuestra mirada buscaba y no encontraba. ¿Qué hacía diferente la oración? Todos sabíamos que nos encontrábamos cerca de alguien muy especial, de una santa. Y la santidad irradia, es algo muy intuitivo. Esa persona se lo había jugado todo a una carta, la de Dios. Se lo había creído a fondo. Su vida había sido una entrega total a los más pobres y desgraciados de todo el planeta. Y centenares de jóvenes se unían a su obra, a riesgo de muchas cosas, entre otras contraer enfermedades. Sentarse cerca de alguien así te hacía sentir algo muy especial. Su presencia era un mensaje directo de parte de Dios a todos nosotros. Nos mostraba un camino y una meta. Y una esperanza. Algo hacíamos por ese mundo mejor soñado. Una gota en medio del océano, pero una gota.



Actualmente, su tumba a la entrada de la Casa Madre hace que su ausencia, se convierta en presencia, por medio de Cristo Resucitado. Pero sobre todo, porque las Misioneras siguen dando sentido, resurrección y vida, allí donde anida la muerte. La madre Teresa es un don para la Humanidad sufriente, para los millones de crucificados a causa de todas las lacras posibles e imaginables. La merecida santidad de la Madre Teresa tiene relación directa con los más genuino del camino cristiano: el Amor. Y éste con mayúsculas y en negrilla. El evangelista Mateo, en el capítulo 25, mientras nos describe de una forma muy plástica y pedagógica, el Juicio Final, nos habla de esa identificación de Cristo con todas las situaciones de sufrimiento de los hombres. Y nos invita a vivir como El y a hacer como El. Las palabras clave de ese texto evangélico son: “a mí me lo hicisteis”. Es decir, si en algún lugar tenemos claro que está Dios es en los pobres y descartados -como diría el Papa Francisco-. Y esto es lo que comprendió la Madre Teresa, ni más ni menos. Este fue su proyecto personal de vida, llevar la misericordia de parte de Dios a los hombres más deshumanizados por el sufrimiento, el abandono y las múltiples situaciones vitales negativas. Y la obra de las misioneras de la Caridad prolonga este maravilloso carisma.

La “memoria” de la Madre Teresa sigue más viva que nunca en este período Jubilar de la Misericordia, año de la proclamación de su santidad. Hoy más que nunca la legión de necesitados inmensa y a todos nos concierne hacerles presentes el Amor y la Misericordia de Dios. Esa es la santidad de Madre Teresa.

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