La Iglesia, ¿una madre con entrañas de misericordia?

“Porque nunca en ninguna parte deben reinar las entrañas de misericordia, como en la Iglesia católica, para que, como auténtica madre, no insulte con orgullo a los hijos pecadores, y perdone, sin dificultad, a los arrepentidos.”
(S. Agustín)


Citar a San Agustín es siempre citar a uno de los pensadores, filósofos, teológos y místicos más grandes de la Iglesia Católica. Es imposible no acercarse a cualquiera de sus obras y no salir profundamente edificado. En esta breve entrada he querido citar una frase que aparece en su obra “El combate cristiano”, concretamente en el capítulo XXX, “contra los luciferinos”.

Quise compartir con ustedes este párrafo deseando que también les ilumine y les consuele como ha hecho conmigo. Habla de una Iglesia que se presenta ante el mundo como un hogar con entrañas de misericordia. Inmediatamente me vino en mente la plegaria eucarística Vb que reza:
“Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido.
Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.”

Y vemos la profunda conexión entre las palabras de S Agustín y lo que la Iglesia reza en la plegaria eucarística: la Iglesia un recinto, un hogar de exquisita misericordia.

En otra ocasión comentaremos las plegarias eucarísticas porque son de gran belleza y de profundidad evangélica. Me centro en San Agustín y en concreto en la segunda parte de su frase: la Iglesia “como auténtica madre, no insulte con orgullo a los hijos pecadores, y perdone, sin dificultad, a los arrepentidos”.

Un riesgo de todo discípulo es el de la soberbia espiritual, el creerse mejor o más que su hermano. Esta tentación es bien antigua. De hecho, ya en el primer relato del Génesis al narrar el pecado original se expresa cual fue el motivo de ese pecado. No fue solo una simple desobediencia. Ahondando en la raíz de esa desobediencia aparece la soberbia espiritual: “Seréis como dioses” (Gen 3,5)
De ese deseo de ser como dioses se ha alimentado en gran parte el pecado de la humanidad a lo largo de los siglos. El creernos dioses mata a la Divinidad con mayúsculas (como afirmaría Nieztzsche: “Dios ha muerto”) pero también mata la fraternidad. Cuando alguien cede a la seducción de la soberbia espiritual se convierte en juez de sus hermanos. Aparecen entonces toda serie de enfrentamientos entre unos y otros. Y así observamos que ocurre en el mundo donde unos se sienten por encima de otros, donde unos ofenden, calumnian, se aprovechan de otros.

Pero qué tristeza cuando esto ocurre en el seno de la Iglesia, el recinto que debería estar impregnado de entrañas de la misericordia, que debería ser el hogar de todo ser humano cansado y agobiado.
E irremediablemente viene a la mente y al corazón aquellas palabras exigentes de Nuestro Señor:
“Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: "No matarás", y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego” Mateo 5, 21-22.

Duele ver que en las redes sociales abunda la imagen de una Iglesia intolerante donde sus hijos se muestran ofensivos y pedantes. Donde se da precisamente aquello que el propio San Agustín pedía que se evitase: insultos con orgullo a los hijos pecadores, y falta de perdón a los arrepentidos recordándoles una y otra vez su falta.
¡Cuánto nos falta por crecer aún y qué paciencia tiene el Señor con sus hijos!
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