Día de la Constitución. Sobre la Iglesia y el Estado

El 6 de diciembre de 1978, el conjunto de los hombres y mujeres del Estado Español, aprobaron la nueva Constitución que los políticos de diversos partidos habían consensuado (con algunas abstenciones y votos en contra. Participaron dos tercios de la población total (hubo un 33% de abstenciones). Los que votaron a favor fueron un 87% del censo, lo que supone que los "síes" (15,7 millones) fueron sólo un 58% del censo total y los noes (1,4 millones) un 8%. En este contexto, un día como hoy, quiero ofrecer unas reflexiones históricas sobre el sentido y funciones de la Iglesia y del Estado, desde la perspectiva española o, quizá mejor, europea. Estas reflexiones no valen para continentes y países con otra tradición social y religiosa, pero pueden ser significativas para el ámbito de países de lengua castellana y de tradición occidental.

Constitución y diálogo

Más que la forma concreta de una Constitución, importa el hecho de que las leyes básicas de un país y del mundo se puedan consensuar, en un proceso constante, que puede y debe dirigirse hacia la paz universal. En esa línea, más que un texto concreto, cerrado en sí mismo, la Constitución española del 1978 (y las constituciones de los diversos países “democráticos”) han de ser y son el signo de un “espíritu de diálogo”, textos concretos, aprobados por las mayorías, pero abiertos a todos los habitantes de un país y del mundo y, en especial, a los grupos minoritarios, cuyos derechos han de salvaguardarse y potenciarse.
Me refiero a las minorías nacionales y culturales y, sobre todo, a las grandes minorías económicas. Tras la Constitución que los españoles aprobaron hace 29 años puede existir y existe en España más justicia formal y libertad. Pero algunos piensan que la injusticia real ha crecido, lo mismo que la nueva corrupción de unas minorías y el desinterés social de grandes mayorías. Todos pueden hablar en la nueva España, pero la palabra no se ha convertido en garantía de igualdad para todos los grupos y personas, dentro y fuera del Estado. Todos tienen cierta libertad económica y social, pero no todos pueden ejercerla.
Hablo de Estado y no de Nación, porque luna Constitución como la española no implica la existencia de una o más naciones, sino sólo la posibilidad real de diálogo entre todos los miembros de un colectivo político. Desde este fondo quiero recordar que, en el pasado, la Iglesia ha sido en conjunto contraria a las constituciones como la española, por pensar que el poder de los príncipes seculares y eclesiásticos provenía directamente de Dios, sin mediación del pueblo. Ahora, en cambio, los creyentes pueden seguir afirmando, en un nivel, que los poderes vienen de Dios… (que es el Principio Infinito de toda realidad), pero añadiendo que esos poderes se expresan y concretan a través de la voluntad dialogada de un pueblo o de un conjunto de pueblos… o de la humanidad en su conjunto, de manera que, de hecho, creyentes y no creyentes pueden dialogar en el plano político y social
Pero aquí puedo ni quiero hacer una teoría política del Estado, ni un juicio de conjunto de la libertad y de los valores del Estado desde la perspectiva de la Constitución de España. Mi reflexión quiere ser mucho más sencilla. Un día como hoy, 6 de diciembre, al comienzo del Adviento, teniendo como fondo las reflexiones de Benedicto XVI sobre la Esperanza Cristiana, he decidido recoger y ofrecer una breve teoría sobre los “poderes” clásicos que se ponían de relieve en mi tiempo de estudiantes: el poder de la Iglesia y el poder del Estado. Desde ese fondo plantearé al final el sentido de una Constitución dialogada entre todos los habitantes de un país o del mundo. Éste es un trabajo relatiamente extenso. Los lectores habituales mi blog pueden quedar aquí y dejar el resto para un momento oportuno. ¡Y felicidades a los españoles que celebran esta fiesa de la "santa" (o no tan santa) Constitución.

