Reflexión con un lamento, provocado por el decreto del obispo de Huesca, Julián Ruiz QUE EN PAZ DESCANSEN

Sí. Dejemos que nuestros muertos descansen en paz

Ante la conmemoración del día de Todos Los Santos Difuntos, abro mi reflexión con un lamento, provocado por el decreto del obispo Julián Ruiz y su nueva regulación de la celebración litúrgica de los funerales en las iglesias de Huesca. El texto del decreto indica que, a partir del 1 de octubre de 2019, en todas las parroquias y comunidades cristianas de la diócesis de Huesca, en los funerales, se evite: "Leer cartas de despedida o escritos de agradecimiento, pronunciar discursos o alocuciones laudatorias o biográficas del difunto, ni elogios, ni elegías, añadir oraciones o lecturas que no estén contempladas en el ritual de exequias o interpretar música o cantos que no sean los adecuados para las exequias". Todo en aras de dar un "mayor sentido litúrgico" a los funerales. Y es que, para el jerarca oscense, la resurrección de Cristo es el pilar de la fe, la muerte un simple paso hacia “la vida eterna” y los funerales un “mero ritual” en el que la palabra esperanza debe estar presente. Posición ritualista y ausencia de sensibilidad.

En la Historia de la humanidad, muerte y vida van de la mano, no tiene sentido la una sin la otra. El culto a los antepasados es uno de los vestigios de civilización más primitivos. Se ha constatado la existencia de honras fúnebres desde los tiempos más remotos. Los rituales de homenaje y recuerdo de los ancestros se observan en todas las civilizaciones. Y se aprecia un rasgo común en todas ellas: al difunto “se le rinden honores” a través de ritos que varían según cada una de las culturas.

Un funeral es un acto de despedida, el “último adiós”, a un difunto y un gesto humanitario de acompañamiento a los familiares del finado. Desde mi más atapuerquina infancia, en las homilías de las exequias de personajes ilustres y jerarquías civiles y eclesiásticas, he venido escuchando panegíricos, encomios y apologías dedicadas a los eximios difuntos. Y sin remontarnos tan al pasado, últimamente, en los funerales del  obispo de Zamora y del emérito de Huelva, y más recientemente en la exequias del teólogo Díaz Redondo en Valencia, ante episcopales colores púrpura, han resonado, dirigidos a los ilustres finados, semblanzas biográficas, alocuciones laudatorias, agradecimiento de las familias y, en alguna,  hasta la lectura de un mensaje del Papa. Y digo yo, ¿por qué para sus ilustrísimas sí y para nuestras anonimísimas, no? (Apostilla: Si en estas exequias hubiera estado presente el obispo de Huesca, ¿habría  plantado cara a sus colegas episcopales blandiendo su edicto condenatorio?)

En la cultura cristiana, honrar a los muertos es celebrar la vida, la esperanza de la resurrección. Y a ese propósito van dirigidas las lecturas y los textos litúrgicos y, se supone, también la homilía. La liturgia fúnebre no es anónima, genérica, sino personalizada. No se trata de un ritual, donde el rito se hace rutinario, sino de una celebración. Y no una celebración común, sino comunitaria. Se realiza en recuerdo y homenaje (honras fúnebres) de una persona fallecida. Y es que honrar al difunto significa precisamente que ese ya “nadie”, esa persona que ha abandonado esta existencia, se convierta en “alguien”; es como entablar un diálogo con el ausente, rindiéndole afecto y consideración, ofrendándole reconocimiento por su vida y perpetuar su recuerdo en la familia y en la sociedad. Y eso se hace efectivo con “cartas de despedida, escritos de agradecimiento, alocuciones laudatorias o biografía del difunto”. Impedir estas manifestaciones en salvaguardia del “ritual establecido” es una despersonalización inhumana, un severo rigorismo y una lamentable falta de empatía. No están hechas las personas para el ritual, sino el ritual para las personas.

Uno de los males que afectan a la institución eclesial es que está aprisionada en los ritos, en inexpresivos gestos que el pueblo no entiende o le resultan "familiarmente extraños". Los textos litúrgicos adolecen de claridad, de sencillez. Tanto las oraciones  como la plegaria eucarística reflejan doctrinas de la Iglesia con expresiones teológicas que el pueblo llano no llega a comprender, y menos aún leídas maquinalmente. La, para mí, deplorable disposición de monseñor es una buena oportunidad para preguntarse qué sensibilidad manifiesta la Iglesia ante la sociedad en estas coyunturas.

En el “Ritual de Exequias” se recomienda: “Los sacerdotes, movidos por la caridad pastoral, deben tener en cuenta su misión de consolador de los afligidos, añadiendo a una buena celebración ritual el consuelo a los familiares mediante un trato humano, para exhortarles a la esperanza y a la oración confiada.” En estos eventos funerarios, aunque no solo, observamos sacerdotes que carecen de un mínimo de trato humano, de “caridad pastoral”, de solidaridad y empatía con los fieles asistentes, y que recitan “colegialmente” sus empalagosas homilías. Homilías de “cortar y pegar”, estereotipadas, redundantes, plagadas de tópicos que no solo no llegan a infundir esperanza, a mitigar los sentimientos y amarguras en estas circunstancias de duelo, sino que provocan decepción, recelo y sobre todo, en asistentes escépticos, suspicacia y descrédito.

La pérdida de un ser querido es uno de los momentos más espinosos que todo ser humano debe afrontar alguna vez en su vida. El tremendo dolor por la muerte de un ser querido provoca emociones que parecen muy difíciles de soportar. Por eso, se hace necesario humanizar en los funerales este angustioso e inevitable sufrimiento. Las manifestaciones de familiares y amigos no son incompatibles con el anuncio de la esperanza cristiana. Al contrario, los creyentes pensamos que la vida “no termina, se transforma”, en la esperanza de la resurrección; por eso,  estas muestras de afecto sirven para vincular la vida con la Vida, pasar de lo humano a lo transcendente, del desconsuelo a la esperanza. Unos excesos puntuales, ocasionales, esporádicos no pueden reprimirse con una prohibición tajante, absoluta y arbitraria. Se trata de un gesto de rigorismo despótico.

La celebración de la Liturgia de la Palabra en las exequias exige una seria preparación, tanto más concienzuda cuanto que en la asamblea allí presente pueden hallarse fieles poco asiduos a los sacramentos o familiares y amigos del difunto agnósticos o no creyentes. Cuánto mejor sería que entre el celebrante y algún allegado del difunto preparasen en común la celebración.

A pesar de todo, celebro que el monseñor oscense no haya exigido, también por decreto ley, echar mano de las proverbiales plañideras, vestir el tradicional, luctuoso y funerario color negro ni entonar el fúnebre, apocalíptico y escalofriante “Dies irae” como el canto “más adecuado para las exequias”. Descanse en paz, ilustrísima.

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