Jesús, poeta-profeta 8 (fin). El hombre es arte: belleza para todos

He venido presentando un trabajo sobre Jesús poeta-profeta, para destacar el sentido de la belleza bíblica y cristiana. He dejado pasar unos días, para hablar de un modo más extenso sobre el Jesús del Papa, con la voz de unos amigos (Arens, Ortega).

Ayer he situado el tema de Jesús y el Papa en el contexto de belleza “de gama alta” de Telva. Hoy quiero terminar la serie con una reflexión sobre la belleza popular y universal de Jesús, la mayor belleza que nunca se ha dado, al alcance de todos. Éste es mi visión de la estética cristiana, mi manifiesto a favor de una belleza para todos, donde quepa el hombre agachado, la niña perdida.

Controversia sobre el templo, belleza asesina

Este trabajo empezaba evocando la ley israelita que prohíbe hacer imágenes de Dios, porque su imagen única es el hombre. En ese contexto he de afirmar que, para los cristianos, la imagen de Dios es el mismo Jesucristo, en quien se expresa y culmina el ser del hombre, tal como han mostrado en el fondo las parábolas. Así podemos llamarle encarnación de Dios, porque es verdad y plenitud del ser humano. Lógicamente, para descubrir a Dios en la vida humana, Jesús ha tenido que enfrentarse con el templo de Jerusalén, donde el judaísmo oficial había condensado la sacralidad y belleza de Dios y del mundo.

Con su esplendor arquitectónico y sus rituales sagrados (vestiduras sacerdotales, sacrificios y cantos de levitas) el templo era para los judíos la expresión más alta del arte, la primera maravilla para todos los creyentes: el tesoro estético y económico, político y sacral de los devotos de Israel. Generaciones y generaciones de judíos habían expresado su más honda experiencia artística y ritual en las ceremonias del templo, desde los colores de los ornamentos hasta los cantos de las grandes ceremonias, desde el incienso hasta el ritual de sacrificios. Pues bien, Jesús interpretó la belleza física del templo como una mentira y la piedad sacrificial como un engaño, como una higuera de hojas falsas, seductoras, que atraían desde lejos a los fieles, pero nunca daban frutos, engañando de esa forma a los devotos (cf. Mc 11, 12-26 par).

Jesús vio el templo de Jerusalén como signo supremo de patología estética, falsedad de un arte grandioso y multiforme, pero al servicio de la opresión, mentira y muerte. Poemas y cantos, sacrificios animales y contratos de dinero se elevaban sobre el templo, para gloria del sistema y de sus poderes de imposición, haciéndolo 'cueva de bandidos' (Mc 11, 27), arte sacralizado para oprimir a los devotos. Asumiendo la inspiración profética de los grandes creyentes (Amós, Isaías, Jeremías), proclamó Jesús su palabra de juicio y condena en contra de esta suma perversión del arte, en gesto clava que inspira toda la estética cristiana posterior, que debe mantenerse atenta frente a todo riesgo de manipulación del arte (cf. Mc 11, 12-26).

Jesús ha rechazado el servicio del templo, entendido como arte de bandidos-sacerdotes, que se valen de Dios y de su culto para oprimir a los pequeños. No lo ha condenado en nombre de un tipo de pura barbarie regresiva o de un resentimiento contra la autoridad establecida, sino todo lo contrario: como testigo de una belleza más alta, que él mismo ha ofrecido a todos, a través de las parábolas. Lógicamente, por mantener el arte de su templo y fundar mejor la estructura de su imperio, los sacerdotes de Jerusalén y los soldados de Roma han condenado a Jesús a muerte. Por defender su experiencia de libertad y abrir para los hombres un 'cara a cara' de diálogo con Dios ha muerto Jesús.

