Cuaresma, tiempo de oración: Para renovar la liturgia cristiana

La oración celebrativa era ya tradicional en muchas religiones y pueblos de la tierra, y de un modo intenso lo ha sido en Israel, el pueblo de Jesús, antes del surgimiento de la iglesia.
Pues bien, la Iglesia ha surgido precisamente para recoger la herencia de Jesús y para orar, es decir, para vivir y celebrar la Vida, de un modo directo, inmediato, en medio de la tierra, sabiendo que estamos viviendo en el tiempo de Dios.
Así quiero decirlo, y compartirlo,
al comienzo de este tiempo de cuaresma,
con gran parte de los lectores de mi blog, que no son los que
comentan y discuten mis posibles aportaciones,
sino aquellos que las acogen y agradecen en silencio.
Desde fuera solamente se ven los comentarios,
muchos de ellos creadores, intensos. Pero los blogueros,
tenemos una maquinita que cuenta las entradas y permite saber
de dónde vienen. Pues bien, la mayoría silenciosa de mis lectores,
viene de los grupos de mujeres y hombres que rezan, que esperan,
que gozan con el evangelio de la vida,
sin entrar después en discusiones.
A ellos quiero ofrecer esta reflexión,
dedicada a la “liturgia de la horas”, es decir,
a la oración constante, de la mañana y de la tarde,
del día y de la noches, en este comienzo de cuaresma.
A todos esos orantes, con inmenso
cariño y admiración, quiero ofrecer las reflexiones que
siguen, tomadas de mi libro: La Oración Cristiana
(Verbo Divino, Estella).
En este contexto, en los días que vienen, tendré que hablar
también del riesgo de aquellos que quieren
atar de nuevo nuestra oración,
y atarnos otra vez, con un tipo de contra-reforma litúrgica,
que vendría desde el Vaticano.
Introducción. Liturgia, la “obra de Dios”
Esa oración cristiana se arraiga, por un lado, en la plegaria
de los sacerdotes y levitas de Israel que veneraban a
Yahvé mañana y tarde, en el ámbito del templo, con
salmos y con cantos, con incienso y sacrificios. Por
el otro, ella se funda en la historia más antigua de
los pueblos que han alzado a Dios su canto y su plegaria,
en las jornadas especiales de júbilo y de fiesta.
Cantar y bailar de gozo por la vida, por el don de existir,
y así decirlo juntos cada día, al Dios de la mañana y de la tarde.
Esa es la obra de Dios, el gozo de los hombres, algo que está
por encima de toda obligación.
Nosotros, los cristianos, asumimos gozosos
la herencia universal de la oración de los diversos
pueblos de la tierra, pero hemos querido
retomarla y recrearla desde Cristo, nuestro Hermano Orante.
Sabemos con Pablo que la auténtica liturgia está en
la vida. Es la vida de Jesús que se ha ofrecido al
Padre, en un camino de entrega por los hombres (cf.
Heb 8-10). Es la vida de los fieles que presentan
ante Dios su misma voz y su existencia como ofrenda
inmaculada, pura y santa (cf. Rom 12, 1-2).
En ese aspecto, no podemos olvidar que la liturgia verdadera
es la existencia en cuanto tal, es el conjunto de la vida
interpretada como don y realizada como ofrenda,
abierta a Dios, en comunión de amor hacia los hombres.
Sólo si la vida entera es ya liturgia, puede haber
unos momentos especiales de liturgia dentro de la
vida. Son momentos que explicitan y concretan en
forma de alabanza externa y canto, de vivencia y
sentimiento, lo que expresa cada día nuestra vida.
Es normal que los cristianos, desde tiempos muy
antiguos, hayan cultivado momentos especiales de
alabanza, transformando su existencia y la existencia
de este mundo en voz de canto. Actuando de esa
forma, no han querido inventar nada: asumen la
vida de Jesús y, desde dentro del camino de este
mundo, con los pueblos de la tierra, hacen del mundo
flor y canto de acción celebrativa.
Una liturgia de este tipo debe hallarse muy fundada
en la experiencia concreta de los hombres. Por
eso ha de brotar, casi espontánea, de la vida de los
fieles: explícita en voz de canto, en plegaria compartida,
el ritmo y alabanza de la misma vida. Por
eso, junto a los salmos de Israel, actualizados por
Jesús, resultan necesarios en esta perspectiva los
salmos y los cantos de plegaria de los pueblos y
culturas de la tierra. Esto es lo que, partiendo del
Concilio Vaticano II, ha querido explicitar la nueva
Liturgia de las horas.
Lo ha querido hacer, pero quizá no lo ha logrado
de manera suficiente, al menos a mi juicio. El modelo
que el «orden» de liturgia que la iglesia Católica
sigue presentado a los diversos pueblos de la tierra es todavía,
tras el Concilio Vaticano II, un orden demasiado romano,
muy centralizado y hierático.
