Jesús, poeta y profeta. 2 Poetas griegos, profetas judíos

La fascinación de los ídolos
Los griegos clásicos no vieron pecado en las estatuas de los dioses, sino al contrario: las miraron y admiraron como irradiación positiva del misterio, como signo de equilibrio de la vida, como una forma de experimentar la belleza eterna de lo humano, que nos reconcilia con aquello que nosotros mismos somos, en nuestra más honda plenitud sagrada: en las formas del ídolo encontramos nuestras propias formas, en su eternidad nos vinculamos a lo eterno.
Pues bien, mirando hacia esos dioses y sintiendo la fascinación que ellos ejercen, los israelitas han podido descubrir y han dicho que la forma en que esos dioses expresan la verdad de Dios acaba siendo falsa y que su forma de evocar la eternidad es principio muerte, pues no deja que busquemos y encontremos lo que somos, nuestra propia verdad de personas finitas y mortales, en diálogo con el Dios y con los otros hombres en la historia. Esta es la paradoja:
Los ídolos expresan y representan un deseo del hombre, que quiere superar la destrucción del tiempo y alcanzar su más alto nivel de verdad y de poder en lo divino (es decir, identificándose con los mismos signo de la divinidad). El hombre los fabrica y se proyecta a través de sus diversos elementos (en una estatua, en un imperio divinizado, en un sistema sagrado), pensando que ellos (estatua, imperio, sistema) insignia torre de Babel (Gen 11, 1-9), ciudad y torre 'eterna' donde los hombres antiguos quisieron resguardarse y vivir para siempre, expresando su grandeza y avalando su divinidad. Babel era su Dios y ellos venían a descubrirse allí como divino.
Pero el verdadero Dios emerge y se expresa sobre las eternidades impotentes y engañosas del ídolo, del imperio y del sistema. Ese Dios mostró que Babel era al final una expresión de violencia, donde los hombres se acaban confundiendo y no logran comunicarse entre sí. Babel, la 'estatua' fabricada sobre el ancho mundo, con afán de eternidad, acaba estrechando y destruyendo a los humanos es arte de pecado (como sabe y dice, en otro lenguaje, el libro de Daniel, cuando habla de la gran estatua del imperio, que todos deben adorar, como si fuera el mismo Dios (cf. Dan 2-3).
Dios Belleza
Dios no es un ídolo por encima de la finitud de los hombres, sino Aquel que alienta y actúa como divino a través de esa misma finitud. Dios no está fuera, como una idea más alta, como una torre para resguardarnos, sino que está (es divino) en nuestra vida limitada, pero abierta al amor, en esperanza. La eternidad de las estatuas e ideas era sólo una ilusión, refugio imaginado, que nos hace girar en el vacío siempre repetido de nuestras representaciones. Dios, en cambio, se nos abre y revela como Vida en nuestro mismo camino de muerte (sin sacarnos de ella, sin que tengamos que buscar reflejos ideales, estatuas e ideas fingidas), ofreciéndonos su 'palabra' y presencia, en el tiempo concreto de la historia, sin que debamos refugiarnos en imágenes o ideales de ningún tipo.
Creer en Dios significa aceptar la vida en su radical limitación como don de gracia. Dios no es un sueño de belleza, ni un tipo de calmante o una forma de evasión... No podemos encerrarnos en ningún lugar cuando le buscamos. No podemos imaginarle de ninguna forma cuando decimos que le hemos descubierto. Eso significa que está más allá de las figuras, por encima de las leyes del bien y del mal que nosotros mismos vamos trazando para así existir sobre la tierra. De esa forma, aquello que parecía y, en un sentido, era una gran limitación (¡no harás imágenes!) se vuelve espacio y signo de apertura superior: nos hace capaces de asumir el arte de ser hombres, en diálogo con Dios. Este es el secreto de la profecía israelita.
La prohibición de las imágenes implica una madurez intensa en el camino de la educación. El mundo de los dioses griegos, con sus imágenes y formas, sus mandatos precisos y leyes sobre aquello que es bueno y es malo, resulta más claro y, en algún sentido, parece más humano, pero al final se convierte en mundo de apariencias y engaños. Por el contrario, el camino de Israel cierra una ruta de apariencias, que pueden pervertirse y nos confunden con aquello que hacemos (Babel), para que podamos mantenernos en diálogo con Dios, como recuerda Moisés: "Vosotros oíais la voz de las palabras, pero no veíais imagen alguna... Tened mucho cuidado, no os pervirtáis haciendo esculturas..." (cf. Dt. 4, 12-17).
