DOMINGO 2º DE PASCUA (03.04.2016)
Introducción: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,19-31)
El misterio pascual es presentado en forma de apariciones. Son catequesis para el pueblo sencillo. Casi todas contienen elementos idéntico: aparición inesperada; iniciativa de Jesús; reconocimiento del Señor; paso del desaliento a la alegría, al convencerse de que Jesús, el crucificado, vive de un modo nuevo; envío a continuar la misión de Jesús.
Hoy leemos dos apariciones
Cada ocho días, como las eucaristías dominicales. En la primera no está Tomás, uno de los Doce. En la otra, el escéptico Tomás percibe la presencia de Jesús, lo expresa con sentida confesión de fe –“¡Señor mío y Dios mío!”- y obtiene una bienaventuranza para todos nosotros: “dichosos los que crean sin haber visto”. Juan cierra su evangelio: “estos signos se han escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”.
La Iglesia sigue con “las puertas cerradas”
“Los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. Hay quien dice que el “cerrar las puertas” se ha convertido en un "tic" innato de la Iglesia. Yo diría que más bien es “adquirido”, consecuencia del debilitamiento de la fe. El “cerrar las puertas” hoy lo motivan otros miedos: a la renovación, al progreso de la ciencia, a la evolución social, a la pérdida de privilegios, al apego al poder, al cambio de leyes cuestionadas... No deja de ser curioso que Juan Pablo II y Benedicto XVI -dos papas muy conservadores- iniciaran sus ministerios con discursos similares, pidiendo al mundo que abra sus puertas a Cristo, mientras ellos las cierran en la Iglesia a muchos cristianos:
Abiertos a Cristo, pero cerrados por normas no evangélicas
¿No escucharán el clamor de muchos cristianos que, teniendo las puertas abiertas de par en par a Cristo, se dan de bruces con las puertas eclesiales cerradas por normas no evangélicas? Los cauces de participación vigentes son inaceptables hoy para un adulto. Los pobres participan muy poco ni son centrales en la configuración eclesial. Hay imposición y dominio clerical, incluso, si pueden, en el orden civil. Comunidades de base, sacerdotes casados, mujeres no igualadas en Cristo con los varones (Gál 3, 28), divorciados, homosexuales... esperan ser recibidos en plenitud en la Iglesia, sin más trabas que las evangélicamente imprescindibles.
Jesús, “puesto en medio” les entrega el don por excelencia: el Espíritu Santo
Con él va su paz, su alegría, su perdón, su misión. Son frutos de la adhesión al Resucitado. Creer en su amor de verdad y dejarse llevar de su Espíritu produce paz, alegría, perdón y compromiso con el reino. Los encuentros con el Resucitado –las apariciones- son experiencias muy gratas. En nada se parecen a un ajuste de cuentas, como humanamente sería de esperar. Ante la deserción no hay ni la más mínima queja de Jesús. Él sólo ama, como el Padre: se fía, espera, aguanta el ritmo de fe. ¿Qué haría Jesús con los sacerdotes casados? ¿Respetaría su ministerio o les impediría ejercer? Y con los fracasados en su matrimonio, ¿les impediría rehacer su vida con otra persona? Dichosos los que vayan creyendo:encontrarán siempre vida en su nombre, en su misericordia, en su amor sin límites.
Oración: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,19-31)
Las fiesta pascuales, Jesús resucitado, son nuestra alegría:
celebramos el amor que siempre vive, la vida entregada y recuperada;
tus llagas, resucitadas, actualizan tu amor realista, pasado por la cruz;
es la obra del Padre que resucita al Hijo que da la vida por amor.
Bien sabemos que esta vida no te fue fácil:
la solidaridad y el enfrentamiento fueron tu camino de cruz.
Solidaridad con los pobres, los enfermos, los publicanos y las mujeres:
los más ultrajados, los más despreciados, los más aborrecidos,
los que no contaban para nada ni su palabra tenía valor alguno.
