“El orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona” (GS 26) La Iglesia “debe hacer viable al hombre el derecho a fundar una familia”

Los clérigos no tienen viable este derecho humano, “universal e inviolable”

“La Iglesia no ignora cuánto ha recibido de la historia y evolución del género humano” (GS 44), reconoce la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Pero bien sabemos cuánto le cuesta aceptar cualquier evolución humana que ponga en cuestión, o simplemente aminore o modifique en algún aspecto, su modo de gestionar su poder o derechos logrados, muchos de ellos, privilegios indebidos. La historia, sobre todo de los tres últimos siglos, ha sido testigo de grandes desprendimientos que la Iglesia se ha visto obligada a hacer en cuanto al poder, al tener y a ser privilegiada. Hasta llegar a la actual propiedad del Estado Vaticano, puso en riesgo muchas vidas humanas, condenó a quienes consideraba usurpadores de sus territorios y tesoros... Su proceder ha sido muy contrario al de su Fundador: que nació, vivió y murió pobre, y con alegría reconocía que “el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20). La Iglesia no siguió el ejemplo de los primeros cristianos que “aceptaron con alegría que les confiscaran los bienes, sabiendo que tenían bienes mejores y permanentes” (Hebr 10,34). La evolución social le ha ido poniendo en su sitio. Hoy no se atreve a perseguir a los que no comparten su credo o sus normas. Pero sigue apegada al poder que le toleran, sin contraste evangélico.

La sociedad civil ha evolucionado mucho. Ha vaciado de contenido mítico infinidad de aspectos que la ciencia, o simplemente la racionalidad humana, ha evidenciado como indignos de creer o inhumanos de practicar. Me refiero sobre todo a derechos y deberes propios de todo ser humano. La misma Constitución reconoce que “crece la consciencia de la eximia dignidad que compete a la persona humana, cuando ella misma sobresale sobre todas las cosas, y sus derechos y deberes universales son también inviolables. Es, pues, necesario (“oportet”: se debe éticamente) que se faciliten (“pervia reddantur”: se vuelvan viables) al ser humano todas estas cosas que necesita para llevar una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado y a fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa” (GS 26). 

Más aún, el mismo texto eclesial reconoce: “el orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que la ordenación de las cosas debe someterse al orden de las personas, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad” (GS 26). Faltó decir que “renovación de los espíritus y profundas reformas” afecta también a la Iglesia.

Es lamentable que estos textos tan hermosos, tan humanos, no se los quiera aplicar la Iglesia a su “orden social”. Las leyes eclesiales son su “orden social”. Tan social como pueden ser la leyes civiles de los pueblos y naciones. Típico del “orden religioso” es exigir a los demás, pero no aplicárselo a sí mismo. Lo denuncia el evangelio: “Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar” (Mt 23,4). Es una razón de descrédito y abandono de creyentes que ven cómo la Iglesia no “subordina al bien de la persona” su “ordenación de las cosas”, su organización, sus leyes. Hace justamente lo contrario que hacía y decía Jesús: “el sábado se hizo para el ser humano, y no el ser humano para el sábado” (Mc 2,27). Es evidencia meridiana que “sábado” significa la ley del pueblo, su organización, su orden social y religioso. Lo que es medio para la dicha humana se hace fin: hay que cumplir la ley aunque sea inhumana, porque viene bien a la institución y a sus dirigentes.

El mismo número de GS concluye esta reflexión admitiendo la presencia del Espíritu Santo en el devenir progresivo de la conciencia humana: “El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en esta evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad” (GS 26).

La presencia del Espíritu de Dios en la historia humana tiene unas consecuencias muy positivas para la teología espiritual. La evolución y el progreso, dignos de la persona, son fuente de espiritualidad. Fundamentan la atención a los signos de tiempos. Hoy hay un consenso muy extendido en que “el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad”. El “fermento evangélico” es la “buena nueva” de Jesús, su amor al ser humano, el “reino de la verdad de las cosas, de la vida para todos, del amor en libertad...”. A este fermento debe volver la Iglesia de Jesús constantemente. A este consenso está llamando sin cesar el Papa actual.

Contra este consenso se revuelven los más amigos del “orden” eclesial. “Orden” que se está evidenciando más bien como “desorden”, no sólo evangélico, sino contra el orden humano general. Es sintomático el análisis que los altos cargos de la Iglesia han hecho del caso Novell, el obispo dimisionario de Solsona: “Pasar página”, “olvidar”, “normalizar la vida de la Iglesia”, “hecho lamentable es la manera en que ha salido”... Lo ha dicho el Obispo sucesor. Quieren que no se analice un hecho que tanto alcance ha tenido en el mundo. ¿Para qué reservamos la “revisión de vida” o discernimiento evangélico. Los asuntos clericales ¿hay que dejarlos “pasar y mirar adelante”? ¿La ley eclesial no puede cuestionarse?

Hace unos días, en el rezo de la mañana, Laudes, pedíamos: “Redentor de todos los pueblos..., -haz que desaparezcan del mundo todas las discriminaciones que atentan contra la dignidad humana” (laudes 7 enero). “Desaparezcan del mundo”, pero ¿no de la Iglesia? ¿La Iglesia tiene permiso para no respetar los derechos humanos?

Los clérigos no tienen viable un derecho humano sin renunciar a su cargo en la Iglesia. Es el caso del obispo Novell. Por ejercer un derecho humano, “universal e inviolable”, queda inhabilitado “latae sententiae” (“ipso facto”), e incurre en irregularidad múltiple. Derecho reconocido expresamente por el Vaticano II, y antes por la ONU en Declaración universal de Derechos humanos (10.12.1948): “Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia...” (Art. 16.1). Situación similar tienen las mujeres cristianas. Esperan ser reconocidas en igualdad de derechos que los varones cristianos, sabiendo que por el bautismo “no hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). Todos los cristianos podemos representar a Cristo y hacer presente su Amor sacramentalmente.

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