Habemus Papam 1. El principio del Papado

Hace diez años, cuando empezaba el declive imparable de Juan Pablo II, José Manuel L. Vidal, director de RD, escribió un libro de fondo sobre el sentido, actualidad y cincustancias del Papado: Habemus Papam: de Juan Pablo II al Papa del Olivo (editorial Foca, Madrid 2003, 448 págs.). El mismo J. M. Vidal podrá retomar, si quiere, aquel argumento, que mantiene todo su valor ahora, pasados diez años, porque las circunstancias siguen y los problemas que allí se detectaban no se han solucionado, sino que han crecido.

J. M. Vidal me hizo entonces el honor de pedirme un epílogo de tipo bíblico, histórico y teológico, tarea que cumplí con gusto, redactando un texto largo, que no quiero ni puedo retomar en su totalidad. Pero he pensado que será bueno presentar su argumento central, porque también en mi campo los temas siguen donde estaban.

Es esta postal y en otras dos que seguirán presentaré algunos rasgos del origen e historia del papado… pues quien no recuerda la historia está condenado a repetir sus errores.

Introducción

Papa significa simplemente padre (del griego pappas). Este era el nombre con el que afectuosamente se llamaba, al menos desde el siglo III d. C., a las autoridades eclesiásticas cristianas, como se hace todavía en oriente, donde abades (=padres) y presbíteros (=ancianos) son papas. Una palabra semejante se ha empleado en casi todo el mundo cristiano, especialmente en América Latina, donde los presbíteros son padres, padrecitos, esto es, papas.

Este título se atribuyó, en sentido más restringido, al patriarca de Alejandría, que se llamaba por excelencia Papa. A partir del siglo IV se aplicó también al obispo de Roma y después se convirtió, hasta el día de hoy, en su apodo y tratamiento más conocido. Por eso, cuando ahora decimos “Papa” pensamos, en Benedicto XVI, que ha sido obispo de Roma (Padre Santo, Vicario de Cristo, Patriarca de la Iglesia occidental); y cuando decimos “papado” nos referimos a la institución religiosa y social que él encarna.

Jesús encargó una tarea a Pedro, pero no le hizo papa en sentido moderno

Fue un profeta galileo, hombre de pueblo, en contacto directo con los aldeanos y los excluidos (enfermos y locos, impuros y niños) de una sociedad amenazada, que parecía al borde de la muerte, bajo la amenaza de un imperio implacable y el silencio de un Dios que parecía secuestrado por los jerarcas del templo. Pues bien, como portavoz de los derechos de esos pobres, subió a Jerusalén, capital de los sacerdotes de Israel, para anunciar su mensaje y presentar su causa ante el Gran Sanedrín o Consejo Central de su pueblo, integrado también por ancianos-senadores y escribas.

Subió sin armas, pero los sacerdotes, que habían secuestrado al Dios del Templo, tuvieron miedo y le acusaron ante Poncio Pilato, representante del imperio romano, pensando que así, condenándole a muerte, acallaban su voz y destruían su utopía mesiánica, que era peligrosa por igualitaria y universal. De esa forma murió como un proscrito, rechazado por la ley sagrada del Sumo Sacerdote del Templo, crucificado por el representante del imperio augusto de Roma, al lado de otros dos proscritos, bandidos sociales o “terroristas” políticos.

Primeros años: 30-70 d.C. Varios grupos

Los poderes establecidos condenaron a Jesús, pensando que con eso acallaban su movimiento de disidencia y ruptura, y le arrojaron fuera del sistema, como a piedra que no cabe para la gran construcción humana. Pero él tenía unos amigos y había iniciado con ellos un camino distinto de comunión y unidad desde los pobres; su mensaje de Reino y su conducta solidaria habían sembrado una semilla de universalidad que esos amigos iban a reasumir, poniendo en marcha su movimiento católico de comunión humana; Jesús, la piedra desechada, pudo convertirse así en cimiento y cabeza de ángulo donde se funda y culmina la humanidad reconciliada (cf. Marcos 12, 1-12).

