Hay empresarios responsables y yo conozco uno

UPRENA es una empresa familiar, especializada en fabricación de tortilla de patata por el método tradicional y con productos naturales.

Su presidente y fundador es un emprendedor hecho a sí mismo. Cuando le pregunto por las claves de su éxito me habla una y mil veces del esfuerzo. De crear un equipo al que inculcar la responsabilidad, el entusiasmo por las cosas bien hechas y el tesón para no desistir y aprender de los errores.

Le gusta predicar con el ejemplo. Dice, por ello a sus hijas “¿Cómo vas a pedir a los empleados que colaboren si tú no tiras del carro y trabajas más que el que más de todos ellos?”.

Cuando me habla de sus hijas pone el acento en cuestionar el exceso de permisividad, la banalización del esfuerzo o la fragilidad de los referentes sociales. Las ha preparado para que no pierdan el norte y estén a salvo del envanecimiento al que suele conducir el éxito.

Me dice que paga unos sueldos que pondrían los dientes largos a muchas personas. Pero ¡se lo ganan!, me matiza. Le gusta hablar de derechos y deberes.

Le veo desfallecer, y hasta enfadarse, cuando habla de “un país en el que no se aprecia ni valora el esfuerzo”. De una clase política que “no potencia ni apoya el espíritu emprendedor”. De unos jóvenes que “solo aspiran a ser funcionarios”. Del “desequilibrio existente entre el bienestar que disfrutamos y el esfuerzo que desarrollamos”.

Se revela, entonces, contra una Administración que “nos chupa la sangre a los empresarios para mantener tantos y tantos servicios públicos que él considera ineficaces e improductivos”. Y, concluye con un interrogante que dejo abierto: si no hay empresarios y no fomentamos que los haya ¿quién genera riqueza? ¿Cómo vamos a conseguir el desarrollo económico? ¿De dónde van a surgir los recursos para lograr la integración social?

Juan Largo, el emprendedor que he tomado como referencia, me dice que tiene una idea muy vaga de eso de la responsabilidad social de las empresas. Pero Juan es “largo de miras”. Confiesa, con humildad, que no le distingue nada más que el sentido común. Un gran sentido común y una gran confianza y entrega a lo que hace. Un juego limpio con todos los relacionados con la actividad de su empresa y basado en el justo equilibrio entre derechos y deberes. ¡Ya me gustaría que a los asistentes a mis cursos sobre responsabilidad social corporativa les quedaran las ideas tan claras!

Pero Juan no es, tampoco, un bicho raro ni un personaje excepcional. Como él y su empresa hay muchas otras PYMES que crean puestos de trabajo; que prestan a la sociedad los bienes y servicios que necesitan; que pagan los impuestos con los que los políticos pagan los distintos servicios públicos.

Nos iría mejor como país con muchos como él. Pero no hay que esperar que caigan del cielo. Hay que impulsarlos desde el sistema educativo, desde el entorno familiar, desde las políticas públicas. Y la clave gira en torno a valores como la cultura del esfuerzo, la responsabilidad, el trabajo en equipo, el espíritu emprendedor, el juego limpio.

¿No deberíamos aceptar el reto de Juan de plantear, simultáneamente, derechos y deberes?
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