Creo que no asume de manera suficiente las
distintas experiencias orantes de los pueblos y culturas
de la tierra. Pero la intención de fondo es buena y
el camino se ha empezado. Quizá en algunos años,
los cristianos de la India, China, África y América Latina...
podrán re formular sus formularios de alabanza
litúrgica, partiendo de los salmos de Israel,
del evangelio y de sus propias tradiciones religiosas.
Por ahora pensamos que se puede y debe ahondar
en el modelo latino ya existente, que ofrece todavía
grandes posibilidades de oración abierta,
compartida, gozosa y hasta creadora.
1. EL FORMULARIO LITÚRGICO.
Vaticano II, Pablo VI
El Vaticano II, en su Constitución sobre la Sagrada
Liturgia (83-101), habló del Oficio Divino (Opus Dei,
alabanza), resaltando su carácter de oración eclesial.
Sobre esa base, Pablo VI inició una reforma que ha quedado
reflejada en la Ordenación General de la Liturgia
de las Horas (Laudis Canticum, 1970). Éstos son, a
mi juicio, sus aspectos principales:
• El Oficio divino se ha desclericalizado.
Deja de ser oración casi secreta para clérigos y monjas y se
viene a convertir en formulario de plegaria para
todos los creyentes. De ese modo quiebra la antigua
división que separaba oraciones litúrgico-oficiales
(especiales para el clero) y otras formas de oración
piadosa propias de los simples fieles. De ahora en
adelante, los diversos grupos de creyentes se encuentran
invitados a participar en una misma oración
oficial y solemne de la iglesia, celebrada en
lengua popular y adaptada a las variantes de cultura
y tiempo.
• Esta oración se ha vuelto más comunitaria.
Ciertamente, religiosos y canónigos rezaban en común
su breviario (Oficio divino). Pero los clérigos
normales (seculares) lo rezaban en privado, como
devoción particular de consagrados. Pues bien, de
ahora en adelante, sin perder su carácter personal,
la Liturgia de las horas cobra un carácter más comunitario,
como forma de plegaria abierta a grupos
parroquiales, movimientos de cristianos y diversas
comunidades «de base». Parece normal que el presbítero
o pastor celebre su Liturgia de las horas, de
manera normal, con los creyentes que forman su
parroquia o grupo de alabanza.
• Esta oración puede ser más creadora.
La escisión que antes había entre oraciones oficiales y plegarias
más privadas (más devocionales) de los fieles
ha venido a ser causa de escándalo y motivo de ruptura
dentro de la iglesia. La oración oficial no enriquecía
la vida de los fieles. Por su parte, esos fieles,
un poco abandonados a su propia forma de plegaria,
han terminado cayendo muchas veces en formas
de piedad emocional, sin hondura teológica ni
fuerza cristiana. La causa de ello ha de buscarse en
la falta de creatividad de una jerarquía que se hallaba
demasiado centrada en sus propias tradiciones
y seguridades.
2. RENOVAR LA LITURGIA
Han pasado 40 años desde la reforma del Vaticano II y de Pablo VI,
y son muchos (entre ellos, quizá, el responsable vaticano:
Card. D. A. Cañizares),los que piensan
que se ha ido demasiado lejos, que tenemos
que “atar y muy atar” la liturgia orante de la Iglesia,
Trataré este tema en los próximos días, pero pienso
que el problema no está en volver atrás, sino en avanzar,
en la línea del evangelio.
Ha llegado el momento en que,
junto a la celebración del recuerdo de Jesús (eucaristía),
los fieles de la iglesia puedan acceder, personal
y comunitariamente, a unos esquemas de oración
que, siendo oficiales o litúrgicos, resulten creadores
y gratificantes. Hasta el día en que la iglesia
sea capaz de ofrecer a sus distintos grupos de
creyentes un espacio de oración abierta y creadora,
hay algo que no marcha en la llamada reforma del
Oficio de las horas.
• Esta oración será más cristológica, es decir,
más arraigada en el misterio de Jesús, el Cristo, en su libertad
y entrega orante, en su gozo desmedido.
Hasta ahora, la Liturgia de las horas resultaba demasiado
veterotestamentaria, muy centrada en los
salmos de Israel. Por su parte, las devociones populares
de los fieles se encontraban teñidas de sentimentalismo
poco denso. Juzgo que ese estado de
cosas debe terminar. Queda el AT con sus salmos,
deben aceptarse las modas de los tiempos. Pero,
más allá de todo eso, la liturgia de la iglesia habrá
de hallarse mucho más centrada en la apertura hacia
Jesús, el Cristo. A no ser que la presencia cristológica
se exprese con más fuerza de misterio, de
exigencia y de poesía, mucho temo que el esfuerzo
de reforma venga a resultar baldío.
Ha llegado el momento de asumir con plena madurez y seriedad
la palabra originaria de la iglesia: «lex credendi, lex
orandi», la oración refleja y explícita el contenido
de la fe. Por eso, una oración que no resulte radicalmente
centrada en Jesucristo y su evangelio de
amor hacia los pobres es contraria a la exigencia y
al misterio de la iglesia.