Lo que llamamos iglesia se formó a partir de varias líneas o tendencias convergentes, asentadas sobre el recuerdo y presencia impulsora de Jesús crucificado, de quien decían que se hallaba vivo, que había resucitado. Como luz que se difracta a través de un cristal y se expande en un arco iris de colores, así la memoria pascual de Jesús crucificado se expresó en diversas comunidades que, de formas distintas pero convergentes, expandieron su mensaje y movimiento, al servicio del Reino de Dios, es decir, de la unificación de los hombres y mujeres a partir de los más pobres.


Hubo pues Iglesia sin haber Papado, en el sentido actual. Pedro ejerció en la primera iglesia una función muy importante, que se puede reinterpretar en forma de Papado (como ha hecho la Iglesia católica), pero también de otras maneras no papales, como hacen los ortodoxos y los protestantes, que quieren ser también fieles al proyecto de Jesús y a la herencia de Pedro.


Consolidación

Entre el 70 y el 150 ó 180 d. C. los cristianos no tienen Papa, ni obispos, ni presbíteros en el sentido posterior. No poseen una organización unitaria, ni Derecho Canónico, ni instituciones propias, ni medios económicos significativos. Pero tienen y son algo que es mucho más grande y que ha sido capaz de recrear la historia en occidente: Son comunidades donde se cultiva la experiencia del amor de Jesús (amor a Dios, amor mutuo), que les capacita para iniciar y recorrer, de formas convergentes, la gran travesía del evangelio, al servicio de la nueva Humanidad, es decir, de la reunión y salvación de todos los pueblos, sabiendo siempre que el “fin” esta cerca, que no se puede absolutizar ninguna estructura social cerrada en sí misma.

Estas iglesias se hallaban vinculadas por una gran experiencia (el evangelio de Jesús) y por un deseo de compartir su riqueza humana y espiritual, comunicándose unas a otras sus hallazgos y valores. Las iglesias emergen así como un proyecto multi-focal, que puede vincularse al proyecto del resto del judaísmo; pero ellas se vinculan cada vez más con las realidades y valores (y los desvalores) de su entorno helenistas y romano, dejándose así transformar, como seguiremos viendo.

Esta primera Iglesia, hasta finales del siglo II d. C. no estuvo unida en torno al Papa. La figura del Papa posterior será importante (y a mi juicio debe mantenerse), pero al principio hubo Iglesia sin Papa, en el sentido actual.

Algo nuevo, los Obispos (especialmente en Roma)



Los fundadores de la iglesia de Roma parecen haber sido judío-cristianos helenistas, que se establecieron allí en una época muy temprana, siendo ya ocasión de que surgieran tumultos en tiempos del emperador Claudio (en torno al 49 d. C. Cf. Suetonio, Claudius 25; Dion Casio, Historia 60, 6, 6). Más tarde, hacia el 60, llegaran Pablo y Pedro, que, conforme al testimonio unánime y fiable de la tradición, fueron condenados a muerte, dejando su recuerdo y la memoria de su obra en la capital del imperio. Al principio, la comunidad o comunidades de Roma contaron con una administración de tipo presbiteral, conforme al esquema o modelo básico de las sinagogas judías, en las que un consejo de “notables” (presbíteros, ancianos) dirigía las asambleas y resolvía el conjunto de los temas económicos, sociales y religiosos de sus miembros.

Otras comunidades, sobre todo en Siria, fueron introduciendo en época anterior, quizá al comienzo del siglo II, un modelo de organización monárquica, elevando al Obispo o supervisor sobre el consejo de presbíteros. Pero Roma prefirió mantener una administración colegiada, de manera que no hubo en ella necesidad de obispos.

Por eso, en contra de lo que suele decirse, ni Pedro fue el primer obispo de Roma, ni mucho menos Pablo; ni ellos dejaron en la comunidad unos sucesores con autoridad episcopal. Durante más de un siglo, la organización de la iglesia, de base fuertemente judía, siguió siendo presbiteral: estaba regida por un grupo de ancianos, algunos de los cuales tenían misiones especiales (como pueden ser Lino, Clemente o Evaristo).


