Creer en Dios 4-6: Los otros, nosotros, la historia

Sigue el tema de Dios. Así anunciaba ASC mi conferencia:

EL PRESIDENTE DE ACCIÓN SOCIAL CATÓLICA DE ZARAGOZA
D. JOSÉ LUIS ESCOLÁ AUTOR
Se complace en invitarle a la
Conferencia de Apertura del curso 2017/18 con el título
DIOS EN LA CULTURA Y EL MUNDO ACTUAL
a cargo de Don XABIER PIKAZA IBARRONDO,Doctor en Teología y Filosofía.
Tendrá lugar en el Centro Joaquín Roncal, S. Braulio, 5-7,
el día 24 de octubre de 2017, a las 19:30 h.



Presentaba ayer los tres primeros temas de la conferencia. Hoy expongo los tres siguientes, que se titulan:

TESIS IV. DIOS, LA VIDA DE LOS OTROS
Creer en Dios significa descubrir al otro como absoluto, reconociendo su derecho a la existencia y abriendo un espacio para él viva, compartiendo mi vida con la suya, sabiendo que Dios reconoce y garantiza su existencia

TESIS V. DIOS, NOSOTROS
Creer en Dios supone abrirse a la experiencia de un nosotros que es gratuito y transparente, en comunión abierta a favor de todas las mujeres y los hombres de la tierra. En esta perspectiva, Dios se puede definir como el nosotros fundamental y primigenio de los hombres, el Espíritu Santo.

TESIS VI. DIOS, LA HISTORIA
Creer en Dios supone estar comprometido en el proceso de la Vida, confesando a Jesús como Señor y asumiendo su entrega por el reino en favor de los pequeños y los pobres

Buen día a todos, y con Dios seáis.



TESIS IV. DIOS, LA VIDA DE LOS OTROS

Creer en Dios significa descubrir al otro como absoluto, reconociendo su derecho a la existencia y abriendo un espacio para él viva, compartiendo mi vida con la suya, sabiendo que Dios reconoce y garantiza su existencia

Dios es libertad que se ofrece sin imponerse, poniendo ante mí un límite, que es la vida y libertad de los otros, también libres ante Dios. De esa forma, él aparece como garante de la vida de los otros, desde el “no matarás” de los mandamientos (Ex 20, 13) hasta “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19, 18; Mt 22, 39, par), para culminar en la palabra clave de Mt 25, 31-46, donde Dios mismo aparece como prójimo necesitado a quien debemos acompañar y amar, pues él nos dice: Tuve hambre ¿me distes de comer…?. Dios aparece, de esta forma, como garantía de la inviolabilidad del tú y como exigencia de amor a los otros.

Dios aparece así como garante de la vida de los otros, de todos y cada uno de los hombres, que aparecen así como revelación del mismo Dios. No puedo comenzar diciendo «yo soy» y buscar después la presencia de un «tú» que me acompañe. Al contrario, yo soy el que soy, y en él puedo conocerme a mí mismo en la medida en que me dejo conocer por otros, que me llaman, con su palabra o su presencia, de manera que puedo responderles. Sólo así, reconociendo al otro (a cada uno de los otros) como un absoluto puedo hablar de Dios, descubriendo que él mismo garantiza su valor y libertad, como garantiza el mío.

En esa línea, toda “teodicea” o defensa de Dios se expresa en forma de antropo-dicea o defensa de los hombres. El tema no es que yo defienda a Dios en abstracto (como si él fuera algo separado de la vida de los otros), sino que defienda y acompañe en el camino a los otros (y en especial aa los necesitados que están a mi lado), por gratuidad, no por imposición. ¿Por qué estoy llamado a respetarles y responderles? ¿en virtud de qué principio debo amarles?

Ciertamente, puedo argumentar desde principios meramente naturales, diciendo que el otro me acompaña y, más literalmente, me enriquece y me potencia en el camino. Pero hay un momento en que no puedo seguir argumentando de esa foma. ¿Qué puedo y debo hacer cuando hay personas que me estorban? ¿Cómo responder cuando parece que me cierran los caminos y me impiden vivir como yo quiero? ¿Cómo puedo realizarme plenamente cuando hay otros que me impiden serlo lo que deseo?