Arte del templo, belleza del sistema

Aquí se definen los frentes, en este lugar viene a mostrarse el sentido más hondo de la belleza. Por un lado queda el arte al servicio del sistema, representado por el templo y el imperio, que dictan su ley sobre todos los humanos; este es el arte de la dictadura. Por otro, está el arte de la vida abierta a Dios en libertad de amor, en palabra compartida, tal como culmina en Jesús crucificado. Aquí se sitúa para los cristianos el juicio central de la historia, el principio de la gracia y la belleza universal de Dios.
Los sacerdotes de Jerusalén han decidido mantener el ritual del templo, con su estética de sacralidad impositiva, al servicio del sistema; por eso han matado a Jesús. En contra de eso, los cristianos, de manera paradójica y hermosa, han descubierto y contemplado la belleza más alta de Dios en la cruz, confesando que Dios ha resucitado a Jesús, a quien admiran y cantan, como Icono de Dios, arte supremo en forma humana (cf. 2 Cor 4, 4; Col 1, 15).
Este es el lugar donde se despliega el nuevo principio cristiano del arte, la experiencia suprema de Dios. Aquí se produce la inversión de la estética griega, hecha de representaciones generales de una belleza que está fuerza del tiempo. Aquí se produce la inversión de la estética judía del templo, que sacraliza un tipo de ley separada, también elitista. En contra de eso, asumiendo el espíritu de las parábolas, la estética cristiana se centra en la belleza de un hombre concreto, a quien las autoridades del imperio greco-romano y del sacerdocio judío han condenado por juzgarle peligroso, porque era simplemente un hombre, al servicio de los pobres y excluidos de la sociedad, y no al servicio del sistema social o religioso.

Por eso, cuando Poncio Pilato proclamó éste es el hombre (Jn 19, 5) y señaló hacia Jesús sufriente y torturado, estaba iniciando la nueva estética cristiana. Para los cristianos, el arte más alto será el descubrimiento de la belleza de Dios en el rostro de Jesús, en el conjunto de su vida. En el fondo de la pasión y cruz de Jesús se eleva la hermosura de pascua, la belleza del hombre de las parábolas, de aquel que ha vivido y muerto al servicio de los demás. Este es el lugar donde se despliega la estética del evangelio, tal como de formas distintas ha sido interpretada por los artistas cristianos posteriores, especialmente por los autores de iconos.

La belleza es el hombre, cada ser humano

Jesús supera así la distancia de los ídolos griegos, que buscan y expresan la belleza en una imagen separada de la vida. Él supera también un tipo de ley judía, que vincula el orden y belleza de Dios con una ley y templo. La belleza de Jesús es simplemente el ser humano, la comunicación de amor entre los hombres. Así podemos verle como palabra sembrada, gano de trigo en el surco de la tierra, al servicio de todos los humanos. Así viene a presentarse como imagen de Dios, poesía hecha carne, frente a todas las estatuas y poemas separados de la estética griega.

La tradición israelita sabía que Adán-Eva eran imagen de Dios (cf. Gen 1, 26-28), cuya gloria se expresaba también en Moisés, que ocultaba su rostro con un velo, para que no deslumbrara a quienes le miraban (2 Cor 3, 13; cf. Ex 34, 33-35). Pues bien, superando las limitaciones de Moisés y cumpliendo lo anunciado en Adán-Eva, Jesús resucitado ha venido a presentarse como el hombre verdadero, imagen pleno de Dios, encarnación de la belleza, a quien podemos ya mirar sin necesidad de un velo que nos impida descubrir su rostro. Ahí, en el rostro de un hombre concreto, se expresa y despliega toda la gloria de Dios (cf. 1Cor 15, 45; 2 Cor 3, 18-4, 6; Rom 5, 12-21).

Desde este fondo se define la estética cristiana: ella consiste en descubrir la gloria de Dios en el rostro y en la vida de un humano, varón o mujer (centrado en Cristo), mirarle cara a cara y venerarle en gozo y gloria, acompañándole en dolor de amor (en amor redentor). Este es el lugar donde se expresa el arte del evangelio Desaparecen o quedan en un segundo lugar las mediaciones de imágenes y cantos, de poemas e instituciones sacrales o sociales: la belleza suprema es la vida de los hombres, especialmente de los pobres; el arte más alto es la entrega a favor de los rechazados y expulsados del sistema.