Un pasado “canónico”: Iglesia y Estado como dos poderes absolutos

Son muchos los cristianos que aún hoy, siguiendo una postura ya tradicional, quieren que la iglesia pacte con el Estado, al que, aplicando las palabras de Rom 13, 1-7 (dirigidas a un Imperio mundial más que a un Estado particular), presentan como garante de paz. Así piensan que sólo un Estado fuerte, elevado sobre unos súbditos hechos para ser mandados, puede garantizar la paz sobre la tierra. Pensamos que, tomada de un modo general, tanto en lo que se refiere a la visión de la Iglesia como a la del Estado, esa postura parece venir con dos siglos de retraso respecto a los procesos sociales y políticos de la modernidad. Pero ella sigue siendo influyente en algunos medios eclesiásticos y por eso queremos evocarlas, para descubrir así mejor la novedad de la Ilustración y la posible aportación cristiana de la actualidad.
Ésta es una visión tradicional, que tiene una larga historia dentro del cristianismo y que ha desembocado, con ciertas variantes, en la doctrina de los dos poderes, civil y eclesiástico, natural y sobrenatural. Ellos se conciben, en principio, como independientes y autónomos, aunque el poder civil, propio del Estado, debe recibir la orientación más alta del eclesiástico, propio de la Iglesia. En su forma clásica (medieval), esta visión de los dos poderes se expresa como sigue:

El poder civil del Estado, presidido por el rey, está avalado por Dios y regula en su nombre los asuntos temporales. Dios mismo concede según eso autoridad a los reyes, para que actúen como vicarios suyos y reciban la obediencia de sus súbditos. Los reyes son, por tanto, soberanos y pueden declarar y hacer la guerra a otros poderes enemigos (que se consideran peligrosos), por causas o razones que se consideren justas. Ellos pueden castigar también a los rebeldes, condenando a muerte a los que rechazan su soberanía real ponen en riesgo el bien común. Ellos garantizan con su fuerza divina la paz sobre el mundo, conforme a una visión propia del “Antiguo Régimen”, que ha dominado de algún modo en todo Europa hasta la Revolución Francesa (y que después ha seguido perviviendo en muchos lugares, de diversas formas)

El poder eclesiástico lo concede el mismo Dios, por medio de Jesús, a sus vicarios sagrados en la tierra (Papa y Obispos), para promover y dirigir la Iglesia, que es una sociedad perfecta, que tiene la misión de ofrecer a los hombres los medios de la salvación sobrenatural. La Iglesia se concibe a sí misma como portadora de un poder que ella ejerce al lado y sobre los restantes poderes de la tierra. Ciertamente, debe mantenerse en un nivel espiritual, dejando que los reyes y gobernantes tengan autonomía para los asuntos temporales. Pero, a fin de mantener su dignidad e independencia, es bueno que la Iglesia reciba una situación privilegiada dentro del conjunto social, para velar con su autoridad moral y espiritual sobre el Estado, ofreciéndole orientaciones, que son vinculantes en conciencia.

Esta doctrina de los dos poderes que, como sabemos, ha sido superada ya de hecho con la Reforma protestante y la Ilustración racional, ha venido influyendo en el Magisterio Católico, casi hasta la actualidad, de manera que su influjo puede rastrearse incluso en algunos documentos eclesiásticos recientes. Residuos de esta postura pueden encontrarse incluso en un documento tan matizado como es la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española (CEE) contra el terrorismo (22, XI, 2002), en su forma de entender la integridad y poder de los estados nacionales. [[ La Reforma Protestante superó de hecho, en su raíz, esta visión de los dos poderes, aunque los mismos protestantes no se dieran cuenta de ello. Para una visión del tema siguen siendo básicos los libros del actual obispo de Almeria, Mons. A. GONZÁLEZ MONTES, Iglesia, teología y Sociedad, Pontificia, Salamanca 1988; ID., Razón política de la fe cristiana: un estudio histórico-teológico de la hermenéutica política de la fe, Universidad Pontificia de Salamanca, 1976; Teología política contemporánea: historia y sistemas, Universidad Pontificia de Salamanca, 1995}}.
En esta línea, se suponía que, en el fondo, existen dos Vicarios de Dios en la tierra: uno es el Rey (para asuntos temporales), otro el Papa (y los obispos), para asuntos religiosos. En la base de doctrina está el convencimiento de que Dios se revela a través de un poder (de unos poderes), de tal forma que la paz se entiende como sometimiento a ellos.
Esa doctrina ha tenido dos consecuencias fundamentales. (1) Ha servido para afirmar el carácter secular del poder civil, que ha seguido llevando una aureola sagrada, pero que no aparece como representante único y supremo de Dios, de manera que no puede actuar de un modo absoluto. (2) Ha destacado la experiencia y tarea de un poder sagrado (eclesial), que desborda el nivel político, elevándose sobre la diversidad de los poderes estatales; de esa forma ha mostrado de un modo visible que la existencia de los hombres no se cierra en unos límites puramente temporales o políticas, sino que tiene una dimensión de trascendencia.