Estas preguntas sólo tienen una respuesta religiosa: Dios no es aquel que compite con el hombre y le impide ser independiente; tampoco los demás hombres pueden entenderse como opositores o adversarios entender como enemigos. Todos existimos siendo en relación, y cada uno aparece, al mismo tiempo, como relativamente absoluto, es decir, como alguien capaz de realizarse, con su propia realidad, con su propio destino de vida, con valor inviolable. Dios viene a presentarse así como aquel que me llama y me pide que responda respondiendo a la mirada y llamada de los hombres y mujeres que están a mi lado.

Mirado en esta perspectiva, el otro es siempre más que un elemento del proceso de la vida y del ser de un mundo que y yo puedo poner a mi servicio. Al contrario, el otro es por sí mismo un infinito, pues se encuentra vinculado a lo divino, de manea que el mismo Dios le avala, garantiza su existencia y le sostiene con amor en el camino; por eso, por el mismo hecho de ser, cada uno de los otros nos invita, desde el centro de la fe, a reconocerles y respetarles, descubriendo en ellos y por ellos a Dios.

Estas reflexiones nos obligan a introducirnos con más profundidad en el despliegue y ser de lo divino, descubriendo a Dios como aquel que nos llama y pide una respuesta en cada uno de los hombres, especialmente en aquellos que no pueden imponerse con su fuerza, es decir, en los extranjero-huérfano-viuda de los que trata el Pentateuco judío (cf. Ex 22, 22-23; Dt 10, 18), y de un modo aún más concreto en el hambriento-extranjero-desnudo-enfermo… de Mt 25, 31-46. El descubrimiento del valor de los pobres-hambrientos-extranjeros no es una “prueba” de Dios en la línea de los cinco argumentos o vías de Santo Tomás de Aquino, pero postula su existencia, en la línea del argumento de Kant en la Crítica de la Razón Práctica:

-- Kant postulaba la existencia de Dios para garantizar así el valor de la ley moral, porque, si Dios no existiera y no “premiara” a los justos tras la muerte, el imperativo categórico (obra de manera que tu vida puede ser ejemplo de vida para todos…) carecería de sentido. Dios fundamenta así el valor de la moral. Sólo porque hay Dios y es juez moral sabemos que es bueno vivir al servicio de todos los seres humanos.
-- El pobre y extranjero, un testimonio de Dios. En la línea de Kant, pero llegando hasta el final de su argumento, podemos y debemos afirmar que la exigencia de ayudar a los necesitados, más allá de un tipo de justicia legal, está postulando la existencia de Dios. Si no hubiera Dios (un Dios que sufre y nos llama en los expulsados y proscritos de la tierra para que les ayudemos) carece de sentido el respetarles y ayudarles. No es que vayamos de Dios (cuya existencia se probaría de antemano) al cuidado de los pobres, sino al contrario: La exigencia de ayudar a los pobres está implicando (=postulando) la existencia de Dios.

Dios aparece de esa forma como aquel que avala y garantiza la existencia de los otros, especialmente de los necesitados, de manera que debemos acogerles y ayudarles en y por Dios. No se puede hablar de una “prueba” física o legal de la existencia de Dios, pues según los principios cósmicos, cerrados en sí mismos, no se puede hacerlo; ni se puede hablar de Dios desde principios de pura ley, conforme al talión judicial (dar a cada uno según sus merecimientos).

El Dios bíblico aparece y se revela allí donde descubrimos que es preciso acoger, acompañar y ayudar a los necesitados. Entendida así, esta tesis nos pone en el límite y centro de la vida, allí donde nos descubrimos llamados a ayudar a los necesitados, en la línea del evangelio de Jesús que perdona a los pecadores, cura a los enfermos, acoge y avala a los expulsados de la sociedad. En esa línea podemos añadir que el principio del tema no es la existencia de un Dios absoluto, cerrado en sí mismo, sino la llamada de los pobres, el clamor de los hambrientos, el rostro sufriente de aquellos que piden ayuda. Si esa llamada del pobre, ese clamor de rechazado, ese rostro del sufriente tienen valor definitivo ante nosotros… es que Dios existe, y nos habla a través de ellos.