Rostro cristiano. Después que se han fijado en Jesús y han descubierto en su vida la presencia de Dios, los cristianos ya no tienen miedo al rostro, como lo tuvo Moisés (y lo tienen, de algún modo, judíos y musulmanes, que no lo representan). Los cristianos ya no ocultan la humanidad para que brille el Dios celeste, pues el ser divino se expresa en el rostro y en le vida entera de un hombre que ha muerto al servicio de los demás. Para ellos, el principio de toda estética será el rostro de Jesús crucificado.
Superar el idealismo griego. Los cristianos ya buscan ni expresan ya el rostro 'perfecto', en su abstracción eterna, de Apolo o Afrodita, sino en la mirada de amor y dolor, de diálogo y encuentro concreto que ofrece Jesucristo (cf. 2Cor 3, 12-4, 6). Así podemos añadir que Dios se ha encarnado en Jesús y "hemos visto su gloria, gloria de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn 1, 14). Los dioses griegos expresan la belleza ideal; Jesús es la belleza concreta del hombre que muere al servicio de los demás.

El hombre es la imagen de Dios, rechazar las imágenes falsas

En este fondo podemos recordar la prohibición de las imágenes, con la que habíamos iniciado nuestro trabajo. No pueden trazarse más imágenes externas, idolátricas, de Dios o de los hombres, pues sólo los hombres en concreto, cada uno de los que viven y aman, que sufren y mueres, son signo y presencia de Dios en la historia.
A partir de aquí se abre un camino nuevo de estética humana, fundada en el rostro que se comunica, que llama y espera, dialogando con otro rostro humano. Cesa la distancia, el ídolo de un cuerpo ideal (de Apolo o Afrodita) situado entre mi cuerpo y el cuerpo del otro, y viene a establecerse el misterio supremo del arte como encuentro concreto de seres humanos, capaces de mirarse y decirse lo más grandes, en concreción de manos y ojos, de conversación y tacto. Por eso, Jesús ha curado a los enfermos, para que se oigan y se vean, se comuniquen y ayuden y gocen.

Los paganos habían tomado la estatua como signo supremo de belleza, armonía eterna y creación humana, elaborando de esa forma un canon de belleza ideal, supra-terrena. Los judíos habían puesto de relieve la trascendencia de Dios y el valor de las relaciones humanas, pero de un modo general, que no podía concretarse nunca del todo en la historia de unos hombres sobre el mundo .
Los cristianos, en cambio, han descubierto la belleza de Dios en la vida y la entrega, el amor y presencia de un hombre concreto, Jesús, a quien presentan como 'sabiduría, justificación, santidad y redención de Dios': cf. 1Cor 1, 30). Dos despliega su belleza en el rostro y en la vida concreta de Jesús, que se abre y nos abre a todos los hombres y mujeres de la tierra, haciéndonos capaces de comunicarnos con ellos.

Palabra hecha carne. El Dios que se encarna en el rostro (en el cuerpo, en la carne) del hombre es Palabra hecha carne, esto es, conversación e historia (cf. Jn 1, 1.14). Así descubrimos que Jesús, rostro de Dios, es signo y fuente de diálogo para todos los humanos. De esta forma se vinculan los dos aspectos fundantes de la realidad. (1) La revelación de Dios, que es principio de todo lo que existe. (2) La comunión entre los hombres, la verdad de la historia, entendida como carne donde los hombres se despliegan y existen, de una forma bella.
La belleza de la vida humana. De ahora en adelante sólo habrá una forma central de belleza: la del Dios que se revela allí donde los hombres dialogan y se aman. El canon del arte tiene, según eso, una medida dialogal humana: no es bella en sí la ley (judaísmo rabínico), ni el culto sacrificial del templo, ni la riqueza y orden de los grandes edificios, sino los hombres que puede expresarse sin hipocresía ni velo, en verdad y experiencia de misterio. Bello es el encuentro humano, en comunicación gratuita, que ha venido a culminar en Cristo.

