Estos días de otoño son una celebración híbrida y nostálgica de transición. Entre las nubes desamparadas, huidizas madrigueras, la vida no galopa, sino que se lanza al vacío entre la pena y la nada. La soledad nos atrapa en las entrañas de las largas noches interminables, como la conversación de dos borrachos, que dan tiempo a cien indecisiones. Los últimos dedos de follaje tratan de agarrarse, sin la fuerza suficiente, a los manzanos, a los robles sin la fuerza suficiente; ráfagas alocadas de viento sin dirección sacuden las ocres montañas; el Eiroá va vació de las canciones de amor del verano, y la gente regresa de los sotos por las calles medio muertas del pueblo. Viviendo en los alrededores de algo, todo en otoño nos lleva a soñar en otras realidades que viven detrás de las puertas que abren la risa muda de los castaños, el repiqueteo de las nueces al caer y los membrillos como pensamientos acabados de Dios. Soñar es el arte, a veces inútil, que “alivia el vivir sin aliviar la vida”.