Enfrentamiento con los fariseos, los letrados, los sacerdotes y senadores:
su saber y cumplimiento religiosos les habían dado una conciencia
- de sentirse seguros de sí mismos;
- de creerse superiores a los que no piensan ni actúan como ellos;
- de despreciar a quienes viven de otro modo.
En cada aparición renuevas la entrega de tu Espíritu:
“recibid el Espíritu Santo...
paz a vosotros...
perdonad como yo perdono...
como el Padre, así os envío yo...
trae tu dedo, trae tu mano...”.
Como Tomás, nuestra fe te reconoce vivo, real, solidario, audaz:
“Señor mío y Dios mío”.
Te reconocemos modelando nuestro “orgulloso” corazón:
- afanado por la seguridad, el sobresalir, el poder;
- infestado de recelo y miedo a quien no piensa como nosotros;
- creyéndonos superiores, despreciamos y excomulgamos;
- exigimos castigos para los fracasados morales;
- amenazamos con venganzas futuras en tu nombre...
Tú, Jesús resucitado, haces justo lo contrario:
ofreces tu Espíritu de amor gratuito;
perdonas sin ajuste de cuentas, como el Padre del hijo pródigo;
das paz y alegría a quien se te acerca;
invitas a poner los dedos y manos en las llagas vivas del amor.
“Señor y Dios mío”, restaura en nosotros tus sentimientos:
Este sentimiento ha sido bendecido con tu vida:
acercándote a quienes los demás desprecian y marginan;
dando la cara por ellos para que no les hagan daño;
mirando a todos como a hijos de Dios, hermanos tuyos.
Que tu resurrección nos incorpore a tu corazón:
a tu vida gloriosamente humana;
a tus sentimientos verdaderamente fraternales;
a tu audacia por los marginados de la sociedad y de la religión.
Rufo González
El misterio pascual es presentado en forma de apariciones. Son catequesis para el pueblo sencillo. Casi todas contienen elementos idéntico: aparición inesperada; iniciativa de Jesús; reconocimiento del Señor; paso del desaliento a la alegría, al convencerse de que Jesús, el crucificado, vive de un modo nuevo; envío a continuar la misión de Jesús.
Hoy leemos dos apariciones
Cada ocho días, como las eucaristías dominicales. En la primera no está Tomás, uno de los Doce. En la otra, el escéptico Tomás percibe la presencia de Jesús, lo expresa con sentida confesión de fe –“¡Señor mío y Dios mío!”- y obtiene una bienaventuranza para todos nosotros: “dichosos los que crean sin haber visto”. Juan cierra su evangelio: “estos signos se han escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”.
La Iglesia sigue con “las puertas cerradas”
“Los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. Hay quien dice que el “cerrar las puertas” se ha convertido en un "tic" innato de la Iglesia. Yo diría que más bien es “adquirido”, consecuencia del debilitamiento de la fe. El “cerrar las puertas” hoy lo motivan otros miedos: a la renovación, al progreso de la ciencia, a la evolución social, a la pérdida de privilegios, al apego al poder, al cambio de leyes cuestionadas... No deja de ser curioso que Juan Pablo II y Benedicto XVI -dos papas muy conservadores- iniciaran sus ministerios con discursos similares, pidiendo al mundo que abra sus puertas a Cristo, mientras ellos las cierran en la Iglesia a muchos cristianos:
“no temáis, abrid más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo”. “No tengáis miedo de Cristo. Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Cristo, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de par en par las puertas a Cristo y encontrareis la vida eterna”.
Abiertos a Cristo, pero cerrados por normas no evangélicas
¿No escucharán el clamor de muchos cristianos que, teniendo las puertas abiertas de par en par a Cristo, se dan de bruces con las puertas eclesiales cerradas por normas no evangélicas? Los cauces de participación vigentes son inaceptables hoy para un adulto. Los pobres participan muy poco ni son centrales en la configuración eclesial. Hay imposición y dominio clerical, incluso, si pueden, en el orden civil. Comunidades de base, sacerdotes casados, mujeres no igualadas en Cristo con los varones (Gál 3, 28), divorciados, homosexuales... esperan ser recibidos en plenitud en la Iglesia, sin más trabas que las evangélicamente imprescindibles.