Esta “razón” o, mejor dicho, esta revelación de Dios nos lleva más allá de un colectivismo puro y de un trascendentalismo, en la línea las reflexiones de E. Levinas, El todo y el infinito (1961), que se sitúan muy cerca de la experiencia y tarea de Jesús, que ha descubierto a Dios en los enfermos y expulsados de la sociedad, anunciándoles con su vida y palabra la llegada del Reino de Dios:

‒ Llamo colectivista a un sistema antropológico, social o religioso que de tal modo destaca la importancia de un conjunto, clase o grupo que diluye o deja en un segundo plano la existencia real de los necesitados. En ese contexto, el tú concreto sólo importa en un ámbito privado, lo que cuenta en el mundo externo es lo genérico, el destino del pueblo, el todo de una iglesia, el colectivo. Pues bien, en contra de esa perspectiva, la fe de los cristianos ha defendido y defiende el valor “infinito” de los desamparados concretos, de los menos importantes y pequeños, por encima de todo sistema o Estado. Pues bien, en este contexto debemos añadir que sólo un Dios personal e infinito puede avalar el carácter insustituible, inviolable y sagrado de cada uno de esos necesitados.

‒ El trascendentalismo, sea de carácter religioso o filosófico, pone a Dios o a una idea por encima de los pobres concretos, destacando así el valor de un absoluto (un tipo de entidad o divinidad), por encima de los hombres concretos, que así quedan en un segundo plano. Lo primero no sería el yo, tampoco el tú, sino una especie de Ser o Dios separado, impositivo, que hallaríamos fuera (por encima) de nosotros, como meta o plenitud que nos trasciende y nos somete. En función de ese Principio o Dios, a partir de ese trasfondo o ser que juzgamos trascendente, olvidamos la importancia de los hombres concretos y pequeños que se encuentran cada día a nuestro lado. Pues bien, en contra de eso y expresándome de forma paradójica, yo digo: no me importa el Ser, tampoco me preocupa un Dios que sobrevuela por encima de los pobres y pequeños que se encuentran a mi lado. El verdadero Dios de Jesucristo se revela en cada ser humano.

En ese sentido, creer en Dios es acompañar en concreto a los necesitados, los ilegales, los expulsados del todo social. Dios no es sólo garantía del valor de mi vida, sino del valor de la vida de los otros. En ese sentido, creer en Dios significa comprometerse a favor de la vida y dignidad de cada uno de los hombres, en especial de aquellos que carecen de derechos sociales, que no pueden apelar más que a su rostro sufriente.

TESIS V. DIOS, NOSOTROS


Creer en Dios supone abrirse a la experiencia de un nosotros que es gratuito y transparente, en comunión abierta a favor de todas las mujeres y los hombres de la tierra. En esta perspectiva, Dios se puede definir como el nosotros fundamental y primigenio de los hombres, el Espíritu Santo.


Creer en Dios supone decidirse por la comunión interhumana, en gratuidad, en libertad, superando el riesgo de una lucha donde triunfan los más fuertes (en línea de capitalismo neo-liberal burgués), pero sin caer en un tipo de colectivismo, de igualdad social impuesta. Un tipo de capitalismo rompe el equilibrio de la vida, y expulsa a los más pobres (condenándolos al hambre y a la muerte). Por su parte, un tipo de colectivismo impuesto impone unos principios genéricos de vida, sin libertad, ni gratuidad. En contra de eso, la fe de los cristianos, siguiendo el camino de Dios, que dio su vida por los pecadores, los pobres y expulsados sociales, se formula como apuesta y compromiso en favor del surgimiento de un nosotros, de una comunión en la que el yo y el tú se complementen, de manera que surja un encuentro de vida, en gratuidad y en gozo, poniendo en el centro a los más necesitados.

Como he insinuado ya, ese camino expresa el misterio trinitario, donde la comunión del Padre y del Hijo, realizada en forma de entrega total de uno al otro, desemboca y culmina en el “nosotros” del Espíritu Santo. Este paso del Yo y el Tú al nosotros, integrando en la comunión a los “pecadores y enfermos”, a los expulsados y extranjeros, constituye la “prueba” del Dios cristiano. Ésta es una prueba y compromiso que se expresa en forma de tarea, superando un tipo de “familia nacional” o de pequeño grupo, un colectivo separado, a favor de sus propios intereses, para crear de esa manera espacios de comunión gratuita entre todos los hombres.