• Finalmente, esta oración ha de encontrarse
más unida con la vida.
Tenemos una especie de divorcio
entre liturgia y existencia... Por eso la oración
se entiende como refugio peculiar para guardarnos
de los males de este mundo. Pues bien, es
necesario que unamos estos dos momentos. ¿Cómo?
Haciendo que ore nuestra misma vida: la existencia
plena, el ser del mundo debe ponerse ante el Señor
en gesto y palabra de alabanza. A través de la oración,
dejamos que la vida se expanda ante el Señor y
se refleje, en toda su dureza, su esperanza, su exigencia.
Sólo así podremos recuperar la vida en Dios
y realizarla, sabiendo que Dios mismo la potencia,
la sostiene y transfigura.
Todos estos elementos de la nueva adaptación
del Oficio divino se han venido a explicitar (al menos
inicialmente) en el nuevo formulario de la Liturgia
de las horas que los fieles celebran en la iglesia.
Interpretado al trasluz de una casuística jurídica de
tiempos anteriores, ese formulario debería cumplirse
hasta el último detalle, en rúbricas, palabras,
gestos, por el orbe entero de la tierra. Hoy entendemos
mejor esa exigencia, en un nivel más hondo de
creatividad y compromiso orante.
Los esquemas que ofrece la Liturgia de las horas constituyen un
modelo de oración abierta, rica, universal, que nos
permite asumir día tras día, año tras año, el ritmo
de plegaria del conjunto de la iglesia. Normalmente
ha de seguirse. Pero los orantes saben emplear la
libertad que les ofrece ya el espíritu eclesial para
adaptar su ritmo de oración en días y tiempos especiales,
conforme a las culturas que están vivas dentro
de la iglesia. Cada comunidad cristiana asumirá
su propia tarea creadora, adaptando su esquema de
oración, a partir del formulario oficial de la Liturgia
de las horas. Sólo de ese modo se mantienen
vivas las palabras viejas. Partiendo de los textos
oficiales, cada comunidad concretará su ritmo de
alabanza, en un esquema donde caben tiempos de
silencio, de meditación compartida y de plegarias
personales.
3. CONSAGRACIÓN DEL TIEMPO
La oración es una forma privilegiada de asumir
el tiempo como don de Dios y de crearlo humanamente
como ritmo significativo de realización para
los hombres. Desde el modelo de liturgia cristiana,
trazaré unos rasgos de oración del tiempo, destacando
las horas del día, los días del año, los años de
la vida.
A) LAS HORAS DEL DÍA
La liturgia es oración de las horas que aparecen
definidas como tiempo de misterio. La alternancia
de día y de tiniebla trasciende el ritmo cósmico y se
viene a convertir en expresión de gracia: gracia es
la mañana con su luz recién amanecida, y gracia la
llegada de la tarde con las sombras que invitan a
plegaria. Partiendo de los ritos de Israel, que se suponen
cumplidos por Jesús, la iglesia ha establecido
desde antiguo un ritmo de plegaria que destaca
algunos elementos de eso que llamamos la Liturgia
de las horas.
1. Hay una oración de la mañana
que es el tiempo de alabanza (Laudes):
al romper el día, con el sol
que emerge de las sombras, celebramos la pascua
de Jesús que triunfa de la muerte. Este es el tiempo
de la luz y de la vida, es el momento en que asumimos
otra vez la creación y así cantamos la grandeza
de Dios en cada una de las cosas. Por eso reasumimos
los salmos de alabanza de Israel y con su anciano
sacerdote Zacarías preparamos la llegada de Jesús,
el sol que nace de lo alto (cf. Benedictus, en Le 1,
68-79).
2. Hay una oración de la tarde,
que es tiempo de recogimiento agradecido (Vísperas):
al acabar el día, los creyentes vuelven del trabajo a la plegaria,
celebrando la grandeza de Dios que nos invita a su
descanso. Este es el tiempo de la acción de gracias,
que convoca en unión fraterna a los hermanos; por
eso ellos evocan la presencia de María y cantan con
ella su Magníficat, pidiendo a Dios que eleve a los
pequeños-oprimidos y que sacie de pan a los hambrientos
(Le 1, 46-55), de manera que todos podamos ya sentarnos
a la mesa del amor común y la alabanza.
3. Hora intermedia.
Entre esos dos momentos fuertes de plegaria, la
iglesia ha introducido otro que, a falta de un nombre
mejor, solemos llamar Hora intermedia; ella se
viene a celebrar y realizar en un momento de descanso
en medio del trabajo. Estrictamente hablando,
esta es la plegaria del trabajo. Por eso evocamos
el canto del martillo, el giro de la rueda, la eficacia
de la mano, el cansancio de la mente (cf. himnos de
este tiempo). Envueltos en un mundo que labora,
elevamos hacia Dios nuestro latido: el gozo de una
tarea realizada o la vivencia del fracaso; la alegría
de los campos en sazón o la fatiga de una tierra que
parece estéril; la ganancia del esfuerzo o la fatiga
inútil, angustiada, de la falta de trabajo. Desde el
centro del día, en eso que llamamos Hora intermedia,
elevamos a Dios nuestra plegaria de la vida,
mientras vamos cumpliendo su palabra de labrar y
fecundar la tierra.