Un nuevo modelo de Iglesia y de Estado.

Pues bien, esta división tradicional de los dos poderes, que se fue gestando a lo largo de la Edad Media, entró muy pronto en crisis (al menos desde el siglo XVI) y ha quedado superada a través de un largo proceso que marca el surgimiento de la Edad Moderna y que ahora (después que ha transcurrido) puede condensarse en tres momentos, que nos ayudarán a descubrir el carácter específico de la construcción cristiana de la paz:

1. Divisiones Protestantes y Guerras de Religión. Esas divisiones y guerras han llenado casi dos siglos de historia de Europa (XVI y XVII) y han servido para mostrar que el cristianismo o, quizá mejor, las iglesias no pueden ni deben ejercer un poder político directo sobre los diversos pueblos. En ese contexto descubrimos que las iglesias han sido capaces de actuar como poder evangélico de paz sobre (o entre) los diversos estados que se han llamado cristianos. Al contrario, esos estados se han dividido y han luchado entre sí por causas religiosas o, mejor dicho, eclesiásticas.
Tanto católicos como protestantes han apelado a razones cristianas para luchar, presentándose como garantes del evangelio, pero es evidente que ni unos ni otros han sido evangélicos (aunque hayan tenido otros valores, que deben interpretarse desde la perspectiva de su tiempo). La Paz de Westfalia (1648) ratificó de hecho la independencia de los poderes estatales, que se sintieron capaces de actuar al margen de las iglesias, como representantes de una racionalidad cada vez más autónoma. [[Ciertamente, esos poderes han podido llamarse cristianos, pero no lo han sido. Toda la historia barroca de los Austrias germanos o hispanos y Borbones franceses, como representantes de Dios y promotores de cristiandad, resulta anacrónica, más que falsa: el tiempo de los reinos avalados por el Dios de Cristo ya había terminado. Desde aquel momento, todos los intentos de sacralización eclesiástica del poder civil quedan al margen de la marcha real de la historia, a pesar de que hayan seguido influyendo por siglos]].

2. Primera Ilustración: Estados Nacionales. Los reyes anteriores habían querido ser portadores de un poder divino (al lado de obispos y papas), pero ya no lo eran, como vino a mostrar de una manera teórica y práctica la Ilustración del XVIII y XIX. Los filósofos ilustrados, de Rousseau a Kant, mostraron que el poder proviene del consenso racional de los ciudadanos y así lo ratificaron las dos grandes revoluciones del final del siglo XVIII (de Estados Unidos y de Francia): los mismos pueblos aparecen como portadores de un poder autónomo, que proviene de su razón y/o voluntad, o de una divinidad general, que se expresa en la libertad racional de los ciudadanos y no por una iglesia.
De esa forma han ido surgiendo y avanzando los estados nacionales, portadores de una racionalidad autónoma, depositaria de la violencia legal, capaz de organizar la vida de los hombres (e incluso de matarles) en nombre de su ley ciudadana (sus símbolos son la guillotina o pena de muerte y la cárcel). Así aparecen como revelación o presencia de Dios en el mundo.

