Eros que es Dios, marea universal (Fernando)

Fernando
El Eros de Dios -o lo que entendemos como Agape donativo- no es otra cosa que el proceso de ponerse en el lugar del otro (Alberoni) a través de los recursos que dispone su posible realidad en tanto singularización. Y entiendo también que el Agape, si lo contemplamos en sentido verdaderamente anselmiano, es un director (de ‘dirigir’ o ‘lanzar’) hacia lo grande de Dios que es más que la cúpula de las palabras montadas en estructura.
Pues bien, el Eros como marea universal, como instinto conativo hacia el Todo donde la vida arriba en la unión/extinción, no es en sí ajena a la Cáritas, pues también ésta es Eros. Lo que hace la Cáritas es otorgarle extensión hacia el Grandor, hacia esa inmensidad que se balancea en la cuerda de las palabras y los gestos ordinarios y extraordinarios.
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Un Agape que no se asienta ya en el orden ajustado de circularidad colindante (ad Unum in pluribus), pues la Encarnación –extensión eucarística- revela la Erótica esencial que se finitiza en cada cual (in singulos ad pluribum). Hay pasión, tensión, incluso desbordamiento sexual, pero también cotidianidad, silencio, fracaso, aburrimiento. ¿Un Eros aguado? Y yo me pregunto, ¿acaso el Eros real –y no solamente filosófico o literario- está exento del ruido existencial, de sus concesiones y resistencias? Hacerse cada cual es la Erótica de Dios, plena de hechos, historias, circunstancias, gestos, a pesar de que sólo veamos multitudes en panes y peces entregados. Y las extrañas junturas y desmarques que articulan los instantes y los lugares, unas veces no coincidentes ni sinérgicos, otras gozosos y tristes, llenos de ocios y negocios, también terribles, rondan por las cuerdas y grumos de Dios enigma de cada cosa. Eso es el Eros divino.
Un enigma que no se disuelve, ni se abruma, ni se jerarquiza en cualquier algo o en todo alguien, aunque lo descubramos inteligible como sentir cristiano en el tensor cristológico.
Un Logos que se ha explicado desde el lado del Padre (Jn 1,18) a través de las cosas encomendadas en la paradosis de Mt 11,27, que a su vez coordinan por su carácter revelador a partir del movimiento del ‘permanecer’ de Jn 15,5-11 (menô). Esta convergencia cristológica admite, es verdad, un sentido de cierre como ámbito que separa el fuera del dentro. Hay un conocimiento privativo cuya trama en movimiento llama al fruto permanecedor (karpòs hymôn ménê: Jn 15,16). Jesús habla de sí como carga suave tras afirmar que nadie (oudeis # tis) conoce al Hijo sino el Padre, y el Padre sino el Hijo y a quienes él decida revelarlo. Por eso la labor del Reino, su vocero y las ‘cosas del Padre’ (parà tou Patrós: Jn 15,15), le pertenecen en exclusividad.
Mas le pertenecen abiertas como un equipaje (phortíon) que es inaparente (tapeinos), cordial (kardía), utilizable (chrestòs) y no molesto (elaphrón) [Mt 11,29-30]. Para Jesús, el Reino llega a ser también inteligible cuando su vocero o voceros pueden decir «aquí hallareis descanso» (Anapausis: Mt 11,29). El Padre, el Reino y todo lo que supone no son una tragedia, un dolor o una desdicha. Por el contrario, son portables o no esclavizables -pues un yugo no se podía tomar, sólo imponer (‘arate ton zygón’: v.29)-, o diríamos más bien ‘aéreos’, lejos de la apática ingravidez del viejo “Consulo quieti meae”. La acción de ese fruto que permanece no es esa obra cerrada que descansa en sí como el arranque neoplatónico, sino que es cosa portable (otra acepción de ‘Evangelio’), un estar ligero en el Grandor que permanece en tanto se desplaza o corre sobre su estadio consecuente o descanso (anapausis) QUE ES CADA UNO (tis).
Y entiendo que ese estadio que tira de nosotros es el Eros esencial de Dios -movilidad permaneciente y permanencia movible-, hacia su Anapausis en cualquier algo o alguien (ti - tis) llevadero, cordial y de provecho, pues el Padre es más grande (Jn 14,28). El descanso de la permanencia es a su modo viveza de pasión, no Eros de gravedad, que acaba en cada singularidad y se enfrenta a su hechura de cosas ordinarias y extraordinarias, dulces y amargas. Y esta singularidad tira enigmáticamente de toda la estructura posible y no al revés, como un simple proceso intradivino. Un Eros que obliga a interpretar que lo en verdad eucarístico es permaneciente (comestible) porque antes es portable por cualquiera (ligero).
Todo esto es explicación de aquello que Jesús dice en Jn 15,14: todo lo que sabe del Padre ha sido dicho a los que él llama amigos. Una elección de amigos que lleva en sí y de por sí el fruto que permanece.
Lo que permanece y es movible articula el amor estudioso. Por decirlo de algún modo, el Eros clásico -y poético- de unión atractiva entre sujeto-objeto, tenía ante sí la tarea de inspirar un sentido de atención e importancia hacia las cosas por densidad (el «todo está lleno de dioses» de Tales). Quien atiende a las cosas, se siente atraído por ellas y las valora en su importancia. Lo contrario es, sin duda, el indiferentismo.
El Eros nuevo expresado en Jesús no elimina esta dinámica sino que ofrece a esta atención e importancia atractivas la expectativa de un resalte (~ bienaventurados). Y aquí está el problema: ¿cómo cuadra ese sentido general de importancia dado el todo atractor en sí y la dirección provocada hacia cada singularidad de por sí?
Y aquí debo parar, querido Xabier. Tardaré algún tiempo en volver, pues lo que viene después es más difícil, ya que hablo de pianistas y francotiradores. Abrazos.