4. También hay una oración de la noche,
como tiempo de entrega de la vida en manos de Dios,
conforme a la palabra del anciano Simeón (Le 2,
29-32). Esta es la oración del hombre que, al final de
la jornada, hace un examen de conciencia de sus
horas y pone su existencia en manos del descanso,
que es el signo de la muerte-pascua. Esta es la oración
del sueño que ofrecemos ante Dios como alabanza
en el reposo del cuerpo, al ritmo lento de la
respiración, en el sosiego de la mente que nos lleva
hacia el descanso de Dios mientras dormimos. Esta
es oración de pasividad y muerte, allí donde los límites
del hombre se tornan más patentes y Dios
mismo viene a revelarse ya como descanso (muerte
y pascua). Ciertamente, esta plegaria no se puede
interpretar sin más como un somnífero en sentido
corporal, pero ella lleva en sí una garantía misteriosa
de descanso y esperanza. Por eso se ha llamado
oración de las Completas, es decir, de aquello que
llena y plenifica nuestra vida.
5. Hay finalmente una oración meditativa,
que en la nueva liturgia se ha llamado Oficio de Lecturas.
Antiguamente se solía celebrar de madrugada, en
los nocturnos de «maitines» (primera mañana, antes
de amanecer). Pienso que sería conveniente conservar
algunas veces este encuadre de silencio y noche:
los creyentes meditan y reviven el misterio
cuando el mundo duerme, preparando así la vida y
el trabajo que deben reasumir en la jornada. Pero
esta oración meditativa, centrada en la lectura reposada
de la Biblia y de los libros santos de la iglesia
(y de la historia), tendrá que realizarse de ordinario
en los momentos que resulten más estimulantes
y apropiados para los creyentes. La oración se
vuelve así meditación, tiempo de encuentro personal
con el misterio que yo asumo y recreo cada día
en mi experiencia.
B) LOS DÍAS DEL AÑO.
El tiempo de oración tiene otro ritmo más extenso,
más lento y sosegado, de manera que ella viene a
presentarse como liturgia de los días en un plano
cósmico, cristiano y personal.
Hay una oración de los tiempos del cosmos que se
expanden, se completan y repiten cada año. A través
de la alternancia de las estaciones, con el ritmo
de la siembra y la cosecha y el retorno de las posiciones
solares (y lunares), el año constituye para
todos los pueblos agrícolas antiguos un espacio unitario
de plegaria: vuelven las mismas situaciones,
se reiteran las palabras de gozo, invocación o llanto,
se celebran las mismas ceremonias.
También nosotros, los cristianos, conservamos y,
de un modo muy profundo, recreamos este ritmo anual de la
plegaria: Cristo es sol que se levanta, Cristo es pascua;
a Dios miramos y cantamos, como creador primero
y salvador final, mientras respira y rueda año
tras año el viejo cosmos. Invierno y primavera, verano
y otoño son para nosotros «estaciones» o paradas
diferentes de una misma marcha de plegaria.
Pero esa marcha tiene ya un ritmo cristiano, de
manera que los días del año se dividen en un tipo de
esquema trinitario.
Desgraciadamente, la nueva ordenación
de la liturgia, pensada de manera demasiado
racional (racionalista), ha diluido los momentos
de ese esquema al suprimir el ciclo de Pentecostés
y convertirlo en «tiempo ordinario». Pienso que
debemos conservar el orden más antiguo de los días
del «año cristiano», destacando desde Cristo sus
tres grandes estaciones o sus tiempos.
• Primero se halla el tiempo de adviento-navidad,
más vinculado al misterio de Dios Padre:
es tiempo de esperanza que nos lleva hacia Israel,
para encarnarnos nuevamente en Cristo, naciendo
con él a la existencia de la gracia.
• Luego viene el tiempo de cuaresma-pascua,
que nos introduce en el camino de Jesús, el Hijo: es
tiempo de entrega en el que todo está dispuesto para
que muramos con el Cristo, renaciendo o mejor
resucitando en actitud de pascua.
• Finalmente, el tiempo de pentecostés se encuentra
vinculado al misterio del Espíritu y se extiende
desde su venida (domingo de pentecostés)
hasta el final del año cristiano (domingo de Cristo
rey, día del juicio/perdón del Señor o parusía).
Este es tiempo de vida renovada y compromiso misionero
abierto a todos los hombres de la tierra.