3. Segunda Ilustración, siglos XX y XXI: la unidad de la humanidad. Una Constitución mundial. Los estados nacionales, en su forma clásica, se encuentran hoy en crisis y no podrán ya presentarse más como portadores de racionalidad creadora, ni de violencia legal estricta. Ciertamente, en un sentido, ellos siguen existiendo, integrados en una gran organización de Naciones Unidas (ONU). Pero, en otro sentido, parecen ya un anacronismo, pues están dominados por un único Imperio militar (USA) y por un gran Mercado universal, que presentamos como sistema económico-administrativo, como seguiremos viendo en el próximo apartado.
Tomado en un sentido estricto, el cristianismo católico tenía que haber superado el esquema sacral de los estados, abriendo un espacio de comunicación universal, fundado en la Palabra personal de diálogo y en el Pan compartido. En vez de eso, ha terminado apoyando a los estados, como si ellos fueran portadores de un tipo de revelación divina. Pero la historia ha seguido otro camino, de manera que ha buscado y sigue buscando la manera de superar un tipo de estados divinizados. (1) El intento ha sido el marxismo, pero ha fracasado, por razones conocidas. (2) Otro, al parecer más duradero, es el sistema neo-liberal, que se impone sobre los estados antiguos, poniéndolos a su servicio; pero también parece condenado al fracaso, pues oprime a una mayoría de personas. (3) El tercero es el que iremos indicando en todo lo que sigue, buscando formas de comunicación igualitaria entre todos los hombres y mujeres de la tierra.

Superación de la doctrina de los dos poderes

La teoría clásica de los dos poderes (Iglesia y Estado) ha sido de hecho superada, de manera que no puede ponerse ya como base de ninguna doctrina religiosa o política , pues no responde al evangelio de Jesús ni a las condiciones actuales de la historia. Por eso, allí donde una doctrina eclesiástica parece apelar todavía a esa teoría, buscando el aval de los estados nacionales se está equivocando o se encuentra ya fuera de tiempo, porque el Estado no es el verdadero poder y porque (y esto es mucho más importante) la Iglesia no puede entenderse ya en claves de poder.
No hay dos poderes, porque sólo el Estado (o un tipo de Imperio-Mercado mundial) puede presentarse como institución de poder coactivo e imponerse sobre los hombres en forma de sistema (o de marginarles, si no lo aceptan). La iglesia no es Poder en esa perspectiva: no tiene jurisdicción para imponerse en nombre de Dios, pues Dios se expresa en formas de gratuidad y comunicación carismática, nunca de potestad o sistema. Por eso, allí donde los hombres buscan el Poder, no encuentran ni construyen ya una Iglesia, como signo evangélico de Dios, sino un Estado que tiende a convertirse en Imperio mundial. Allí donde algunos (aunque se digan cristiano) quieran mantener el orden social, empleando para ello el poder, con medios coactivos de ejército o cárcel, propaganda o policía, no pueden apelar Jesús ni a su iglesia, sino que están al servicio de Leviatán, monstruo mitológico de Hobbes.

Alabanza y riesgo del Estado como único poder absoluto

Hobbes pensaba que sólo un Estado fuerte puede ser garante de la paz militar y social sobre el mundo. Pero sabía también que el Poder que sostiene a ese Estado no se identifica con el verdadero Dios de las religiones (Yahvé judío, Padre de Jesús), sino con un tipo de Leviatán, monstruo ambivalente, con rasgos divinos y satánicos. De esa forma mostró que la paz político-militar no es el cielo mesiánico, sino expresión de un monstruo que triunfa e impone su dictado (monopolio de violencia), con la ayuda de Behemoth, otro monstruo gemelo, también bíblico, que representa la idolatría de un mercado que tiende a extenderse también sobre el mundo entero, imponiendo su dictado sobre hombres y pueblos concretos. [[HOBBES publico 1651 su famoso Leviatán, para fundar un estado sobre el poder divino del rey. En 1679 su Behemoth o Historia de las causas de las guerras civiles de Inglaterra, donde pone de relieve los motivos económicos de las luchas entre personas y pueblos]] Desde este fondo podemos trazar un diagnóstico que resulta, por lo menos, paradójico:

