Domingo 3. 2. 08. Bienaventuranzas: un programa y camino de paz


Introducción
Las bienaventuranzas son la palabra central de Jesús y así queremos presentarlas una vez más, este domingo, como manifiesto y programa de dicha y paz. Nos olvidamos de sanciones y notas jerárquicas, de poderes y normas, de discusiones sobre jerarquías entre rligiones… Nos quedamos con las bienaventuranzas, en compañía de Jesús, con todos los que quieren ser dichosos.
Hay una primera versión de las bienaventuranzas en Lc 6,21-22. Pues bien, Mateo las ha interpretado desde el contexto general del mensaje y de la vida de Jesús, tal como lo vive su comunidad (hacia el 80 d. C.). Para convertirlas en una “lección de catequesis”, Mateo aumenta su número (hasta siete) y las presenta como programa de vida integral que vale no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres y mujeres que quieren ser fieles a la vida Desde ese fondo se entienden algunos cambios que el mismo Mateo (o su comunidad ) han introducido en el texto de Lucas y así las presentamos, como siete peldaños de una Escala de Paz, Via Pacis del Evangelio. Dejamos para otra ocasión la 8ª bienaventuranza (dichosos los perseguidos) porque se sitúa en un contexto diferente, de tipo mas confesional (perseguidos por mi causa).
Textos
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
1.Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
2.Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
3.Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
4.Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
5.Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
6.Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
7.Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo."
Comentario
(1) Dichosos los pobres de Espíritu (Mt 5, 3). Sólo pueden hablar de paz aquellos que asumen e instauran un camino de pobreza. En esa línea, Mateo dice pobres de espíritu donde Lc 6, 20 decía simplemente pobres. Con eso no ha negado la bienaventuranza de aquellos que son pobres por necesidad (cf. Mt 18, 1-14), pero ha querido destacar de un modo especial la opción por la pobreza, dentro de la Iglesia, pues sólo pueden construir activamente el Reino y hablar de paz aquellos que aceptan voluntariamente la pobreza (y no toman el camino de los ricos-saciados-satisfechos, que es propio del Imperio romano). En ese sentido, Mateo habla de los pobres de espíritu, esto es, de aquellos que, en vez optar por la riqueza, asumen voluntariamente un camino de pobreza, por solidaridad y por servicio a los demás, como Jesús, que, pudiendo haberse puesto al lado de los vencedores, se unió a los pobres, iniciando con ellos un camino de salvación (cf. 2 Cor 8, 9; Flp 2, 6-11). Esta bienaventuranza nos pone ante Jesús, el siervo que no grita, no se ensalza, no esclaviza (cf. Mt 12, 15.21), sino que inician un camino de solidaridad, que se abre al Reino desde la misma pobreza. Quien quiera ante todo hacerse rico no puede hablar de paz, pues miente cuando habla de ella. Donde se busca el dinero pueden lograrse otras cosas, pero nunca la paz, porque el dinero/capital oprime a los pobres y enciende la envidia de los ladrones (Mt 6, 19).
(2) Dichosos los que sufren (Mt 5, 4). Sólo aquellos que saben sufrir pueden ser constructores de paz. Lucas hablaba de los que lloran (hoi klaiontes), destacando más sólo el llanto externo, quizá no aceptado. Mateo, en cambio, dice hoi penthountes, término que parece referirse ya en concreto a los que “saben” sufrir, es decir, a los que aceptan el dolor, pudiendo así convertirlo en principio de vida fecunda. Ciertamente, podemos decir como Lucas, que son bienaventurados todos los que lloran, por la razón que fuere, sin distinguir la forma en que asumen o no su sufrimiento. Pero Mateo parece haber puesto de relieve el valor de maduración e incluso de revolución radical del sufrimiento. Los que no saben sufrir, los que no soportan el dolor, reaccionan con violencia, siendo capaces de matar a otros con tal de sentirse ellos seguros, satisfechos. En contra de eso, sólo aquellos que, quizá con miedo, saben aceptar el sufrimiento pueden ayudar a los demás, abriendo con ellos y para ellos un camino de vida. Quien no sabe sufrir termina siendo un dictador; quien hace sufrir a los demás (por hambre o terror, guerra o dictadura) no será jamás hombre de paz. Sólo aquellos que saben aceptar el sufrimiento, acompañando a los que sufren y sufriendo con ellos, pueden iniciar el camino del Reino de Dios y hacer la paz del evangelio. De la incapacidad de sufrir nace la violencia; los que saben padecer pueden ser pacíficos.