Esta oración de los días del año debe actualizarse
de manera personal. Como hemos visto, el año
tiene un ritmo cósmico (cuatro estaciones) y otro
cristiano (tres tiempos litúrgicos). Lógicamente, nosotros
reasumimos esos ritmos y los transformamos
muy por dentro de manera que podemos celebrar y
celebramos un «año personal» de encuentro con
Dios y de plegaria, que sólo puede precisar y valorar
aquel que lo realiza. De esa forma, los ciclos del
cosmos (khronoi) y los momentos salvadores del
año cristiano (kairoi) se convierten para nosotros en
punto de partida o signos de un «kairos personal»:
debo asumir y realizar mi propio ritmo de encuentro
con Jesús, en un camino que comienza en el
Antiguo Testamento (adviento) y me conduce por la
muerte-pascua hasta la gloria final (la parusía).
Dentro de ese ritmo voy hallando mis momentos de
gracia y conversión, de entrega y esperanza. De esa
forma voy trazando y recorriendo mis años de plegaria,
en un camino siempre repetido y siempre
nuevo.
C) LOS AÑOS DE LA HISTORIA
Esos años de plegaria a que aludía el apartado
precedente enmarcan un camino que no puede ya
planificarse. Por eso, al llegar a este nivel terminan
los esquemas objetivos, más universales, y comienza
la aventura personal de la existencia, abierta a
Dios en Cristo.
Comienza la aventura, pero no es búsqueda ciega
en un camino sin señales. Tenemos, ante todo, la
señal israelita. Cuando oramos y buscamos, nos valemos
de los salmos: avanzamos con el pueblo de la
alianza, con los hombres y mujeres que tendieron
desde lejos al misterio. Por eso, en actitud de nuevo
adviento, podemos revivir en nuestra historia personal
los años de la historia israelita: así escuchamos
la llamada con Abrahán y caminamos con Moisés
por el desierto; pasamos por el mar con los hebreos
liberados, sufrimos cautiverio en Babilonia y
esperamos la liberación de Dios que prometieron
los profetas. De ese modo, los años de nuestra oración
están prefigurados y anunciados en los años de
plegaria de la historia israelita.
Tenemos, ante todo, la señal de Jesucristo. Por
eso cuando oramos volvemos a su historia para actualizar
todo el camino de su vida y de sus gestos.
Así aprendemos a orar al encarnarnos, descubriendo
que la auténtica plegaria es gesto de inmersión
en nuestra historia. Y descubrimos también que la
oración es siempre pascua: estar muriendo con Jesús,
en actitud de entrega abierta hacia los otros.
Esta señal de Jesús va definiendo y enmarcando
nuestros tiempos de plegaria como vocación (llamada
de Dios), tentación (riesgo de perdernos, buscando
otro camino), transfiguración gloriosa, etc. Por
eso, los anillos que definen y señalan nuestro verdadero
crecimiento humano son anillos de plegaria:
nuestros años de vida sólo pueden contarse en relación
a Cristo, como espacios o momentos de un
acercamiento dialogal que ya culmina con la parusía.
ESQUEMAS
• Liturgia israelita. A partir de las lecturas del AT y
por centrarse en la alabanza de los salmos, la Liturgia de
las horas se sitúa en un nivel israelita. Seguimos vinculados
al pueblo de la antigua alianza y, de ese modo, oramos
con todos los que siguen aguardando la llegada de
Dios sobre la tierra.
• Liturgia de Jesús. En el Oficio divino actualizamos
el gesto y la palabra de Jesús, reasumimos su apertura al
Padre y celebramos el misterio de su cruz y de su pascua.
Este es el centro, es el sentido de toda la oración cristiana,
el fundamento en que se apoya nuestra vida de alabanza.
• Liturgia de la iglesia. A través de las memorias de los
santos, de sus himnos y plegarias, expresamos el valor de
la oración en perspectiva ya cristiana. La liturgia no se
puede interpretar como una voz particular; es la palabra
de gozo y alabanza donde viene a culminar la historia y
vida de la iglesia.
De esa manera, en tercer lugar,
el tiempo de oración está marcado
por el signo de la comunidad. No podemos orar de
un modo aislado, separados de los otros, solitarios.
Nuestro ritmo de oración se enmarca y alimenta en
el ambiente de la comunidad que, sostenida en Cristo,
busca su camino, celebra su victoria y así espera
su futura parusía. Por eso, los tiempos de oración
son kairoi de la iglesia: momentos de un camino
universal que nos desborda, de manera que nos vamos
haciendo así católicos, universales. En nuestra
propia oración suena y resuena la oración de todos
los creyentes que «ganan su tiempo» (cf. Ef 5, 16) al
despertar del viejo sueño de este mundo y dejarse
iluminar por Cristo.
