Domingo 2º Adviento (10.12.2017): Que nuestra vida adelante el cielo, la “nueva tierra”
Introducción: “Esperad y apresurad la venida del Señor” (2Pe 3, 8-14)
Escrito más tardío de la Biblia, de un discípulo de Pedro, primera mitad del s. II. Defiende una concepción peculiar sobre la venida definitiva de Jesús, cuyo retraso justifica en el capítulo 3. Tiene muchas coincidencias con la carta de Judas: enemigos comunes, castigos similares, vicios.. El punto de partida del mensaje son las burlas enemigas que ridiculizan la venida del Señor: “nuestros padres murieron y desde entonces todo sigue igual como desde que empezó el mundo” (3,4). Se sostiene que el cielo y la tierra serán abrasados por el fuego; la realidad presente será destruida.
“El Señor no tarda en cumplir su promesa”
Para justificar el aparente retraso de la parusía esgrime primero el hecho del diluvio (3,5-7), y ahora, en la lectura de hoy, inspirado en la sabiduría popular (reflejada en el salmo 90,4), argumenta con la muy diferente medida del tiempo que tiene Dios (3,8: “un día como mil años...”), y la paciencia de Dios. “El Señor de la promesa no tarda, como algunos que lo consideran tardanza (negligencia, lentitud), sino que tiene paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al cambio de mente -metanoia, conversión-” (3,9). La paciencia es una nota esencial del amor que produce el Espíritu divino: “el amor tiene paciencia” (1Cor 13, 4). El mismo verbo (“macrozimei”) utilizan ambos textos, pero con sujeto distinto. En 1Cor 13, 4 el sujeto es “agape”; en 2Pe 3, 9 el sujeto es “kirios”, el Señor. Lo que interesa al Padre de Jesús es que nuestra vida sea feliz, dichosa. Pocas cosas procuran tanta felicidad como la esperanza de que siempre es posible una vida mejor, de que “lo mejor está por venir”. Jesús no asusta ni utiliza el final incierto de la vida para dar miedo, y así dominar y someter. Eso lo hacen las religiones para crear gente sumisa, pasiva, resignada, manipulable, contraria al cambio. La vigilancia de Jesús, es estar “despiertos” a la vida, a la verdad, al bien, a la libertad, a la colaboración, al crecimiento en todos los órdenes, a la dicha.
Las obras buenas no se pierden
El versículo 10 es un texto poco seguro. El verbo final varía en diversos códices. Así varían sus traducciones: “desparecerán” (“katakaésetai”), “se descrubirán, serán encontradas” (“eurezésetai”). La versión litúrgica elige la primera opción: “la tierra con todas sus obras se consumirá”. La otra opción puede traducirse literalmente así: “El día del Señor llegará como un ladrón, en el que los cielos desaparecerán con ensordecedor ruido, los elementos materiales se destruirán abrasados, y la tierra y las obras en ella será encontrada” (3,10). Esta traducción cuadra más con textos del Vaticano II: “todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a “encontrarlos” limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal...” (GS 39).
Que nuestra vida sea un adelanto del cielo: la “nueva tierra” (vv. 11-13)
“Diluyéndose todas las cosas, ¿de qué clase hay que ser en modos santos de vida y devociones, esperando y procurando (apresurando) la venida del día de Dios, por el cual los cielos incendiados se diluirán y los elementos abrasados se fundirán?” (3,11-12).
Buena pregunta ante el paso de la figura de este mundo (2Cor 5,1: “la tienda que es nuestra casa en la tierra”): ¿cómo se debe vivir esperando y gestionando la venida del día de Dios?
Para contestar aporta el objeto: “esperamos, según su promesa, unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que viva (intransitivo: se establezca) la justicia” (3,13). Era el núcleo de la expectación y deseo proféticos (Is 60,21; 65,17; 66,22; 1Cor 6, 9-10; Apoc 21,1.27). “La justicia es el Reino de Dios, “edificio procedente de Dios... eterno, en los cielos... El que nos destinó a eso mismo es Dios, que nos dio las arras del Espíritu” (2Cor 5, 1-5).
“Inmaculados e irreprochables..., en paz ante él” (v. 14)
El texto concreta: “queridos, esperando estas cosas, esforzaos inmaculados e irreprochables para ser encontrados en paz ante él” (3,14). Es decir, esforzaos por hacer realidad el Reino de Dios. El concilio lo dice así: “la espera... debe avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar el vislumbre del siglo nuevo... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección”. (GS 39). Esa “presencia misteriosa” es el Espíritu Santo, “la garantía, las arras”, que Dios nos da al creer en Jesús. Secundar los impulsos del Espíritu del Dios de Jesús es la tarea que nos incumbe. Parecido pensamiento (no leído hoy) cierra este escrito: “creced en gracia y conocimiento de nuestro señor y salvador Jesucristo” (3,18). Crecer en amor y discernimiento de lo que haría Jesús hoy.