Hay, sin duda, poderes excelsos (elementos cósmicos y estrellas), imágenes fuertes (de reyes e imperios), que pueden ofrecer al ser humano un tipo de equilibrio y seguridad, pero acaban destruyéndole, pues cierran el camino que conduce a su verdad más honda, que consiste en 'dialogar cada a cara con Dios", sin ver su rostro (cf. Dt 4, 1-14). Esos poderes cósmicos acaban poniendo al hombre en manos de un tipo de animalidad separada del amor, bajo la fuerza de un imperio que se diviniza y del dinero, como muestra el signo del Becerro de Oro (cf. Ex 32).
Pecado original, adorar ídolos. Arte creador: superar los ídolos
Este ha sido el pecado original de la humanidad: hacer imágenes o representación de Dios, como la del Becerro de Oro, para quedar prendidos en ella. Aquel Becerro-Toro era un objeto de gran valor simbólico, que expresaba la potencia de la vida (es un toro), la riqueza de la tierra (está hecho de oro) y el poder del sexo masculino (es el gran engendrador). Pues bien, cerrado en sí, ese toro se vuelve idolátrico y destruye la liberad y autonomía de los hombres a quienes se les dice ¡Este es el Dios que te sacó de Egipto! (cf. Ex 32, 8).
En contra de eso, los israelitas saben que el Dios que les saca de Egipto no es ninguna representación de la fuerza vital o del dinero (Torito de Oro, Becerro semntal), sino el mismo poder de la Vida creadora, en su debilidad. El arte del Becerro de Oro es el arte propio de un tipo de sistema social e ideológico que dice que quiere liberarnos, pero que nos esclaviza con más fuerza. En contra de eso, el profeta de Israel nos permite dialogar con Dios cara a cara, ir descubriendo y compartiendo de esa forma su belleza.
Los israelitas, como pueblo elegido de Dios, tienen la tarea de romper el cerco cósmico de una vida que se cierra en sí misma (idolatría del mundo), en las cosas que nosotros mismos hacemos (idolatría de estatuas), para descubrir y realizar su vida en diálogo con un Dios diferente, que existe por sí mismo, no pudiendo ser representado por ningún tipo de estatua o idea. El hombre no puede encontrar su verdad y 'salvación' por representaciones.
El intento de aquellos que quieren conseguir su plenitud (su eterna redención) por mediaciones objetivas, ideas, estatuas o sistemas económicos, políticos o religiosos es imposible, destructor y perverso, El arte verdadero es encuentro directo con la realidad, cara a cara, sin intermediaros idolátricos, como saben los profetas. Por eso, la verdadera educación tiene que llevar a los niños y jóvenes más allá de los signos idolátricos de una sociedad que “adora estatuas”, que se cierre en el puro nivel de las imágenes externas y del consumo inmediato. El riesgo de educar sólo para las representaciones (para los Becerros de Oro) sigue siendo hoy tan grande como en otro tiempo.
– Los constructores de estatuas han podido interpretar el arte, en sus diversas formas, como un modo de expresar lo eterno en nuestra vida. Pero los hombres no somos eternos, ni hacernos divinos, como poetas de ideas o estatuas, creadores de proyectos políticos o ciudades perfectas (como quiso Platón en su República). Las estatuas de los griegos han tenido y tienen un valor, en sentido plástico y verbal, como figuras o recordatorios de un camino por donde siguen explorando los poetas (y los escultures de estatuas de diverso tipo). Pero cuando se absolutizan y elevan (como si valieran en sí mismas) se pervierten y pervierten al hombre, eternizando de manera falsa algo ya pasado (pues sólo existe lo que muere) o no existente (el arte de una idea que nunca se realiza).
– La estética israelita expresa el descubrimiento de la finitud e independencia del hombre que dialoga con el Dios que es siempre más grande. En este diálogo emerge el arte verdadero, como regalo y sorpresa constante. Dios en cuanto tal es la belleza: aprender a escuchar su palabra, para responder con nuestra propia vida, eso es el arte. El profeta no hace estatuas ni proclama ideas eternas, sino que escucha, comparte y proclama una palabra de Dios en el camino de su vida y de su muerte. La Biblia sabe que otros pueblos han quedado fascinados y prendidos por imágenes del mundo, en manos de astros e ídolos, en un camino de búsqueda parcial, engañosa, cada uno con su estrella. En contra de eso, los israelitas han pactado con Dios, para superar ese nivel de imágenes y estrellas y dialogar directamente con Él en su historia (cf. Dt 4, 15-40).
Profetas de Israel, una búsqueda en la Belleza verdadera y justa
El Dios de Israel se revela sin cesar en la palabra y de esa forma aparece como antiguo (pro-viene del pasado) y siempre nuevo (va creando en nosotros su futuro). Las imágenes griegas tienden a detener al hombre y di-vertirle, en el sentido etimológico: le separan del flujo inmediato de la vida y le colocan ante una semejanza muerta, ante un ídolo que no puede escuchar ni responderle (en un nivel de eternidad imaginaria). En ese aspecto, ellas ofrecen un rasgo peligroso: idealizan o eternizan un momento de la realidad, de tal forma que le arrancan del proceso de su vida real. Por el contrario, la religión israelita quiere educar al hombre para que dialogue 'cara a cara' con Dios, en el mismo camino de carne y de muerte de la historia.