Sólo en la segunda mitad siglo II, sin crisis interior, quizá por la misma presión de las circunstancias, reflejando un movimiento que se iba haciendo común en casi todas las iglesias del imperio, la comunidad de Roma asumió una estructura monárquica, es decir, episcopal, que ha durado hasta el día de hoy. De esa forma, ellas y las restantes iglesias cristianos, ampliaron su ruptura respecto al judaísmo nacional, que siguió y sigue manteniendo un gobierno colegiado, sin obispos o “monarcas” religiosos.

La iglesia de Roma (con el conjunto de las iglesias católicas) asumió así una estructura monárquica y jerárquica, de tipo administrativo (no carismático), en la línea del pensamiento griego y de la administración imperial, como hemos indicado.

Una vez que se dio ese paso, a partir del siglo III, los obispos de Roma pudieron aparecer como interlocutores ante el conjunto de la sociedad civil. Al mismo tiempo, ellos empiezan a referirse a Pedro como a fundador y primera cabeza de la iglesia romana, tendiendo a poner a Pablo en un segundo plano. En ese contexto, ellos podrán asumir más tarde una serie de funciones sociales y sagradas que estaban vinculadas al menos simbólicamente a la figura del Emperador, que era también Sumo Pontífice o Sacerdote Máximo de Roma y del Imperio.


Avanzando en esa línea, los obispos (y en especial el de Roma) tomaron poderes y honores que no forman parte de la experiencia original cristiana, sino que provienen de una visión parcial de los Sumos Sacerdotes del Templo de Jerusalén) o del paganismo romano.

El Papa aparece así como Sumo Pontífice, como mediador o hacedor de puentes, Pontifex Maximus, entre los hombres y Dios. El cambio oficial no se dio hasta el año 375 (en que el emperador Graciano renunció al título, que fue asumido por el Papa), pero ya antes los papas habían empezado a tomar como propios los signos militares y sagrados del Emperador-Sacerdote imperial, presentándose como garantes de la unión entre Dios y los hombres, en Roma, centro del mundo. Desde ese fondo se entienden los momentos siguientes de esta historia de ascenso del papado, en línea de poder social, no de evangelio.


Resumen y nuevo esquema (para precisar lo anterior, con algunas repeticiones)

1. Los Doce apóstoles y Pedro. Jesús instituyó Doce mensajeros para preparar la llegada del «Reino de Dios» en las doce tribus de Israel. Tras la muerte de Jesús, ellos permanecieron en Jerusalén, esperando la conversión de los judíos y la llegada del Reino; pero no llegó como esperaban, ni los judíos en conjunto se convirtieron, de manera que perdieron su función. Pero mientras los Doce fracasaban, algunos cristianos nuevos, llamados helenistas, empezaron a extender el evangelio a los gentiles de cultura siria o griega; partiendo de ellos se extendió Iglesia a todo el mundo.

Pues bien, Pablo, uno de esos helenistas universales, afirma que el «fracaso» de los Doce fue providencial (cf. Rom 9-11), pues permitió que la Iglesia rompiera el modelo cerrado del judaísmo nacional. Más aún, Pedro, que había sido compañero de Jesús, el primero de los Doce, aceptó y ratificó ese cambio, de manera que la tradición ha podido presentarle como roca o fundamento de la iglesia universal (cf. Mt 16, 17-19). En esa línea, los cristianos posteriores reinterpretaron (invirtieron) la función de los Doce (ya desaparecidos), haciéndoles apóstoles universales. Surgió así la hermosísima "leyenda” donde se añade que los Doce, con Pedro a la cabeza, consagraron para sucederles a los obispos. Ni los Doce fueron apóstoles universales, ni los obispos sus sucesores estrictos; pero la historia no es como fue, sino como se cuenta.