Oración: “Esperad y apresurad la venida del Señor” (2Pe 3, 8-14)
Jesús de la espera y “la sobriedad compartida”:
uno de tus mártires en América, Ignacio Ellacuría,
empapado de tu mismo Espíritu,
proponía la “civilización de la sobriedad compartida”,
como propuesta evangélica para nuestro mundo egoísta;
propuesta cercana al reino del Dios que nos habita;
propuesta de la justicia del Dios manifestada en tu vida.
El concilio Vaticano II nos propone tu esperanza:
Mientras esperamos la celebración de tu nacimiento:
nos preparamos también para el fin de nuestra vida;
fin que es la incorporación a tu vida resucitada, a la alegría definitiva;
ahí conseguiremos nuestros anhelos más profundos,
la plenitud de nuestros trabajos y deseos.
Hoy, Jesús de la espera, nos invitas a esforzarnos...:
“para ser encontrados en paz con Dios”;
para vivir colaborando con su reino de vida para todos;
para vivir de tu Espíritu que nos habita y es “garantía” de tu amor;
para realizar “su justicia, la gracia en que estamos” (Rm 5, 2).
Al trabajar por el Reino estamos “apresurando la venida del día de Dios”:
abrazando y alimentando a los más débiles, te hacemos presente a ti, Cristo;
acogiéndonos desinteresadamente, el amor del Padre se hace paz y vida;
viviendo sobriamente hay pan y vestido para todos;
creyendo al mismo Espíritu nos sentimos iguales, libres, hermanos.
Danos tu fortaleza, Cristo de la espera y “la sobriedad compartida”:
para ser testigos de tu amor con nuestra vida parecida a la tuya;
para denunciar todo lo que se opone a tu reino: acaparamiento, dominio, odio...;
para defender la vida, los derechos y deberes humanos;
para renovar y abrir nuestras comunidades a todos los que quieran vivir en amor;
para ser libres y traducir nuestra fe en obras como la tuyas y aún mayores (Jn 14,12).
Rufo González
Escrito más tardío de la Biblia, de un discípulo de Pedro, primera mitad del s. II. Defiende una concepción peculiar sobre la venida definitiva de Jesús, cuyo retraso justifica en el capítulo 3. Tiene muchas coincidencias con la carta de Judas: enemigos comunes, castigos similares, vicios.. El punto de partida del mensaje son las burlas enemigas que ridiculizan la venida del Señor: “nuestros padres murieron y desde entonces todo sigue igual como desde que empezó el mundo” (3,4). Se sostiene que el cielo y la tierra serán abrasados por el fuego; la realidad presente será destruida.
“El Señor no tarda en cumplir su promesa”
Para justificar el aparente retraso de la parusía esgrime primero el hecho del diluvio (3,5-7), y ahora, en la lectura de hoy, inspirado en la sabiduría popular (reflejada en el salmo 90,4), argumenta con la muy diferente medida del tiempo que tiene Dios (3,8: “un día como mil años...”), y la paciencia de Dios. “El Señor de la promesa no tarda, como algunos que lo consideran tardanza (negligencia, lentitud), sino que tiene paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al cambio de mente -metanoia, conversión-” (3,9). La paciencia es una nota esencial del amor que produce el Espíritu divino: “el amor tiene paciencia” (1Cor 13, 4). El mismo verbo (“macrozimei”) utilizan ambos textos, pero con sujeto distinto. En 1Cor 13, 4 el sujeto es “agape”; en 2Pe 3, 9 el sujeto es “kirios”, el Señor. Lo que interesa al Padre de Jesús es que nuestra vida sea feliz, dichosa. Pocas cosas procuran tanta felicidad como la esperanza de que siempre es posible una vida mejor, de que “lo mejor está por venir”. Jesús no asusta ni utiliza el final incierto de la vida para dar miedo, y así dominar y someter. Eso lo hacen las religiones para crear gente sumisa, pasiva, resignada, manipulable, contraria al cambio. La vigilancia de Jesús, es estar “despiertos” a la vida, a la verdad, al bien, a la libertad, a la colaboración, al crecimiento en todos los órdenes, a la dicha.
Las obras buenas no se pierden
El versículo 10 es un texto poco seguro. El verbo final varía en diversos códices. Así varían sus traducciones: “desparecerán” (“katakaésetai”), “se descrubirán, serán encontradas” (“eurezésetai”). La versión litúrgica elige la primera opción: “la tierra con todas sus obras se consumirá”. La otra opción puede traducirse literalmente así: “El día del Señor llegará como un ladrón, en el que los cielos desaparecerán con ensordecedor ruido, los elementos materiales se destruirán abrasados, y la tierra y las obras en ella será encontrada” (3,10). Esta traducción cuadra más con textos del Vaticano II: “todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a “encontrarlos” limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal...” (GS 39).