(3) Dichosos los mansos… (Mt 5, 5). Ésta es una bienaventuranza nueva, que Mateo o su iglesia han creado, siguiendo el testimonio de Jesús, que ha sido pobre y pequeño (sin poder económico o social), pero que ha sabido elevar y enriquecer a los pequeños, convirtiendo su pobreza en fuente de gracia y vida para muchos. Mansos son los que actúan sin imponerse, los que ayudan a los demás desde su pobreza. Así ha dicho Jesús: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumamos, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde…» (Mt 11, 28-29). Siendo pobre (manso, no violento), él puede acoger y ayudar a los pobres. Pues bien, esa bienaventuranza (tomada del Salmo 37, 11), expresa una experiencia radical, de tipo político: “los manos heredarán la tierra”, no al modo actual (por violencia), sino al modo de Dios: por herencia de gracia. Esta palabra (los mansos heredarán la tierra) abre una utopía de pacificación, que va en contra de todos los principios y tácticas de guerra. Sólo los mansos, los que renuncian a la imposición militar para “conquistar la tierra” podrán poseerla de verdad, pues la tierra no se conquista, sino que se recibe de aquellos que nos han precedido, para regalarla y compartirla con aquellos que nos sigan o esta a nuestro lado. La tierra que se conquista y somete por fuerza se vuelve un infierno de guerra y destrucción: cuanto más la dominemos más la estropeamos. Sólo los mansos podrán heredar y compartir la tierra. Los otros, los violentos, la destruyen y se destruyen a sí mismos.
(4) Dichosos los hambrientos de justicia (Mt 5, 6). En vez de hambrientos sin más (como Lc 6, 21), Mateo dice hambrientos y sedientos de justicia. Ciertamente, son Dichosos los carentes de comida, como supone Mt 25, 31-46 (pues el mismo Jesús habita y sufre en ellos), pero, como indica ese pasaje, Mateo sabe también que hay hambrientos mesiánicos, que entregan la vida por los otros, dando de comer a los necesitados, buscando así la justicia de Dios que es la liberación de los oprimidos (Antiguo Testamento) y la justificación y perdón de los pecadores (San Pablo). Esta bienaventuranza habla de los hambrientos creativos, de aquellos que habiendo descubierto la presencia de Dios en los necesitados se empeñan en ponerse a su servicio. Esos hambrientos son los verdaderos portadores de la justicia de Dios (cf. Mt 25, 37). Es evidente que entre ellos se sitúa Jesús, Mesías del reino (cf. Mt 6, 33). En este contexto se entiende su palabra: “no sólo de pan vive el hombre” (cf. Mt 4, 4), sino también de hambre de justicia. Sólo a través de esta justicia, que es la liberación de los pobres, se puede hacer la paz.
(5) Dichosos los misericordiosos (Mt 5, 7). Ellos aparecen vinculados al Dios de Israel, a quien la Escritura presenta como «clemente y misericordioso, lento a la ira…» (Ex 34, 6-7). La fe en ese Dios misericordioso y clemente ha definido y marcado la historia de Israel, viniendo a culminar, según el evangelio, en Jesús de Nazaret, a quien Mateo ha definido, de un modo muy intenso, como Mesías misericordioso, Hijo de David que tiene piedad de los perdidos y excluidos (cf. Mt 9, 27; 25, 22; 20, 30-31). Desde ese fondo expone Jesús su novedad mesiánica, según el mensaje de Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9, 13; 12,17; cf. Os 6, 6). Eso significa que la religión (sacrificio) de Jesús es la misericordia (es decir, la negación de sacrificio para los demás). Éste es el sacrificio que Jesús pide a los suyos: que sean misericordiosos, capaces de compartir la vida con los otros, creando así la paz. Desde ese fondo, la religión se hace política y la política se hace “misericordia”, dirigida por la ternura y el amor gratuito, y no por la dureza de la ley implacable o la venganza. Ésta es la dicha más honda de Jesús, su felicidad mesiánica: compartir desde el corazón la suerte de los pobres, ayudar a los necesitados. Ésta es la nota fundante del evangelio, el principio de la política cristiana: la misericordia que hace felices a los hombres y crea la paz.