Jesús, “puesto en medio” les entrega el don por excelencia: el Espíritu Santo
Con él va su paz, su alegría, su perdón, su misión. Son frutos de la adhesión al Resucitado. Creer en su amor de verdad y dejarse llevar de su Espíritu produce paz, alegría, perdón y compromiso con el reino. Los encuentros con el Resucitado –las apariciones- son experiencias muy gratas. En nada se parecen a un ajuste de cuentas, como humanamente sería de esperar. Ante la deserción no hay ni la más mínima queja de Jesús. Él sólo ama, como el Padre: se fía, espera, aguanta el ritmo de fe. ¿Qué haría Jesús con los sacerdotes casados? ¿Respetaría su ministerio o les impediría ejercer? Y con los fracasados en su matrimonio, ¿les impediría rehacer su vida con otra persona? Dichosos los que vayan creyendo:encontrarán siempre vida en su nombre, en su misericordia, en su amor sin límites.
Oración: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,19-31)
Las fiesta pascuales, Jesús resucitado, son nuestra alegría:
celebramos el amor que siempre vive, la vida entregada y recuperada;
tus llagas, resucitadas, actualizan tu amor realista, pasado por la cruz;
es la obra del Padre que resucita al Hijo que da la vida por amor.
Bien sabemos que esta vida no te fue fácil:
la solidaridad y el enfrentamiento fueron tu camino de cruz.
Solidaridad con los pobres, los enfermos, los publicanos y las mujeres:
los más ultrajados, los más despreciados, los más aborrecidos,
los que no contaban para nada ni su palabra tenía valor alguno.
Enfrentamiento con los fariseos, los letrados, los sacerdotes y senadores:
su saber y cumplimiento religiosos les habían dado una conciencia
- de sentirse seguros de sí mismos;
- de creerse superiores a los que no piensan ni actúan como ellos;
- de despreciar a quienes viven de otro modo.
En cada aparición renuevas la entrega de tu Espíritu:
“recibid el Espíritu Santo...
paz a vosotros...
perdonad como yo perdono...
como el Padre, así os envío yo...
trae tu dedo, trae tu mano...”.
Como Tomás, nuestra fe te reconoce vivo, real, solidario, audaz:
“Señor mío y Dios mío”.
Te reconocemos modelando nuestro “orgulloso” corazón:
- afanado por la seguridad, el sobresalir, el poder;
- infestado de recelo y miedo a quien no piensa como nosotros;
- creyéndonos superiores, despreciamos y excomulgamos;
- exigimos castigos para los fracasados morales;
- amenazamos con venganzas futuras en tu nombre...
Tú, Jesús resucitado, haces justo lo contrario:
ofreces tu Espíritu de amor gratuito;
perdonas sin ajuste de cuentas, como el Padre del hijo pródigo;
das paz y alegría a quien se te acerca;
invitas a poner los dedos y manos en las llagas vivas del amor.
“Señor y Dios mío”, restaura en nosotros tus sentimientos:
“Aquel al que despreciamos y no podemos mirar porque su vista nos da náuseas,
es un semejante nuestro, hecho del mismo barro y los mismos materiales...
Todo lo que sufre él podemos sufrirlo nosotros.
Por eso debemos mirar sus heridas como nuestras,
y esta mirada misericordiosa hacia nosotros mismos
reblandecerá la dureza de nuestro corazón hacia los demás”
(San Jerónimo (347-419), Carta 77. PL 22,694).
Este sentimiento ha sido bendecido con tu vida:
acercándote a quienes los demás desprecian y marginan;
dando la cara por ellos para que no les hagan daño;
mirando a todos como a hijos de Dios, hermanos tuyos.
Que tu resurrección nos incorpore a tu corazón:
a tu vida gloriosamente humana;
a tus sentimientos verdaderamente fraternales;
a tu audacia por los marginados de la sociedad y de la religión.
Rufo González