Que nuestra vida sea un adelanto del cielo: la “nueva tierra” (vv. 11-13)
“Diluyéndose todas las cosas, ¿de qué clase hay que ser en modos santos de vida y devociones, esperando y procurando (apresurando) la venida del día de Dios, por el cual los cielos incendiados se diluirán y los elementos abrasados se fundirán?” (3,11-12).
Buena pregunta ante el paso de la figura de este mundo (2Cor 5,1: “la tienda que es nuestra casa en la tierra”): ¿cómo se debe vivir esperando y gestionando la venida del día de Dios?
Para contestar aporta el objeto: “esperamos, según su promesa, unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que viva (intransitivo: se establezca) la justicia” (3,13). Era el núcleo de la expectación y deseo proféticos (Is 60,21; 65,17; 66,22; 1Cor 6, 9-10; Apoc 21,1.27). “La justicia es el Reino de Dios, “edificio procedente de Dios... eterno, en los cielos... El que nos destinó a eso mismo es Dios, que nos dio las arras del Espíritu” (2Cor 5, 1-5).
“Inmaculados e irreprochables..., en paz ante él” (v. 14)
El texto concreta: “queridos, esperando estas cosas, esforzaos inmaculados e irreprochables para ser encontrados en paz ante él” (3,14). Es decir, esforzaos por hacer realidad el Reino de Dios. El concilio lo dice así: “la espera... debe avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar el vislumbre del siglo nuevo... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección”. (GS 39). Esa “presencia misteriosa” es el Espíritu Santo, “la garantía, las arras”, que Dios nos da al creer en Jesús. Secundar los impulsos del Espíritu del Dios de Jesús es la tarea que nos incumbe. Parecido pensamiento (no leído hoy) cierra este escrito: “creced en gracia y conocimiento de nuestro señor y salvador Jesucristo” (3,18). Crecer en amor y discernimiento de lo que haría Jesús hoy.
Oración: “Esperad y apresurad la venida del Señor” (2Pe 3, 8-14)
Jesús de la espera y “la sobriedad compartida”:
uno de tus mártires en América, Ignacio Ellacuría,
empapado de tu mismo Espíritu,
proponía la “civilización de la sobriedad compartida”,
como propuesta evangélica para nuestro mundo egoísta;
propuesta cercana al reino del Dios que nos habita;
propuesta de la justicia del Dios manifestada en tu vida.
El concilio Vaticano II nos propone tu esperanza:
“Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad;
no conocemos de qué manera se transformará el universo;
la figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa.
Dios nos prepara una morada y una tierra nuevas donde habita la justicia;
esa bienaventuranza saciará y rebasará los anhelos del corazón humano;
vencida la muerte, los hijos de Dios resucitaremos en ti, Cristo;
lo sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción,
se revestirá de incorruptibilidad, permaneciendo el amor y sus obras;
todas las criaturas... se verán libres de la servidumbre de la vanidad.
La espera de una tierra nueva no debe amortiguar sino más bien avivar,
la preocupación por perfeccionar esta tierra,
donde crece el cuerpo de la nueva familia humana,
el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo.
La dignidad humana, la unión fraterna y la libertad,
es decir, los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo,
tras propagarlos por la tierra en tu Espíritu y según tu mandato,
volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha,
iluminados y transfigurados, cuando tú, Cristo,
entregues al Padre el reino eterno y universal:
`reino de verdad y de vida, reino de santidad y gracia,
reino de justicia, de amor y de paz´.
El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra;
cuando vengas de nuevo, Señor, se consumará su perfección” (GS 39).
Mientras esperamos la celebración de tu nacimiento:
nos preparamos también para el fin de nuestra vida;
fin que es la incorporación a tu vida resucitada, a la alegría definitiva;
ahí conseguiremos nuestros anhelos más profundos,
la plenitud de nuestros trabajos y deseos.
Hoy, Jesús de la espera, nos invitas a esforzarnos...:
“para ser encontrados en paz con Dios”;
para vivir colaborando con su reino de vida para todos;
para vivir de tu Espíritu que nos habita y es “garantía” de tu amor;
para realizar “su justicia, la gracia en que estamos” (Rm 5, 2).
Al trabajar por el Reino estamos “apresurando la venida del día de Dios”:
abrazando y alimentando a los más débiles, te hacemos presente a ti, Cristo;
acogiéndonos desinteresadamente, el amor del Padre se hace paz y vida;
viviendo sobriamente hay pan y vestido para todos;
creyendo al mismo Espíritu nos sentimos iguales, libres, hermanos.
Danos tu fortaleza, Cristo de la espera y “la sobriedad compartida”:
para ser testigos de tu amor con nuestra vida parecida a la tuya;
para denunciar todo lo que se opone a tu reino: acaparamiento, dominio, odio...;
para defender la vida, los derechos y deberes humanos;
para renovar y abrir nuestras comunidades a todos los que quieran vivir en amor;
para ser libres y traducir nuestra fe en obras como la tuyas y aún mayores (Jn 14,12).
Rufo González