De esta forma se define el andar de nuestra historia
con sus años creativos y sus años bajos, sus momentos
de euforia y sus momentos de profunda depresión
y noche. Algunos de esos tiempos y momentos
se encuentran vinculados a los ciclos de la propia
biología, a los estados psicológicos que influyen
tanto en nuestro ritmo. Por eso, para orar es necesario
conocerse y aceptarse, buscando los momentos
más propicios para la efusión y el silencio, para el
canto y para el llanto. En ese aspecto sigue siendo
verdadera la palabra del Qohelet:
«Hay tiempo de llanto y tiempo de gozo, tiempo de buscar y tiempo
de perder, tiempo de callar y tiempo de hablar,
etc.» (3, 2-8).
Pero en medio de los ritmos y los cambios
de las situaciones escuchamos la palabra de
Jesús que dice: «Debemos orar siempre» (cf. Le 18,1).
Eso significa que siempre es tiempo de oración.
Cambiarán los modos y las formas, los ritmos, los
gestos, las maneras. Pero la oración debe elevarse
sin cesar porque ella es verdad de nuestra vida que
discurre, se realiza y siempre se funda en el misterio.
Por eso es necesario distinguir los tiempos, desde
el fondo más humilde de la naturaleza (separando
entre el invierno y el verano) hasta la altura del
encuentro con el Cristo que nos lleva a su cercana
parusía.
Al llegar a este nivel, el mismo tiempo se
hace objeto de oración: así, cuando decimos «venga
tu reino» o Maraña tha (¡ven, Señor Jesús!), le estamos
pidiendo a Dios que el tiempo externo (cosmos)
y la historia de los hombres cambie, se culmine y
plenifique por el Cristo. Así nuestra oración tiene
poder sobre los tiempos y prepara (acerca) la ya
próxima venida del Señor, su parusía. Pero con esto
desbordamos nuestro tema, entrando en un misterio
de cristología.
4. ACCIÓN DE LOS ORANTES
Por su misma estructura, la Liturgia de las horas
constituye una oración abierta y oficial dentro
de la iglesia. En ella se integran todos los orantes de
la tierra que, centrados en Jesús, ofrecen su alabanza
al Padre, aunque a veces no lo digan ni lo sepan
de manera expresa.
1) En la base de este tipo de alabanza se halla el
cosmos:
está la naturaleza que, centrándose en el hombre,
ofrece al Padre su palabra de respuesta. Por las
notas anteriores hemos visto que el oficio de oración
asume los tiempos de la historia (horas, días,
años). Pues bien, debemos añadir que sacraliza al
mismo tiempo los espacios de este cosmos, de manera
que su misma amplitud e inmensidad viene a
expresarse como signo de alabanza.
El mundo no es lugar de puro fatalismo, donde sólo existen los azares.
No es tampoco espacio de batalla donde el cielo
está cerrado y Dios acaba perdiéndose en vacío de
silencio. Cada mañana, en oración de Laudes, el
creyente sabe despertar con su palabra la palabra
de la tierra y convertir el cosmos en principio de
alabanza. De esa forma, nuestra misma tierra se
convierte en voz de canto, belleza y transparencia.
Los que no logran ponerse en este espacio de oración
del cosmos nunca pueden celebrar del todo la
Liturgia de las horas.
2) Esta oración es a la vez plegaria de los hombres,
que anhelan la llegada de la plena libertad, la redención
del «cuerpo» que se encuentra esclavizado
sobre el cosmos (cf. Rom 8, 23). El canto del cosmos
se convierte de esa forma en súplica expectante de
los hombres que, partiendo de Israel y sus profetas,
siguen esperando la llegada del reino y su justicia
sobre el mundo. En este plano se mueven gran parte
de los salmos y cantos del AT. Hay en ellos muchas
voces que resultan fuertes, palabras que se encuentran
cargadas de violencia y deseo de venganza. Lógicamente,
no podemos asumirlas de manera literal,
pero a través de ellas vivimos la plegaria de los
hombres que, encerrados en dolor, se duelen esperando
la llegada de Dios sobre la tierra.
Quizá fuera conveniente abrir más el abanico de expresiones de
esperanza, convirtiendo la Liturgia de las horas en
un gesto más universal de expectación y asombro
ante el misterio. Sobre ese fondo quiero recordar
que, al ser católicos, debemos ser universales: en
nuestra voz ha de escucharse y resonar la voz de
todos los orantes de la tierra; nosotros elevamos la
oración por ellos. Es más, oramos por aquellos que
no oran, traduciendo su esperanza y sufrimiento en
forma de plegaria. En este aspecto, hemos de ser
quizá más hondos, más esperanzados, cuando oramos
desde el centro de una humanidad que sigue
siendo caminante.
3) En tercer lugar, oramos en nombre de la iglesia,
que agradece la presencia de Dios en Jesucristo y
canta jubilosa su misterio de amor crucificado y su
presencia salvadora (por la pascua). Todos los niveles
anteriores quedan integrados de esta forma en la
alabanza y gozo de la iglesia. Ella se pone ante el
misterio de Jesús y, descubriéndose salvada en esperanza,
expresa su grandeza y canta al Dios que es
el principio de todas sus grandezas. Los motivos
anteriores quedan así transfigurados, a la luz del
Cristo que ahora canta su misterio de amor-vida
filial por medio de la iglesia.