Por eso decimos que Jesús mismo es belleza de Dios, añadiendo que los viejos ideales de la sabiduría griega se han encarnado (humanizado) en Jesús, de manera que ellos no se expresan ya en unas ideas objetivas o en unas estatuas eternas, sino en un hombre concreto que ama y que muere a favor de todos los hombres, a partir de los pobres de la tierra. Por otra parte, Jesús ha culminado y realizado en su persona, en apertura universal, los valores nacionales del conjunto israelita (ley, pueblo), haciendo así posible un encuentro universal de gracia entre los hombres.


Ética y estética


Esta es la experiencia de Jesús, a quien podemos llamar palabra de unidad y de concordia humana, hermosura central y suprema. De esa forma, la belleza se identifica con la misma realidad de la vida humana, en camino de amor y encuentro mutuo, no para evadirnos de la muerte (como querían los griegos), sino para descubrir en ella el misterio de amor supremo (pasión de Cristo).

En un sentido, la ética viene antes que la estética, especialmente allí donde el rostro del otro (huérfano o viuda, leproso o poseso, prostituta o enfermo…) no muestra belleza ninguna, sino que aparece como puro desecho del mundo. Esta prioridad ha sido destacada por algunos judíos significativos, como E. Levinas. Ellos nos han dicho que el principio de toda belleza es el hombre o mujer sin “belleza objetiva” dentro del sistema, el huérfano, la viuda, el extranjero.
Avanzando en esa línea podemos llegar hasta Jesús, clavado en la Cruz, rechazado y maldito, sin hermosura ni belleza en su rostro. Precisamente en el Cristo muerto han descubierto creyentes y artistas la belleza suprema de Dios, como ha mostrado M. de Unamuno en sus comentarios al Cristo de Velásquez.

− Pero, en otro sentido, la estética se encuentra antes que la ética. Así descubrimos en la base de la vida humana en Cristo un misterio de veneración y gozo, un estallido de belleza: ¡Cielo y tierra se encuentran reflejados en el mismo rostro humano, por lo menos en los ojos que miran, esperando una respuesta! Por eso, no es preciso perderse en experiencias imaginarias de mundos exteriores. La expresión suprema de Dios es siempre el hombre: la belleza es el rostro que mira y admira, que ama y que llama, que pregunta y responde.
En esta línea se entienden los más bellos versos de san Juan de la Cruz, allí donde el amante dice a Jesús: “Gocémonos, amado / y vámonos a ver en tu hermosura, / al monte y al collado, / do mana el agua pura, / entremos más adentro en la espesura”. Este gocémonos, este vernos en la hermosura de Jesús es el principio de toda visión cristiana de la realidad. Nosotros podemos seguir a Jesús porque es hermoso aquello que él hace, aquello que él, porque le llamamos hermosura.

Rostro humano, la belleza

– Hermosura del rostro. Surge así una estética del rostro (individualidad histórica) y de la comunicación. Jesús no quiere conducirnos hacia mundos ideales de belleza eterna (alejados de la humanidad concreta). Tampoco quiere llevarnos a experiencias aparentemente superiores de inmersión cósmica. Para Jesús la belleza se encarna en el mismo ser humana, a quien ofrece su ayuda humanizadora (milagros), a quien abre un camino de experiencia y comunicación (parábolas). Por eso, la iglesia posterior querrá encontrar (pintar, representar) en Cristo los rasgos del hombre verdadero.
Ética y estética. Arte cristiano. Allí donde se unen y fecundan ambas líneas, la ética y la estética, fecundándose en amor, emerge el arte cristiano, la belleza del Cristo poeta hecho poema, vida humana que puede representarse en forma de icono de misterio, no de ídolo o estatua que nos aleja de la vida Así lo ha ratificado el concilio de Nicea II, asumiendo el modelo dogmático de Calcedonia, al afirmar que Jesús es verdadero Dios, siendo hombre verdadero.
Rostro humano, encarnación de Dios. Por eso, allí donde se representa en su verdad y belleza concreta (no en evasión idealista), el rostro humano se está representando el mismo ser divino. Pero ese rostro representado de Jesús no puede sustituir nunca al rostro físico, histórico, de los hombres y mujeres concretos, es decir, al encuentro personal con Jesús a través de hombres sus hermanos, en amor de belleza carnal (es decir, de palabra encarnado; cf. Jn 1, 14), que se concreta de un modo muy preciso en el gesto de ayuda a los más pobres (cf. Mt 25, 31-46)..