Belleza falsa de la estatua 'eterna', ídolos de muerte. En un nivel, las imágenes (estatuas, figuras literarias) separan al hombre del flujo del tiempo que vive cambiando (muriendo) para conducirle a la verdad 'eterna' de las ideas, que en el fondo no son más que representaciones pasajeras y falsas de la realidad. De esa forma, tomadas en sí mismas, las imágenes y formas literarias pueden entenderse como portadoras de alineación: ellas nos separan del proceso de la vida, del encuentro concreto con los otros, en el nivel de la relación interhumana.
Las estatuas (las ideas hechas) nos di-vierten, para así verternos dentro de una pretendida vocación de eternidad, más allá de los cambios de la historia. Pero la eternidad y belleza de ese tipo de arte se sitúa en el nivel de la muerte. Las estatuas no pueden existir como personas, no escuchan, no responden, no podemos dialogar con ellas. Por eso, ellas no son la verdad ni la belleza. Eso significa que las grandes figuras del arte griego esconden una amenaza: ellas no hablan, ni responden, ni liberan al hombre de la muerte.
Los israelitas afirman que la belleza verdadera se encuentra se encuentra en Dios (no en los ídolos...), encontrándose, al msimo tiempo, en la “carne” que muere, es decir, en las mismas personas. Las estatuas no mueren precisamente porque están muertas y por eso quieren ocultar su muerte, situándose en un nivel ilusorio de verdad eterna.
Las estatuas no mueren, porque están muerta. Pues bien, la Biblia eleva frente a ellas al hombre de carne que puede morir porque vive, porque es imagen de Dios (cf. Gen 1, 26-18; 5, 3; 9, 6). Desde ese fondo se entiende el arte supremo, que consiste en dialogar con Dios desde la carne. Precisamente allí donde el hombre deja de buscar una respuesta en las imágenes (deja de evadirse en ellas) puede encontrar su verdad en la palabra concreta del diálogo humano donde se expresa la belleza.
De esta forma se expresa el principio del arte: que los hombres puedan escuchar la voz de Dios y responderle, siendo simplemente humanos, comunicándose unos con los otros, en el camino de una vida que se encuentra hecha de muerte (de finitud concreta, de diálogo en el tiempo) que despliega vida (y que camina hacia la Vida). Sólo en este contexto se puede hablar del arte verdadero, que no se evade ni nos lleva hacia el nivel de una verdad 'eterna' (esculpiendo a un tipo de hombre universal, que no existe en concreto), sino que se encarna en los hombres reales, que aman y mueren, porque son de verdad imágenes de Dios. Arte es vivir en belleza y verdad, comunicándose la vida: el arte somos nosotros, el pueblo, la humanidad que ama y engendra, sembrando su semilla de esperanza en los que van naciendo y aprendiendo a ser.
Poeta griego, profeta judío
El arte griego tiende a expresar la belleza en imágenes o cuerpos eternos, siempre idénticos, en su bella juventud, rebosantes de gracia, de fuerza, de triunfo. Los varones y mujeres concretos resultan secundarios, lo que importa y vale son los arquetipos: Apolo o Atenea, Hermes o Artemisa. Por el contrario, el arte israelita descubre la belleza en el hombre o la mujer concreta, que mira y sufre, escucha o se evada, calla o responde, ama o espera, sufre y muere: el creyente no tiene tiempo ni necesidad de hacer estatuas, pues descubre la belleza de Dios en aquellos que están en su entorno (varón y/o mujer, niño o mayor, indígena o extranjero).
En esa línea israelita, el arte verdadero consiste en escuchar, responder y dialogar con los humanos, en conversación de ojos y tacto, de trabajo y descanso, en camino de vida hecha de muerte (que se hace muriendo). Por eso, el hombre de la belleza israelita no es un escultor o pintor, que traza figuras con imágenes externas, ni tampoco un escritor que representa la vida en poemas o epopeyas, tragedias o comedias que pueden recitarse sobre un escenario o teatro separado de la vida, sino alguien que escucha la voz de Dios y de tal forma la vive que se vuelve voz para los otros, es decir, profeta.