– Alabanza del Estado. El Estado ha querido ser una racionalización de las relaciones sociales, apareciendo así como expresión de la voluntad común (democracia) y como defensor de los derechos de los ciudadanos. Es normal que algunos filósofos como Hegel hayan concebido el Estado como encarnación de la “razón”, en el sentido abarcador de la palabra: en el plano jurídico y económico, educativo y social. En principio, el Estado moderno no impone sobre los ciudadanos ninguna religión o ideología, ninguna ética o concepción particular del mundo, pues eso lo deja en manos de ciudadanos o grupos particulares, que se vinculan ya por opciones y experiencia de tipo personal, que no pueden obtener el respaldo del un Estado, que se limita a regular el espacio de la racionalidad social, que puede imponerse en línea de ley (en clave de sistema). Por eso deja abiertos planos de libertad y gratuidad en los que pueden vincularse los grupos religiosos y otros grupos sociales, no en contra de la ley, pero fuera del campo directo de su influjo.

– Riesgo del Estado. Pero, de hecho, ese Estado ha ido creciendo, al menos de manera tendencial, con el deseo de ocupar todos los espacios de la vida humana. Así podemos hablar de dos monstruos. (1) El Monstruo-Estado quiere garantizar con su monopolio de violencia militar un tipo de orden o de libertad particular para el conjunto de los ciudadanos, que deben aceptarlo. (2) El Monstruo-Mercado quiere garantizar con su monopolio económico la libertad de producción, compra y venta de sus componentes. La unión de esos dos monstruos (Estado y Mercado) constituye de algún modo el tema clave de la modernidad. Significativamente, la mayor parte de los lectores de Hobbes han puesto de relieve la importancia de su Estado-Leviatán, tomando al Mercado-Behemoth como subordinado. Pero de hecho, en la historia de occidente, el Estado, como ente político y administrativo, ha venido a quedar al servicio del sistema liberal, es decir, de una libertad burguesa, propia del Mercado.
Ese estado dice ser neutral, dejando libertad de religión y de comercio a sus subordinados. Pero de hecho se ha venido a presentar como un “Estado-Dios”, divinizando no sólo su poder militar, sino su economía (Behemot). Por eso, la libertad y vida de los hombres ha terminado estando fácticamente vigilada por un tipo de imperio y dominada por una estructura de mercado en la que sólo pueden triunfar e imponerse los más poderosos.

Hobbes nos ha situado en el centro de una problemática que sigue abierta todavía: lo que él dijo apelando a dos mitos bíblicos (Leviatán y Behemoth) puede y debe interpretarse en forma racional. No podemos volver atrás, buscando un Estado Teocrático (que se considera representante de Dios). Tampoco podemos buscar un Estado Tutelado por la Iglesia (como parecía suponer el modelo de los dos poderes). Estamos llamados a buscar y destacar un nuevo tipo de Estado Civil, abierto al diálogo entre todos los hombres, un Estado que supone la superación de los estados nacionales e inter-nacionales de la actualidad, vinculados de hecho con un tipo de capitalismo.

Un tercer modelo de Estado. El Estado democrático universal.

