San Lucas, en su Evangelio, es directo y contundente: “Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Dios siempre se revela y se muestra; puede, incluso, ser secuestrado, pero no se esconde. El rostro de Dios puede ser secuestrado por el hombre cuando se le desfigura, pervirtiendo su amor auténtico y original. Así, el amor queda desvirtuado cuando se le reviste de un poder que no es el divino. A veces, el hombre no resiste un Dios tan cercano, una señal tan débil y vulnerable, una presencia que ofrece la contradicción y la negación como principio de afirmación y de identidad de lo divino con lo humano.
En estos días reconozco, desde la lectura creyente de un sencillo hecho de vida, una señal de revelación de la fuerza de Dios que expongo como proclamación de esa presencia divina, que puede ser secuestrada pero que nunca se esconde…
Nuria acaba de nacer, un parto rápido y urgente por cesárea en su recién estrenado octavo mes. La pequeña avanza con fuerza en la incubadora. El proceso de espera ha sido duro: venía en comunión con otra hermana gemela, pero problemas de gestación exigieron una intervención quirúrgica en la que había riesgo para las dos. Finalmente, Nuria permaneció, mientras que la otra criatura se marchó para siempre por un camino histórico inacabado, hasta que un día se encuentren en la plenitud. Estas criaturas, en su realidad fetal y dificultosa, tuvieron a sus pies a todos los técnicos y médicos altamente especializados; primero en Coruña, después en Barcelona y Badajoz, para terminar naciendo en Coruña. Han sido meses de cuidados especiales en su madre, María, que ha tenido que guardar reposo absoluto en casa de los que ya son abuelos. Berto, su padre, ha hecho miles de kilómetros para seguir trabajando a favor de la familia y poder estar, a la vez, cerca de su amada y de su hija esperada en la debilidad total. La sanidad pública, la que sostiene el bien común, se hacía adoración de esa fragilidad encarnada en esta criatura en gestación. La fuerza de lo divino y el poder de la debilidad se fundían en ese ser en construcción -Nuria- y, una vez más, se realizaba el misterio sagrado de la vida que recibimos en la gratuidad más absoluta y en el amor más sublime.
Sin embargo, no todos vieron esta señal, ni la reconocieron, ni la adoraron, ni la presentaron sus dones. A su madre, María, al quedar embarazada y ser embarazo de riesgo por esperar gemelos, no le fue renovado su contrato laboral; la fuerza de la economía llevaba a su empresa a estimar que no convenía renovarle... Resulta curioso el saber que, en dicha empresa, participan personas oficialmente religiosas; personas que, posiblemente, ven a Dios en el cielo, en la oración, en la luz de un sagrario e, incluso, en la limosna, pero se les escapa que la señal de Dios es la identificación con la debilidad de lo humano y que es, precisamente ahí, donde todo lo anterior adquiere sentido: en cada hombre que viene a nuestro encuentro y en cada acontecimiento. Por eso, fueron ciegos ante la señal clara y directa de Dios: “Nuria, envuelta en debilidad total –junto a su hermana- en el seno de su madre, aguardando la vida y la llegada a la historia; en ellas estaba presente el Señor”.
Reflexiono en estos días de Navidad y me siento interpelado por este hecho tan sencillo de la vida diaria. Me pregunto dónde Dios se está revelando para mí, para darse y entregarse en la debilidad, para que yo lo acoja y me enriquezca con su pobreza. Algunos días me paso por la parroquia y me siento, en silencio, con los encargados de la acogida en Cáritas -Diego, el abuelo de Nuria, es uno de ellos-; contemplo a las personas que llegan a manifestar sus necesidades básicas, su desnudez, su postración, su dolor… Lo hago con el deseo de dejar que las señales de Dios –las que están envueltas en pañales y acostadas en el pesebre de la debilidad- entren en mi corazón y me transformen sacando lo mejor de mí mismo, aquello que fundamenta el verdadero bien común -que es lo propio del Reino que se asienta sobre la justicia, la verdad y la paz-. Me da miedo ser, de un modo inconsciente quizá, un secuestrador de lo divino por no saber reconocerlo en lo humano. Por eso, quiero abrir los ojos en la realidad que vivo, estar atento para ver a Dios allí donde Él quiere darse a conocer y encontrarse conmigo. Deseo respetar sus modos y sus formas para no desfigurarlo ni secuestrarlo, para dejar a Dios ser Dios y para que pueda mostrar su poder como Él quiere, desde la debilidad, la compasión y la ternura.