Un sociólogo, un filósofo y un teólogo miran con ojos críticos a la posmodernidad El legado del mayo del 68, a debate en la Universidad San Dámaso

(Jesús López Saltillo).- El pasado miércoles, 25 abril, organizado por el Departamento de Dogmática de la Facultad de Teología, se celebró una muy interesante jornada académica en el Aula Pablo Domínguez de la Universidad Eclesiástica San Dámaso.

Estaba puesta bajo el sugerente título de "Anunciar a Jesucristo en la posmodernidad. A 50 años de mayo del 68". El director era el vicedecano de la Facultad de Teología, el profesor doctor don Gabriel Richi Alberti.

Presentó el acto diciendo que era un "ensayo de discernimiento cristiano". A participar en ese ensayo habían sido invitados como ponentes los profesores doctores don Víctor Pérez Díaz, de la Universidad Complutense de Madrid, don Rafael Gómez Miranda, de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, y don Rossano Sala, de la Università Pontificia Salesiana. Un sociólogo, un filósofo y un teólogo. El aula estaba casi llena y el interés por escucharles era grande. Sus intervenciones, las tres muy preparadas, fueron densas y resumirlas necesitaría más espacio del que concede una crónica periodística. Van a ser publicadas y se podrán entonces leer y analizar con calma y mayor detalle.

El profesor Víctor Pérez Díaz dio a su ponencia el título de "Qué fue y qué queda de mayo del 68". El profesor Rafael Gómez Miranda puso a la suya el de "Mayo del 68: la posmodernidad se hace visible". Y, finalmente, el profesor Rossano Sala llamó a su disertación "Lo humanum posible: anunciar a Jesucristo en la posmodernidad". De sus respectivas intervenciones no voy a resaltar lo que puedan tener en común, sino lo que, a mi juicio, las diferencia. Las tres miraban a un mismo acontecimiento, mayo del 68. Y las tres prestaban atención al sustrato filosófico que estuvo en sus orígenes, que condicionó su desarrollo y que siguió vigente cuando aquellos días fogosos llegaron a su término, la posmodernidad. 

Para el salesiano y teólogo italiano, uno de los dos Secretarios Especiales del Sínodo sobre la juventud que ha de celebrarse en el Vaticano el próximo mes de octubre, ese sustrato ideológico, la posmodernidad, no tiene prácticamente nada que la Iglesia pueda aprovechar, sino efectos negativos que en su labor evangelizadora debe neutralizar. Aunque no ha de hacerlo al estilo decimonónico, el del combate abierto con sus defensores, condenándolos, sino con un talante propositivo, buscando mostrar que quien se deja guiar por esos ideólogos acaba cayendo en una situación cercana a la desesperación, de la que el mensaje cristiano puede librarle.

Para el sociólogo de la Complutense, al echar la vista atrás, como quien va en un tren que avanza y vuelve la cabeza para contemplar el paisaje que se aleja, lo que se ve como resultado de mayo del 68 y del pensamiento posmoderno, que lo desencadenó y alentó, son ruinas, muchas ruinas. Delante algunos ven un horizonte, dijo, "panglosiano", en referencia a uno de los famosos protagonistas del Cándido de Voltaire, Pangloss: el mejor de los mundos posibles en lo político y en lo económico, y no sólo en Europa, sino en gran parte del mundo. Mejor que el que existía en el 68.

Otros, en cambio, lo que divisan es un panorama "casandriano", en referencia a la Casandra de la mitología griega, un panorama desolador y destructor, aunque nadie crea su diagnóstico: un liberalismo desbocado, que acentúa las desigualdades, una democracia imperfecta, corrupta. El profesor, por su parte, tanto si mira hacia atrás como si mira hacia adelante, trata de atisbar lo que ha quedado y queda en pie: la masa de gente sencilla que sobrevivió al mayo del 68, a sus ideologías y al presente en que vivimos. Gentes que conservan cierta fe en el progreso que trajo la modernidad y también cierta esperanza en el porvenir, asida a una fe sencilla, pero honda. Hay que escuchar a esas personas antes de tratar de darles lecciones. Hay que escucharlas, si aspiramos a que ellas nos escuchen cuando les hablamos.

Para el filósofo, formado en la Complutense, profesor en la Facultad de Filosofía de San Dámaso, la posmodernidad, que venía cobrando forma desde mucho antes de mayo del 68, que aleteaba entre las propuestas del movimiento estudiantil y que no sólo no se extinguió cuando se extinguieron los fuegos que habían ardido durante esos días en las calles de París, sino que se ha mantenido viva e influyente, marca una nueva época del pensar occidental, que lejos de ser denigrada o ignorada ha de ser tenida en cuenta.

En su brillante exposición nos habló de los pensadores que han contribuido a darle forma y de las "verdades" cuya solidez y certeza han puesto en entredicho y no han sustituido por otras, sino por una propuesta de vivir en la incertidumbre, con credos y éticas personales y provisionales. Usando las imágenes que usa Nietzsche en el primero de los discursos de su Zaratustra, puede decirse de ellos que han acabado con el pesado camello, el de las certezas inmutables, también con el león furioso, que quería destruir todos los sistemas al descubrir su falsedad o su inconsistencia, y han consagrado la figura del niño, que juega seriamente concentrado en su juego, aunque sabe que lo es y sin llorar por ello.

Queda atrás el dogmatismo. También el nihilismo lloroso. Y se afianza, siguiendo ideas de Gilles Lipovetsky, un nihilismo humorístico, guasón. Dios ha muerto. Las creencias que lo definían se han diluido. Y no tenemos otras más sólidas con las que sustituirlas. Pero a nadie le importa un bledo. ¡No pasa nada! Es nuestra condición. Vivamos, juguemos y disfrutemos en la incertidumbre. Y en nuestro caso, el de cristianos seguidores de Jesús, creyendo y siguiendo sus pasos, e invitando a que otros también lo hagan, pero sin "esconder la cabeza bajo tierra, retirarse a los cuarteles de invierno, atrincherados en las sacristías, eso sí, armados hasta los dientes con custodias e incensarios", sino escuchando todas las canciones del "álbum" postmoderno, y "no cambiar de música cuando no es de nuestro agrado, para encontrar siempre motivos de esperanza".

Tres posturas distintas. Yo me siento más cercano a esta última. Si Dios es el totalmente otro, como se puso de moda afirmar hace unos años. Si es Misterio absoluto, siempre desconocido, siempre escondido en lo escondido, como dejó escrito San Juan de la Cruz. Si, como opinan los judíos, no se debe pronunciar su nombre, para no usarlo en vano. Si, según ellos mismos y los musulmanes, no hay que hacer imágenes suyas, para no falsear su rostro, que nadie ha visto.

Si nos parecen razonables todas esas afirmaciones ¿qué hay de malo en pensar y enseñar que hemos de creer en Él sabiendo que esa fe, como toda fe, es fe, no certeza, que es creer en lo que no vemos, sino tan sólo en lo que nos figuramos, por hermoso, cierto y conveniente que nos parezca? ¿Qué hay de malo en renunciar a la absurda convicción de que hemos atrapado y tenemos dominada la verdad sobre el misterio que lo envuelve y sobre lo que espera o deja de esperar de todos y cada uno de nosotros?

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