Pues bien, el «cambio» de Pedro no es leyenda, sino historia esencial. Tras mantenerse un tiempo en Jerusalén con los Doce, él se «convirtió» y asumió la misión universal, al lado de Pablo (cf. Gal 2, 8). Dejó Jerusalén y fue primero a Siria (Antioquia: cf. Hech 12, 17 y Gal 2, 11) y después llegó a Roma donde vino también Pablo. Los dos esperaban el Reino de Dios para todos los pueblos, pero fueron acusados de causar disturbios y ejecutados. Roma era entonces signo de universalidad y tanto Pedro como Pablo eran universalistas. Entretanto, en Jerusalén había quedado Santiago, hermano de Jesús, defensor de un cristianismo judío, pero también él fue asesinado por un Sumo Sacerdote celoso, en torno al 62 d. C.


2. Roma, una iglesia sin obispo-papa. Los fundadores de su iglesia no fueron Pedro o Pablo, sino algunos judeo-cristianos helenistas que llegaron en época temprana, ocasionando tumultos en tiempo de Claudio (el 49 d. C.). Más tarde, hacia el 60, llegaran Pablo y Pedro, que misionaron y fueron condenados a muerte (hacia el 64), dejando el recuerdo de su vida y obra. Por entonces la comunidad o comunidades tenían una administración presbiteral, conforme al modelo de las sinagogas, donde un consejo de “notables” (ancianos) dirigía la asamblea.

Otras comunidades habían ido introduciendo el modelo monárquico, con un Obispo o supervisor, como presidente, sobre los presbíteros. Pero Roma prefirió seguir la tradición. Por eso, contra lo que suele decirse, ni Pedro fue el obispo de Roma, ni dejó unos sucesores obispos. Durante más de un siglo, la iglesia siguió dirigida por un grupo de ancianos, entre los que han podido sobresalir Lino, Clemente o Evaristo (a quienes después llamarán papas).


Sólo en la segunda mitad siglo II, de manera general, las iglesias asumieron una estructura monárquica, que dura hasta hoy. Con ese cambio, ellas marcaron su distancia respecto al judaísmo rabínico, que mantuvo un gobierno colegiado. Pero los judíos rabínicos se aislaron, formando un grupo nacional, mientras los cristianos episcopales pudieron abrir su evangelio a todos los estratos de la sociedad. Dado ese paso, los obispos de Roma pudieron presentarse como interlocutores ante la sociedad civil y apelar a Pedro como a fundador y primer obispo.

3. Roma, una iglesia con obispo. Junto a otros factores (recuerdo del sumo sacerdocio israelita, filosofía jerárquica helenista, genio político romano) en el surgimiento y despliegue de los obispos influyó la exigencia de mantener la visibilidad y el carácter social de la iglesia, frente al riesgo gnóstico, de disolución intimista. Por lógica interior, el cristianismo debería haberse convertido en un conjunto de agrupaciones espiritualistas, como tantas otras, que desaparecieron pronto. Pues bien, en contra de eso, las iglesias se unificaron y fortalecieron en torno a sus obispos, trazando, para justificar ese cambio, unas genealogías o listas de "obispos" que se habrían mantenido fieles desde los apóstoles, especialmente en Roma, que empezó a ser para muchos el punto de referencia de la identidad cristiana.

Entre los partidarios del cambio está Hegesipo, un oriental que vino a Roma para buscar su lista seguida de obispos (Cf. Eusebio de Cesarea: Historia Eclesiástica, II, 23, 4-8 etc). Hacia el año 180, Ireneo de Lyon ofrece también una lista de "obispos de Roma" como garantes de la tradición cristiana, pues «en ella se ha conservado siempre, para todos los hombres, la tradición de los apóstoles» (Adversus haereses, III, 3, 2). De esa forma proyectaron hacia el principio la estructura y las instituciones posteriores de la iglesia, defendiendo su carácter social y jerárquico.

Esta "invención" de los obispos fue providencial para la iglesia posterior. Pero entre el comienzo de las comunidades (hacia el año 40-60) hasta el establecimiento del episcopado estable (hacia el 160/180) quedan más de cien años de iglesia esencial, a los que tienen que volver los cristianos, para conocer su identidad. Hubo una Iglesia sin papa personal, de forma que la herencia y tarea de Pedro puedo expresarse de otra forma.