En ese sentido, creer en Dios significa crear una “comunión gratuita” de personas, en la línea de la entrega de Jesús y de la revelación del Espíritu Santo. Creer en Dios, según el evangelio, es acoger y suscitar un tipo de comunión interpersonal, un nosotros que no es simple suma de individuos previamente independientes y formados de antemano, ni un encuentro superficial de seres que se rozan sin cambiar por dentro. En ese sentido, la fe en el Dios cristiano se encuentra vinculada al surgimiento de una Iglesia entendida en forma de comunión de perdón y de esperanza que se abre a la vida eterna (es decir, a la resurrección).

Mirada en un sentido puramente “natural”, esta comunión resulta lo más frágil: parece que no tiene sustantividad ni consistencia y siempre se halla a merced de los embates de la moda o los diversos movimientos populares y sociales de los tiempos. Pues bien, tomada más al fondo y desde el Evangelio, esta comunión resulta lo más fuerte, y en ella se desvela la potencia decisiva de lo humano. El hombre no culmina cerrándose en sí mismo, sino que sólo es persona desde un ámbito de encuentro más extenso que le abre desde dentro a la existencia de los otros. De esa forma surge algo más alto en el encuentro entre personas: una comunión, una especie de nueva sustantividad, que vincula a los hombres y mujeres, como el Espíritu Santo vincula al Padre y al Hijo en el misterio trinitario.

Pues bien, esta realidad de comunión sólo recibe su plena consistencia en la apertura a lo divino: no estamos simplemente dislocados, unos frente a otros; tampoco nos hallamos diluidos en un todo que acaba por quebrarnos. Somos en libertad, unos junto a otros, formando así un espacio de comunión personal donde es posible hacernos transparentes, superando los principios de la pura imposición y de la lucha entre los hombres.

Pues bien, esta comunión sólo es posible en apertura a lo divino o, mejor dicho, como revelación y presencia del Dios que es comunión de amor en Jesucristo. De esa forma descubro que en el fondo de la vida humana hay algo que no es tuyo ni tampoco es mío, siendo de los dos, algo que es nuestro, en comunión, puesto que el mismo Dios así lo garantiza; ese Nosotros que nos une es el mismo Espíritu divino. Esa comunión no es algo que nosotros descubrimos en el mundo o que inventamos en razón de nuestro esfuerzo, sino Dios mismo que es comunión, en el fondo de todos los caminos de los hombres.
Por eso he dicho que el Dios cristiano es comunión. Es más que un simple yo-absoluto (autoconsciente, encerrado en sí mismo), más que encuentro puramente dual de Padre-Hijo (yo-tú, sin apertura de amor). La Iglesia cristiana ha descubierto y presentado a Dios como espacio abierto de amor que se comparte, como libertad y transparencia, gratuidad y comunión que vincula a todos, empezando desde los más pobres. Por eso le llamamos Espíritu Santo.

El nosotros de Dios en nuestra vida tiene un aspecto originario: Padre e Hijo, como yo-tú, sólo pueden distinguirse y amarse, siendo en plenitud, al mostrarse como amor abierto y creador, amor compartido por medio del Espíritu Santo. Entendido así, el Espíritu Santo es el principio, siendo al mismo tiempo la meta y plenitud de todo lo que existe. Ese nosotros tiene para el cristiano un nombre: es el Espíritu Santo, la comunión de amor del Padre y del Hijo, como espacio de vida de todos los hombres y mujeres.

Ese «nosotros» (unidad común y abierta de hombres y mujeres) no puede entenderse como una simple suma de individuos, como una especie de sociedad donde todos son intercambiables (cf. Zygmunt Bauman), sino como espacio concreto de personas, que se conocen y relaciones de un modo directo, desde la energía del Espíritu de Dios, siendo cada uno aquel que es, de forma que no puede intercambiarse con nadie. Hay que superar el individualismo burgués de los que piensan que el ser de la persona acaba en los límites del yo y en la pequeña familia de los suyos. Estrictamente hablando, quien así piensa y actúa no puede ser cristiano. Quizá trate de Dios y le defina de maneras conceptualmente elevadas, pero al fondo no es creyente, pues sólo se ocupa de sí mismo y no descubre el ser de comunión abierta, ser de donación y vida compartida del Espíritu divino.