El surgimiento del Estado Civil, de corte democrático, que ofrece unos espacios de diálogo en libertad para el conjunto de los ciudadanos, constituye una de las conquistas más significativas de la modernidad. Cada Estado de ese tipo, vinculado con otros semejantes (también democráticos), puede constituir el punto de partida de una visión liberal y comunitaria de la vida, sin imposiciones previas de mayorías o de minorías, en apertura hacia todos los pueblos de la tierra, sabiendo que todos los hombres y mujeres son “ciudadanos” iguales de un orden social que tiende a expandirse hacia todos los pueblos.
Lógicamente, el surgimiento y expansión de ese tipo de estados ha de ser efecto o consecuencia de un pacto entre todos los ciudadanos, es decir, de un compromiso libre entre personas. Entendido así, el Estado no puede estar sometido ni al imperio ni al dinero, sino que debe fundarse en la libertad y el diálogo entre todos los ciudadanos. (1) El Estado no puede ser un apéndice del Imperio: no se puede construir bajo la bajo imposición de unas exigencias militares, ni como consecuencia de una guerra. (2) El Estado no puede surgir por exigencia de un Mercado, que tiende a dictar su ley de compra-venta sobre todos. (3) El Estado no puede ser ni siquiera la expresión de una mayoría que impone su “consenso” sobre las minorías, sino que ha de expresarse y expandirse como espacio de encuentro universal, abierto a todos los hombres y mujeres de un determinado territorio, en diálogo con los hombres y mujeres de otros pueblos.
El tema está en saber si un Estado como ese, particular y universal, fundado en la ley y abierto a la gratuidad, puede expresarse y expandirse de hecho por medios militares, económicos o simplemente legales. (1) En la línea de Hobbes, el estado parecía sometido a un tipo de Leviatán militar (Bestia guerrera). (2) En la línea de Kant, que recogería algunos motivos del monstruo Behemot, el estado acabaría sometido a unos intereses mercantiles (Bestia económica). (3) Finalmente, en la línea de una mayoría de ilustrados, que pueden culminar en J. Habermas, el Estado se identifica con un tipo de consenso racional, que se ratifica en forma de ley, avalada por una constitución.

El Estado del futuro. Una Constitución democrática y universal

Esos han sido y siguen siendo los tres grandes riesgos del Estado, que puede acabar sometido a unos poderes militares, económicos o puramente legales (y a veces nacionalistas). Este problema, de la constitución de los estados (o del Estado mundial) sigue estando en el centro de gran parte de las controversias políticas y sociales de la actualidad. En esta campo, las iglesias cristianas tienen una larga historia de encuentros y desencuentres, en la línea de un constantinismo de derechas (defensa del orden establecido) o de un constantinismo de izquierdas (oposición al orden establecido).

[[Cf. F. J. HINKELAMMERT, Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión, DEI, San José de C.R. 1995; Id. Crítica de la razón utópica, DDB, Bilbao 2002; J. MO SUNG, Teología y economía, Nueva Utopía, Madrid 1996; Id., Deseo, mercado y religión, Sal Terrae, Santander 1999. En contra, F. FUKUYAMA, El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona 1992. Para una condena de la unión entre poder económico y militar en la modernidad, cf. R. PETRELLA, “Le Dieu du capital mondial”, en Où va Dieu?, Revue de l’Univ. de Bruxelles 1999, 1, 189-204.Pues bien, pienso que ha llegado el tiempo en que no puede defenderse ni una postura ni la otra}}..

¿Cómo habrá de ser el Estado del futuro, cómo podrá surgir? Es evidente que debemos superar los motivos puramente militares: queremos que el Estado no sea un apéndice al servicio del ejército y de la violencia guerrera. También debemos superar los motivos puramente mercantiles: no queremos un Estado al servicio de los intereses económicos, en línea de sistema. Más difícil resulta decidirse en relación con el consenso legal, en línea de consenso democrático (tal como lo proponen algunos racionalistas críticos como Habermas). En este caso, el estado no deriva del poder de las armas (de Leviatán), ni del poder del dinero (de Behemoth), sino del mismo diálogo constitucional de los ciudadanos. Este tercer modelo de Estado resulta esencial para construir la paz, pues no se funda en las armas, ni en el dinero, sino en diálogo social, en los argumentos. El problema será el ver si la pura racionalidad argumentativa resulta suficiente para unir en concordia a los hombres o si, para ello, es necesario buscar y desarrollar un nivel más alto de diálogo y concordia, superando el nivel de la ley, en claves de gozo compartido y de gratuidad. De ello seguiremos hablando en todo lo que sigue.
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