La iglesia episcopal y jerárquica pudo pactar después con el imperio romano, de manera que el obispo de Roma será, en clave cristiana, lo más parecido al emperador como sabe el Cronógrafo romano (siglo IV) y ratifica más tarde la donación apócrifa pero canónicamente esencial de Constantino. Ese proceso de "concentración" administrativa resulta lógico y se ha dado en muchos movimientos políticos y sociales,que pasan de un régimen colegiado y carismático a la concentración de poder que posibilita la pervivencia del grupo.


4. El Papa, obispo de Roma. En el proceso anterior ha tenido una importancia esencial el obispo de Roma (llamado Papa, padrecito), porque dirige la iglesia de capital del imperio y porque apela al recuerdo de Pedro (interpretando jerárquicamente las palabras de Mt 16,17-19). A lo largo de todo el primer milenio (como manda Hipólito, Tradición Apostólica), la iglesia de Roma elegía a su Papa-obispo con la «participación de todo el pueblo», lo mismo que las otras.

El Papa se ha convertido en una figura importante para la iglesia... pero no forma parte del mensaje del Nuevo Testamento, ni del Credo de la Iglesia (ni del grande ni del pequeño). El Papa es hoy, de hecho, muy importante, pero viene en un segundo momento. No forma parte de la esencia de la Iglesia.


5. Nuevo Papa, un camino abierto. Roma empezó siendo una iglesia hermana de las otras iglesias (y así lo sigue siendo para los ortodoxos), pero después creció su poder, por prestigio y por político.

No se puede olvidar el prestigio: entre el siglo II y el siglo IV, la iglesia romana vivió una experiencia fascinante de identificación interior y organización social que le permitió superar "herejías" (de Marción o Valentín) y mantenerse firme ante el imperio.

Su obispo fue tomando cada vez más autoridad, de manera que los cristianos de diversas partes (especialmente los de lengua latina) acudían a Roma, pidiendo consejo y buscando solución para sus problemas. Más tarde, entre el siglo VI y el IX, la iglesia romana dirigió el proceso de cristianización de occidente, viniendo a presentarse como gran poder moral de Europa.


Ha sido un poder positivo y discutido (ruptura con los ortodoxos, lucha por las investiduras y cruzadas, Reforma protestante y guerras de religión...), pero ha configurado nuestra historia. Somos lo que somos porque el papado ha existido y ha trasmitido junto al cristianismo los valores de la cultura helenista y romana. Pero nos parece que su tiempo «tradicional» ha terminado.

Ha terminado un tiempo de Papado. Por eso, para que el Papado siga existiendo (si así lo quiere la Iglesia) debe actualizar su función, a partir de tres fuentes:

-- La experiencia del NT (donde no hay Papa, pero Pedro realiza una función importante, al lado de Pedro y de otros discípulos):
-- La experiencia de la historia cristiana, que ha expresado su Unidad en torno al Papa (con sus valores y riesgos), interpretando en esa línea varios textos bíblicos, en especial Mt 16
-- La problemática actual de la cristianidad, tanto en línea ecuménica como de misión cristiana.


Por eso, ahora, pasados 1600 años, tras una historia gloriosa y tensa, el Papado debe replantear su origen, sentido y tarea cristiana, desde los principios del Evangelio. El tema no es elegir un nuevo Papa bueno, sino recrear el Evangelio, desde sus principios, en línea de gratuidad, de universalidad, de misterio y fraternidad.

En ese contexto se sitúa la renuncia de Benedicto XVI (con él parece despedirse y acabar un tipo de papado)... Desde ese fondo ha de entenderse el próximo cónclave.

Es muy posible que la iglesia católica quiera mantener y mantenga la figura del Papa, y yo abogo por ello, desde Mt 16 y desde una lectura crítica de la Historia, pero el Papado que asumir unos cambios radicales, por fidelidad a sí misma y al mensaje de Jesús.