En ese sentido, creer en Dios que es Espíritu de amor supone buscar la comunión de amor y vida entre los hombres. Todavía no se ha manifestado lo que somos. Simplemente estamos en camino hacia el misterio intenso y grande de lo humano.

TESIS VI. DIOS, LA HISTORIA
Creer en Dios supone estar comprometido en el proceso de la Vida, confesando a Jesús como Señor y asumiendo su entrega por el reino en favor de los pequeños y los pobres


Hasta ahora hemos hablado del sentido del «yo» (sujeto), de su apertura al «otro» (alteridad) y su inclusión en el espacio del «nosotros» (comunidad). Falta un elemento esencial en la estructura humana: la emergencia de la historia, como signo y presencia de Dios. El hombre sólo existe en cuanto forma parte de un proceso, en un camino de realización que se funda en el pasado y se abre hacia el futuro. Pues bien, ¿puede hablarse de historia sin manifestación de Dios? ¿puede hablarse de fe sin que se asuma la presencia y actuación de Dios en la historia? De eso tratan las notas que siguen.
Ciertamente, sabemos que el hombre es historia: no está ya realizado de antemano, sino que se realiza por medio de un proceso en el que va desplegando su potencia de ser y va gestando sus posibilidades de existencia.
Dios mismo le ha creado como historia, esto es, como alguien que capaz de realizarse a sí mismo a lo largo del tiempo, en transmisión de vida. Eso es lo que llamamos ahora historia, empezando por poner relieve dos formas menos positivas de entenderla:

– Religiones cósmicas. Eterno retorno de la naturaleza, no hay historia. Conforme a esta visión, las cosas cambian sin cesar, para volver a lo que fueron, de manera que ellas son en el fondo siempre idénticas, de manera que lo divino se identifica con el eterno retorno de la naturaleza. Somos lo que hemos sido, seremos lo que somos. Por eso, los hombres no tienen nada que realizar, sino ajustarse a lo que son, como como momentos de una naturaleza que gira sin cesar sobre sí misma, definiendo así lo que ellos son desde siempre y para siempre, sin verdadera novedad
– Religiones de la interioridad. Salir de la historia, volver a lo divino. Son de carácter místico y buscan a Dios (lo sagrado) en el proceso de purificación, profundidad y equilibrio interior de hombres, que deben superar la caída de la historia, y volver a lo divino. El eterno retorno de la naturaleza es para ellas una cárcel, de la que los hombres iluminados han de salir, para encontrar su verdad y realidad en un tipo de “nirvana” que es lo eterno. Los hombres no tienen que hacerse a sí mismos, sino más bien des-hacerse, volviendo a lo eterno (lo divino, en sentido extenso).
– Religiones de la historia, ser y hacerse en la historia. Frente a las dos perspectivas anteriores, que nos parecen menos convincentes, las religiones de la historia (judaísmo y cristianismo, y de algún modo menos preciso el Islam) descubren a Dios en el camino de la historia de los hombres, mesiánicamente abierta a la reconciliación o paz (Shalom) de todo el universo. En esta línea, el cristianismo se define como religión de la historia, que está centrada en Jesús y que se abre con él a la plenitud pascual de la resurrección. De un modo consecuente, Dios se define como aquel que se ha encarnado y se revela en el despliegue creador de la historia humana.

En esta última línea podemos afirmar que los hombres son más de lo que son, pues pueden realizarse de manera más honda, haciéndose a sí mismos, en un proceso en el que viene a revelarse Dios, que aparece así como aquel que ha penetrado (se ha encarnado) por Cristo el despliegue de la vida humana. En esa línea, Dios ofrece a los hombres la posibilidad definitiva de ser/hacerse plenamente a sí mismos, por gracia, respondiendo a su llamada en Cristo. Esto significa que los hombres no tienen que identificarse sin más con la naturaleza sagrada (religiones cósmicas), ni liberarse de la historia para así ser en lo “divino” (religiones de la interioridad), sino que han de recorrer su camino con el Dios, que se despliega y revela en el camino de la historia de los hombres. En ese sentido podemos afirmar que Dios mismo es (se hace) historia en la carne de la historia de los hombres (Jn 1, 14).