En ese aspecto, siendo palabra de la iglesia, la
liturgia es palabra y voz de Cristo que se encarna
para así enseñarnos su palabra de alabanza. Sabemos
ya que toda la vida de Jesús es oración (cf.
tema 8). Pues bien, esa oración del Hijo eterno, palabra
encarnada en nuestra historia, viene a explicitarse
y se realiza a través de la alabanza de la iglesia.
Por eso, cuando oramos, no lo hacemos ya por
propia iniciativa. Lo hacemos por Jesús, dejando
que él se exprese a través de nuestra misma voz y
canto. Unidos a Jesús, Hijo de Dios, cantamos/celebramos
la liturgia trinitaria sobre el mundo: el
Padre escucha en nosotros la palabra-voz del Hijo, y
de esa forma nos acoge en su misterio trascendente
de alabanza; el Hijo sigue alabando por nosotros a
su Padre, a lo largo del espacio y tiempo de la historia,
en el Espíritu Santo.
EN ESTA PERSPECTIVA DISTINGUIMOS, PARA UNIRLAS,
LAS DIVERSAS PALABRAS DE LA IGLESIA.
a) La primera es la palabra misionera.
Según el testamento de Jesús (Mt
28, 16-20), los fieles deben marchar sobre la tierra,
pregonando su mensaje y manteniendo su recuerdo
entre los hombres. Por eso, en el principio de todas
las palabras de la iglesia, como base y fundamento
de su vida, está el anuncio, la misión del evangelio.
b) La segunda palabra es de carácter didascálicoprofético,
conforme al texto de Jesús que hemos citado:
«enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he
mandado» (Mt 28, 20). Después de los apóstoles que
anuncian, vienen los profetas y doctores que explicitan
ese anuncio en las comunidades, convirtiéndolo
en palabra de vida y exigencia para los creyentes.
Eso significa que la iglesia sólo puede mantenerse
como tal en la medida en que despliega abiertamente
ese mandato de Jesús, haciendo que su voz
de gracia sea principio de existencia para los
creyentes.
c) Tercera es la palabra celebrativa o de oración. El
evangelio, ya anunciado y aceptado por los fieles, se
convierte ahora en palabra de oración y canto. El
mismo Cristo, la palabra predicada, apóstol de Dios
Padre, se transforma ya en palabra exclamativa, jubilosa,
eucarística en la iglesia. De esa forma vuelve
al Padre el mismo que ha venido de Dios Padre,
como indica de manera consecuente el evangelio de
Juan (cf. Jn 13-17).
Este esquema nos permite interpretar la voz de
la liturgia en el contexto de la economía salvadora:
Jesús, Hijo de Dios, viene del Padre, habita entre
nosotros y de nuevo vuelve al Padre, preparando así
el camino de retorno y plenificación de los hombres
sus hermanos, como indica el evangelio de Juan; en
esa vuelta jubilosa de esperanza y alabanza adquiere
su sentido la liturgia. Vinculados al Jesús que ya
ha venido, acogiendo en nuestra vida su enseñanza
(permaneciendo en él), podemos celebrar su triunfo,
anticipando así su gloria escatológica.
Por eso cantamos en oficio de liturgia: porque
ha venido Cristo y nos ha dado su palabra de evangelio;
porque ha venido Cristo y sigue siendo maestro
de los hombres; por eso, sabiéndonos salvados,
entonamos sobre el mundo el mismo canto de Dios
y su grandeza. Así, la economía salvadora viene a
introducirnos en el misterio trinitario: orando nos
unimos con el Hijo que se ofrece amorosamente al
Padre, en el Espíritu.
5. CONCLUSIÓN. ANOTACIONES PRÁCTICAS.
Pero dejemos ese plano de principios. Sabemos
ya que la Liturgia de las horas constituye la conciencia
orante de la iglesia. Por eso debe ser cuidadosamente
preparada y celebrada. No basta repetir
unas fórmulas, debemos recrearlas. No basta con
oír unas palabras, es preciso convertirlas en principio
de alabanza. Por eso hay que insistir en la exigencia
creadora de las comunidades cristianas, a
fin de que el esquema oficial de la Liturgia de las
horas pueda abrirse suscitando espacios de oración
intensa y jubilosa. Sin oración, la iglesia acaba perdiendo
la conciencia de sí misma.
Si la oración no es fuerte, o si ella o se diluye
entre repliegues de puro sentimiento,
esa conciencia acaba haciéndose alienada.
La Liturgia de las horas sólo puede llegar a convertirse
en oración auténtica si, uniéndonos a Cristo,
nos permite vivir desde la urgencia de este mundo.