Este será uno de los últimos cónclaves al estilo del segundo milenio, ya acabado, pero todavía presente, por la forma de ser de la Iglesia católica, que sigue anclada en unas estructuras medievales (propias de la Reforma Gregoriana) y postridentinas (propias del Papa Sixto V (con la organización del Vaticano: 1588).

Es muy posible que dentro de poco los papas vuelvan a ser, como en el primer milenio, obispos de Roma, elegidos por sus comunidades, realizando una función de comunión entre las Iglesia, no de dirección centralizada, sobre el conjunto de la cristiandad.

Tendrán que volver a ganar su autoridad a pulso, por su propio testimonio, si quieren seguir existiendo. Pero con eso empezará una historia distinta... y de ella seguiré hablando, Dios mediante, en las próximas postales.


Para el tema bíblico: Cf.
Aguirre, R., Del movimiento de Jesús a la iglesia cristiana, Verbo Divino, Estella, 1998); Id. (ed.), Pedro en la Iglesia primitiva, Verbo Divino, Estella 1990;
Brown, R. E. y Meier, J. P., Antioch and Rome. NT Cradles of Catholic Christianity, Chapman, London 1993;
Cullmann, O., San Pedro, Ediciones 62, Madrid 1967; Delorme, J. (ed.), El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Cristiandad , Madrid 1975;
Köster, H., Introducción al Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1988;
Lohfink, G., La Iglesia que Jesús quería, DDB, Bilbao 1986;
MacDonald, M. Y., Las comunidades paulinas, Sígueme, Salamanca 1994; Meeks, W. A., Los primeros cristianos urbanos, Sígueme, Salamanca 1988;
Schenke, L., La comunidad primitiva, Sígueme, Salamanca 1999;
Theissen, G., La religión de los primeros cristianos, Sígueme, Salamanca 2002;
Vanhoye, A., Sacerdotes antiguos, Sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1998;
Vouga, F., Los primeros pasos del cristianismo. Escritos, protagonistas, debates, EVD, Estella 2001.

Para la historia posterior de las comunidades, cf.
Alvarez Gómez, J., Manual de Historia de la Iglesia, Claretianas, Madrid 1995;
Brox, N., Historia de la Iglesia primitiva, Herder, Barcelona 1986;
Campenhausen, H. von, Ecclesiastical Authority and Spiritual Power, Hendrickson, Peabody MA 1997;
Comby, J., Para leer la historia de la Iglesia, Verbo Divino, Estella 1986;
Congar, Y. M., La conciencia eclesiológica de oriente y occidente del siglo VI al XI, Herder, Barcelona 1963;
De Wohl, L, Fundada sobre roca. Historia breve de la Iglesia, Palabra, Madrid 1996;
Faivre, A., Naissance d'une hiérarchie, Beauchesne, Paris 1977 ; Id. Ordonner la Fraternité. Pouvoir d'innover et Retour à l'ordre dans l'Église ancienne, Cerf, Paris 1992 ; Id., Los primeros laicos. Cuando la Iglesia nacía al mundo, Monte Carmelo 2002 ;
Fliche, A. (ed.), Historia de la Iglesia I-XXX, Edicep, Valencia 2002;
González Faus, J. I., La autoridad de la verdad: momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Herder, Barcelona 1996; Id., Ningún obispo impuesto, Sal Terrae, Santander 1993; Jedin, H., Manual de historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 1978; Lafont, G., Histoire théologique de l´´Eglise catholique, Cerf, Paris 1994; Id. Imaginer l´´Eglise catholique, Cerf, Paris 1995;
Lortz, J., Historia de la iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento, Herder, Barcelona 1982;
Lubac, H. de Meditación sobre la iglesia, Encuentro, Madrid 1988;
Santamaría, D., Enciclopedia de historia de la iglesia, Clie, Tarrasa 1989;

Tillard, J. M., El obispo de Roma. Estudio sobre el papado, Sal Terrae, Santander 1986; Varios, Historia de la Iglesia Católica I-IV, BAC, Madrid 1999;
Werbick, J., La Chiesa. Un progetto ecclesiologico per lo studio e per la prassi, Queriniana, Brecia 1998.
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