Eso significa que Dios mismo es un proceso de realización, de tal forma que aquello que llamamos su «potencia original» (su fuerza, hasta su esencia primigenia como generación, alteridad y encuentro) se ha desplegado de manera concreta a través de Jesucristo, por medio de su Espíritu, suscitando así (creando) la historia de los hombres. De esa manera, historia de Dios e historia de los hombres se encuentran implicadas.

Teóricamente, Dios podía haber explicitado su potencia de amor de otra manera, en otras perspectivas, sin “encarnarse” en el despliegue de la historia. Pero lo ha hecho por Jesús, en el Espíritu. De esa forma su necesidad interna de amor pleno (su ser Padre-Hijo y Espíritu) se explícita y actualiza en el despliegue del camino de Jesús, a través del misterio de la encarnación, a través de la Iglesia, de manera que nosotros somos y nos movemos en el mismo movimiento del despliegue de Dios en Jesucristo, en el proceso de su encarnación entera, por obra del Espíritu.

En esa línea, seguimos diciendo que creer en Dios supone aceptar a Jesucristo: recibirle como revelación plena de Dios y asumir su camino de entrega de amor (muerte) hacia su resurrección. En este despliegue histórico de Dios, en Jesucristo, por medio del Espíritu, en la Iglesia podemos y debemos formular algunas tesis centrales que definen y matizan la hondura del Dios cristiano:

--Por medio de Jesucristo, Dios ha optado por los hombres: asume nuestro incierto caminar y hace suyo nuestro propio destino (encarnación), poniéndose de parte de los pobres, pues para defenderles y abrirles un camino muere. Jesús no toma las cosas simplemente como son para que todo siga como estaba (como en las religiones cósmicas), sino que hace suya la historia frágil de los hombres, ofreciéndoles la posibilidad creadora de su esperanza (reino) y el gesto transformante de su amor (milagros, cercanía con los necesitados) entre los pobres de la tierra.
-- A través de esa historia, Dios mismo se ha hecho pobre (extranjero, oprimido), muriendo por los hombres, en pleno desvalimiento. Dios no ha compartido en Jesús el camino de los grandes que triunfan y se imponen sobre los pequeños (en una historia definida por la fuerza), sino que se encarne en la vida de los más pobres, de los expulsados, muriendo en la cruz con y por ellos, en esperanza de resurrección.
‒ Eso significa que hay un escándalo de Dios en la historia. Le habíamos creído fuerte por dominio y ahora le encontramos creador por su entrega liberadora. Le habíamos deformado, presentándole como vengativo, competidor del hombre, celoso de su propia supremacía. Ahora descubrimos que es todopoderoso al ser en Jesús nada-poderoso, es humilde, callado, como amor que se ofrece delicadamente, hasta el final, sin obligarnos nunca por la fuerza. Sobre ese escándalo de Dios se hace posible nuestra historia, como libertad, gratuidad, esperanza.

En esa línea, creer en Dios significa asumir el escándalo del hombre, que se expresa en la cruz de Jesucristo y que aparece, en toda su hondura, como escándalo de Dios. Creer significa revisar nuestras concepciones sobre el progreso y el poder, sobre el triunfo del hombre en línea de dominio. Allí donde se asume el camino de la Cruz de Jesús (que es Cruz de Dios) la historia debe interpretarse de otra forma, como gratuidad, como creación no impositiva, como experiencia de muerte. Sólo aquel que se deja matar por los demás puede crear caminos de esperanzas; sólo aquel que sabe perder y pierde por amor abre un camino de esperanza (de resurrección) en medio de la historia, no para el más allá, cuando este mundo termine, sino en el misma más aca de la vida de los hombres.

Creer en Dios significa compartir la vida (camino y proyecto de Jesús), para así transformar desde Dios la misma historia, en una línea de liberación abierta a los pobres y excluidos. Creer en Dios no significa abandonar la historia, sino encarnarse en ella, a favor de los rechazados de la tierra, en esperanza de resurrección.

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