(6) Dichosos los limpios de corazón (Mt 5, 8). Un tipo de judaísmo bastante extendido en tiempos de Jesús tenía miedo de aquello que mancha al hombre y puede separarle de la santidad de Dios. A su juicio, la limpieza básica se logra través de la ley: es pureza de manos que se lavan según rito, observancia que se cumple, según lo mandado, en vestidos y comidas etc. Es religión de normas exteriores (prestigios nacionales o sociales, insignias, banderas...). Pues bien, en contra de esa pureza de ley, al servicio de los fuertes (piadosos y cumplidores), ha destacado Jesús la pureza del corazón que se abre en forma solidaria a todos, especialmente a los expulsados del sistema. El mensaje de Jesús, tal como se vive en la Iglesia de Mateo, nos lleva a superar un sistema de purezas muy centrado en manchas de la piel, en rituales sabáticos (cf. Mc 1, 4-0-45; 2, 23-3, 6) y en tabúes de sangre y sexo (cf. Mc 5), de pureza externa y de comidas (cf. Mc 7). Jesús quiso ofrecer a sus amigos y seguidores el camino de pureza del corazón misericordioso, que se abre a los necesitados, por encima de toda ley o patria particular (de tipo político o religioso), pues su patria (su nación o iglesia) es la misericordia universal, desde los más pobres. Sólo así se inicia un camino de paz, pues los limpios de corazón no sólo “verán a Dios” (en el futuro), sino que pueden mirar ya a los demás (incluso a los enemigos) con los ojos de Dios. El limpio de corazón no hará la guerra contra otros, pues no le verá jamás como enemigos, sino como personas.
(7) Dichosos los constructores de paz (Mt 5, 9). Otros tipos de judaísmo podían tener sus propios bienaventurados: guerreros de Dios que conquistan un reino (celotas), buenos sacerdotes con su ritual de sacrificios, cumplidores de la ley… (en línea farisea). Pues bien, para Jesús, judío mesiánico, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los hombres son capaces de “hacer” (poiein) la paz del Reino, regalando generosamente la vida a los demás. De los pobres de la primera a los pacificadores de la séptima bienaventuranza discurre así un camino recto, la Via Pacis de la plenitud mesiánica, que se opone no sólo a otras formas particulares de judaísmo, sino al ideal de victoria del imperio romano. Aquí culmina el mensaje de Jesús, aquí se condensa su proyecto, centrado en el surgimiento de unos hombres y mujeres que sean hacedores de paz (eirenopoioi), término que, como ya es costumbre, hemos traducido en mejor castellano por constructores de paz. Estos hacedores de paz son los “portadores” de la victoria de Jesús, que no es victoria contra nadie, ni imposición sobre ninguno (como en el imperio romano), sino victoria de la paz para todos, empezando por los pobres, los hambrientos, los mansos .
Estos constructores de paz (no constructores de una Iglesia determinada) sólo pueden aparecer claramente al final del despliegue de las bienaventuranzas que empieza con los pobres y continúa con los sufridos y los mansos etc. La verdadera paz viene de abajo, desde el perdón de los más pobres, a través de aquellos que van suscitando comunidades de personas que se aman y se abren en misericordia activa hacia todo el mundo. En ese sentido, la tradición cristiana dirá que el pacificador por excelencia ha sido Cristo (él es nuestra paz: Ef 2, 14-15), pues ha querido reunir con su gesto de entrega no violenta a todos los hombres.
Éste proyecto y propuesta de las bienaventuranzas, que ha empezado en los pobres y culmina en los pacificadores, implica una gran ruptura, como decía Mc 13, 12 y como confirma Mateo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra. No he venido para traer paz, sino espada. Porque yo he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra” (Mt 10, 34-35). La paz de Jesús rompe un tipo de vinculaciones impositivas (de tipo familiar o social), propias de los privilegiados del sistema, para abrirse a todos los hombres y mujeres, desde los más pobres, reuniéndoles en la gran familia de los hijos de Dios .
Apéndice: Catecismo de la Iglesia Católica:
1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21. 23); la entrada en el Descanso de Dios (Hb 4, 7-11):
Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22, 30).
1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1, 4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.
1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, ‘nadie verá a Dios y seguirá viviendo’, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios... ‘porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios’. (S. Ireneo, haer. 4, 20, 5).
1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje ‘instintivo’ la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración. (Newman, mix. 5, sobre la santidad).
1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).