Por eso, lo que el arte cristiano refleja al expresar el rostro/cuerpo humano no es la belleza ideal de la humanidad sagrada (como en las estatuas de los dioses griegos), ni tampoco el titanismo del artista que quiere ser capaz de darle vida al mármol muerto. El arte cristiano, centrado de manera concreta en Jesús, quiere evocar siempre la realidad concreta de los hombres y mujeres, pues cada ser humano en concreto y todos en comunión-comunicación de amor, son signo y presencia del Dios de Jesucristo. Según eso, el arte cristiano se centra en la capacidad de descubrir la belleza de Dios en aquellos hombres y mujeres que parece que no tienen belleza, en los expulsados y negados de la sociedad.
Por eso, recogiendo toda la primera parte de este trabajo, debemos recordar que es necesario superar la fijación en la estatua de la belleza ideal, pues lo que es bello no es la imagen, ni la palabra separada de la vida, sino la misma vida encarnada de los hombres y mujeres; lo que es bello es el amor concreto, la comunicación real, dentro de la historia, en un camino de muerte en el que viene a revelarse la gloria de Dios, que es resurrección.
Por eso añadimos que, al superar el culto de las imágenes, no podemos pasar a una especie de ley, que dicta desde fuera lo que somos (como en cierto judaísmo), sino al amor y encuentro admirado, concreto, de los hombres, en camino de vida hecha de muerto. Sólo el ser humano real y concreto, en su individualidad y comunión, es signo de Dios sobre la tierra.

El arte supremo, eucaristía

En ese contexto se puede hablar de la belleza suprema del 'arte cristiano', que sustituye a los sacrificios del templo, que Jesús había rechazado. En esta línea se podría y debería hablar del arte de la eucaristía, entendida como experiencia de comunicación concreta, que no puede jamás fijarse en una estatua o ritual de sacrificios exteriores:

− El arte y belleza de la eucaristía es la Palabra compartida, que no se puede entender como poema ya fijado que se lee o proclama desde arriba (aunque resulta esencial el recuerdo de Jesús, de su cena y despedida). Estrictamente hablando, la Palabra de la eucaristía se identifica con la comunicación gozosa y profunda de los fieles, que se juntan para hablarse y que se hablan mutuamente en Cristo. Esta no es una belleza que se puede proclamar y objetivar, de una vez y para siempre; no es tampoco la palabra que uno dice y otro escucha, sino aquella palabra compartida que vuelve y se actualiza desde Cristo cada vez que los creyentes se reúnen en su nombre para decirse unos a otros que se aman y amarse de verdad en sus palabras.

− La belleza y arte de la eucaristía se identifica con la comida compartida. Es la belleza de la comunión hecha banquete, pan y vino que los fieles comparten con gozo, descubriéndose juntos en la vida y cultivando de esa forma el gozo de la vida común. Todos los restantes elementos artísticos sólo son un contexto: los cantos y las flores, las imágenes y signos exteriores… El arte verdadero es la misma comida entre todos. No es una comida representación, algo que unos miran y otros hacen, sino la misma vida compartida, el gozo de sentirse y de tocarse, de mirarse y admirarse, sabiendo que es mismo Dios de Cristo quien convida y reúne a los creyentes.

Esto significa que el arte cristiano es la belleza de la vida compartida, en comunicación transparente, en un camino de muerte (es decir de entrega mutua) donde descubrimos desde Cristo la presencia de la vida. Este es el arte de la Palabra hecha comunicación transparente (Cristo Profeta-Poeta en sus creyentes), hecha gozo de vida compartida (la comunión en el pan y el vino, que es afirmación de gozo y esperanza, en un camino de muerte, entendido en Cristo como principio de resurrección).

(Fin del trabajo Jesús poeta y profeta, tomado del libro Hijo de Hombre (Tirant, Valencia 2007) y de Cristianismo y poesía (San Esteban, Salamanca 2003)
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