Hasta ahora, esa liturgia se encontraba demasiado
ligada a una visión estática del cosmos. Por eso se
alababa a Dios partiendo del sosiego y equilibrio de
la naturaleza. Sin perder ese valor, hay que expresar
más la vivencia del trabajo que transforma los
objetos de la tierra. Hemos de orar desde la entraña
de este mundo conflictivo donde son fundamentales
el trabajo, la justicia, la hermandad entre los hombres.
Pienso que esta perspectiva no ha incidido de
manera suficiente en nuestros rezos.
La verdadera reforma del Opus Dei, Oficio divino,
no ha empezado todavía. Éste es quizá el tiempo
dispuesto para el cambio, pues algunos en el Vaticano
quieren volver atrás e imponer unos ritos y ritmos de
oración cerrados en lo puramente sacral.
son muchas las comunidades que en Europa y América
Latina, en todo el mundo, han empezado a orar
en gesto activo, desde el mismo campo de trabajo y
compromiso de la tierra. Por eso, ahora, partiendo
del camino de Jesús, van a surgir en el contexto de
la iglesia formas nuevas de oración comunitaria.
Ha de surgir una liturgia más profunda y creadora,
más abierta hacia el misterio, pero, al mismo tiempo,
más cercana a los dolores y trabajos de los hombres
de este tiempo.
Esa oración será recuerdo de Jesús, plegaria que
se eleva hacia el misterio con las voces más pequeñas
de este mundo, recitada en común o compartida.
Será también oración meditativa, que permita
recoger en lo más hondo del propio corazón el gran
misterio del amor de Jesucristo, de su entrega por
los hombres. Pero, al mismo tiempo, habrá de ser
plegaria abierta a lo contemplativo: capaz de convertir
nuestra existencia en un camino de inmersión
en el gran cuerpo mesiánico y divino de Jesús,
el Cristo.
Para que esto se realice, es necesario que, fundados
en el compromiso de Jesús en favor de los pequeños
y los pobres, vivamos la Liturgia de las horas
como fiesta de alabanza. Esa actitud de fiesta no
se puede asumir todos los días con igual intensidad.
Por eso habrá jornadas de oración sencilla, en que
se siga sobriamente el ritmo de los textos oficiales.
Pero en días especiales de domingos y de fiestas,
juzgo necesario que se ponga de relieve el valor celebrad
vo que implica la alabanza.
Es conveniente
que el espacio de plegaria se prepare con símbolos
de fiesta. Es necesario que los mismos orantes se
preparen para el gozo y alabanza, no sólo en lo interior,
sino también en forma externa. Es aquí y no en
la vida ordinaria de trabajo donde tienen su sentido
los vestidos corales de los monjes y las monjas (es
decir, los hábitos). La misma actitud celebrativa ha
de expresarse en cada uno de los gestos: los ritos
exteriores y lecturas, las luces y los cantos. Si no
tiende a reflejarse algunas veces como gesto de alabanza
bien gozosa, bien festiva, la Liturgia de las
horas pierde pronto su valor y su sentido.
Sólo así puede surgir la fiesta de la fraternidad.
La liturgia no se entiende como gesto de evasión de
unos creyentes especiales que han huido de este
mundo; es ámbito de encuentro, lugar donde los
fieles oyen y celebran la palabra, para convertirse
de esa forma en compañeros de Dios sobre la tierra,
hermanos. Como hermanos buscan la justicia, superan
los problemas, cantan. Cesan de esa forma las
antiguas divisiones, los enfrentamientos, las rupturas.
Los creyentes participan de la gracia común en
la plegaria. Así se vuelven capaces de entender lo
que supone la justicia sobre el mundo, estando ya
comprometidos por lograrla.
APLICACIÓN
• Nivel personal. Estudiar la estructura y elementos
de las horas del Oficio divino, precisando sus aspectos
más significativos. En esta perspectiva pueden ayudar
estas sencillas reflexiones: laudes y vísperas se muestran
como liturgia de alabanza al comenzar el día y al caer la
tarde; la hora intermedia es liturgia del trabajo, expresión
de la obediencia de los hombres que, siguiendo la palabra
de su Dios, laboran en la tierra; completas es liturgia del
descanso, la expresión del sueño como signo de misterio;
finalmente, el oficio de lecturas es liturgia de la meditación,
tiempo de encuentro personal con la palabra. ¿Cómo
vivimos cada una de esas horas? ¿Cómo venimos a
expresarlas después en nuestra vida?
• Nivel comunitario. Nuestra comunidad o grupo
orante ¿celebra la Liturgia de las horas?, ¿con qué intensidad
y frecuencia?; ¿cómo se vincula esa liturgia con
otras formas de plegaria (carismática, liberadora, eucarística...)
que también utilizamos? Programar una posible
celebración comunitaria (¿diaria? ¿semanal? ¿mensual?)
de la Liturgia de las horas en comunidades de base,
en grupos de reflexión cristiana o parroquias.
(Tomado de X. Pikaza, Para vivir la oración cristiana, Verbo Divino, Estella)