Para los israelitas no hay un arte separado de la vida (en el teatro o el circo), porque la misma vida de los hombres es el arte. El hombre auténtico supera el rodeo o distancia de la estatua (de una imagen de bella eternidad, de una función de teatro) para buscar y encontrar a los otros hombres reales, dialogando con ellos en el tiempo, compartiendo con ellos su vida, esto es, la belleza del ser y el compartir. Por eso, frente al poeta o escultor que se eleva del mundo para mostrar así lo eterno, el profeta es el hombre que se introduce en el mundo real de los hombres, para dialogar mejor con ellos, descubriendo y cultivando de forma la belleza, que se identifica con la misma vida y relación concreta de los hombres que comparten la vida al realizarla juntos. En el fondo, no hay más arte que el vivir, ni más belleza que el encuentro concreto de los hombres y mujeres que se miran y se aman y que, amándose, despliegan y descubren su más honda hermosura.
La profecía es palabra en el momento en que se dice, es decir, cuando interpela, y no cuando se conserva muerta, separada de su autor, en un escrito. Por eso, los grandes profetas realizan su obra al decirla y la dicen haciendo, en su tiempo y lugar inmediato, sin ocuparse de escribir sus pensamientos En ese sentido, ellos podrían haber invertido el dicho latino: Scripta manent, Verba volant, las palabras vuelan, los escritos permanecen. Los escritos permanecen porque no son (porque están muertos). Por el contrario, las palabras vuelen porque están vivas; de esa manea actúan, mientas se dicen y vuelan, es decir, mientras vinculan en concreto a los hombres y mujeres, haciéndoles reales y dándoles la vida. A su juicio, la palabra verdadera es aquella que se dice en el momento, en diálogo concreto y fuerte, de belleza creadora, no la que se escribe o codifica en libros muertos.
A pesar de ello, muchas palabras de profetas han sido conservadas en libros que llevan su nombre (Oseas, Amós, Isaías, Jeremías, Ezequiel etc.), manteniendo en ellos su más honda belleza. Aún hoy, tras siglos de distancias y a través de traducciones siempre balbucientes, aquellas palabras deslumbran y emocionan, como testimonio del más bello lenguaje de los tiempos. De todas formas, su belleza verdadera se identifica con la persona del profeta, que hace lo que dice, y que es lo que proclama, hablando en nombre Dios, convirtiendo su vida en palabra para los demás, en gesto de creatividad que se identifica con su propia existencia (cf. De 18, 9-22).
Por eso, el profeta no se limita a decir enseñanzas (como un profesor), no recuerda o rememora elementos exteriores a su vida (como un historiador), sino que convierte su persona en palabra, sabiendo y pudiendo decirse a sí mismo, para que otros sean. En ese sentido profundo es creador o poeta en sentido etimológico.
Conclusión
– El escultor o poeta de representaciones está separado de aquello que esculpe o dice y de esa forma crea una distancia entre la verdad ideal (idealizada) de sus imágenes y el mundo real de los hombres de carne, que aman, esperan y sufren. En ese sentido, el poeta representa, separándose de algún modo de su obra, objetivando lo que él hace, en un poema o una estatua. De esa forma podemos separar al poeta de su obra, añadiendo que quien vale de verdad es el poeta de carne y hueso, no sus obras ideales (como solía decir D. Miguel de Unamuno).
– Por el contrario, el profeta supera las distancias que separan a los hombres, para que ellos mismos puedan encontrarse y dialogar cara a cara, en una vida que nunca podemos detener, convirtiéndola en idea. También el profeta representa de algún modo, realiza unos gestos significativos, pero esos gestos son una expresión de su misma vida. Por eso, en un sentido radical, el profeta no escribe palabras que se puedan objetivar en un escrito, pues sólo su vida es 'palabra', comunicación de Dios para los otros. Una profecía separada de la vida del poeta pierde su sentido.
El profeta no talla estatuas, para ponerlas en la plaza, ni escribe sentencias para fijarlas en un muro del templo o en un códice de cuero, sino que atiende a Dios y, escuchando su voz, se expresa y se dice a sí mismo, abriendo en su entorno un camino de conversación, para que los otros sean. La palabra del profeta no es doctrina que interpreta la realidad, ni ley o norma que organiza las relaciones sociales desde fuera, sino presencia creadora, que va diciendo y haciendo las cosas al decirlas, descubriendo que son 'buenas" (cf. Gen 1). Por eso, el profeta es como una “madre” o, quizá mejor, como un partero, que hace que los otros puedan ser y realizarse
Los ídolos e imágenes (=ideas) de los poetas paganos, que Israel ha condenado como falsos, tienden a suscitar entre los hombres (y entre los hombres y Dios) una distancia de representación. En contra de eso, los profetas de Israel se han empeñado generación tras generación, en superar esa distancia, a fin de que los fieles puedan comunicarse de manera transparente, de un modo inmediato, desde Dios, apareciendo así como testigos y creadores de humanidad; de esa forma identifican el arte con el mismo despliegue o comunicación de la vida humana.