Muerte y Asunción, la raíz judía de María

María perteneció, con su hijo Santiago, a la comunidad Judeo-Cristiana de Jerusalén, la Iglesia de los Pobres (no a la Iglesia triunfante de los herederos más o menos rectos de Pablo).
Por eso, los cristianos de la línea helenista que se impuso después (sobre todo a partir del 70 y del 132-134 d.C, tras las durísimas guerras judías) apenas la recordaron al principio, o lo harán de un modo “místico”, poco real (a pesar de los esfuerzos “ecuménicos” de Mateo, Lucas y Juan.
Hoy, cuando celebramos la Asunción de María a los cielos, muchos corremos el riesgo de olvidar su “dormitio”, su muerte real, como judeo-cristiana, el lugar de su sepulcro, su identidad personal. Por eso he querido recuperar este día algunos rasgos de su “historia”, pero lo haré sólo al final de esa reflexión. Quien busque lo esencial vaya al final, pase por algo las reflexiones teóricas del principio. Buen día a todos. Sigue pendiente el motivo de la posible “ordinatio” de las mujeres en la Iglesia.
((Pongo una imagen de la iglesia de la Dormitio de María…, que fue reedificada por los cruzados Allí he pensado más de una vez las reflexiones que ahora siguen… Ella, la madre nazarena/nazorea de Jesús murió y fue enterrada y venerada en Jerusalén. Los cristianos católicos creemos que está en cuerpo y alma en el Reino de Dios, eso es la Asunción. Para entenderlo mejor he escrito lo que sigue)).
UN DOGMA MODERNO
El dogma de Asunción afirma que María, mujer concreta, madre de Jesús, “subió al cielo como mujer plena”, es decir, como persona (lo de cuerpo y/o alma tienen que discutirlo los teólogos). ´Wsta es la fe que Pío XII definió en 1950, poniendo de relieve la vinculación de la Madre con su Hijo Jesucristo, diciendo que
«La Inmaculada Madre de Dios...
cumplido el curso de su vida terrestre,
fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»
(Denzinger-Hünermann 3903).
Es la fe que se puede aplicar a miles y millones de cristianos, a miles y millones de personas, vinculadas a Jesús en su camino, como María su Madre. El Papa dice que María ha culminado su camino, ha terminado (ha muerto), alcanzando la gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, viniendo a presentarse así como un signo para el conjunto de la humanidad, que también ha de ser elevada en carne (cuerpo y alma) a la gloria de Dios, que es la justicia fraterna, que es la comunión de vida entre los hombre y mujeres. No hay para María inmortalidad del alma, sino resurrección total, de la persona, es decir, despliegue y plenitud del cuerpo mesiánica del que María forma parte, como supo la iglesia primitiva
La vida de María en la tierra ha sido un curso, una carrera hacia la muerte, en comunión con los demás, a través de Cristo, su hijo, y de todos sus restantes hijos y hermanos (cf. Mc 3, 31-35). Pues bien, cumplido ese curso vital, que había comenzado por el nacimiento, María ha sido asumida (assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con la misma Resurrección y Ascensión mesiánica de su Hijo Jesús, que se expresa y expande en el camino de la Iglesia.
Un tipo de antropología helenista, dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el alma de los justos sube al cielo tras la muerte (porque ella es inmortal), pero que el cuerpo tiene que esperar hasta la resurrección del fin de los tiempos. En contra eso, situándose en un camino distinto de experiencia antropológica y de culminación pascual, este dogma afirma que María ha culminado su vida en Dios, por medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal o, mejor dicho, como persona histórica, en comunión con las demás personas que han estado y siguen estando implicadas en su vida. Eso no significa que ella no haya muerto… Ni significa que su “cadáver” haya desaparecido. No se trata aquí del “cadáver” físico, sino del “cuerpo” total de María, de su vida en plenitud, de su persona.
En el centro del “dogma” cristiano, del gozo de la vida
De esa forma, este dogma, nos sitúa en el centro del misterio cristiano, vinculado a la muerte y resurrección de Jesús, vinculado al “cuerpo y alma” de los hombres y mujeres, de todos los que de un modo o de otro, quizá sin saberlo, están unidos a Jesús. Como he dicho, este dogma no niega la muerte, no dice que el alma sea inmortal por su naturaleza; no escinde o separa a María del resto de los fieles, como si a ella se le hubiera ofrecido algo que no se da a los otros, como si ella fuera la única que muere y sube (resucita) al acabar el curso de su vida. Al contrario, este dogma abre para todos los creyentes una misma experiencia pascual, asumiendo con Jesús la muerte. María aparece así como primera cristiana completa, pues la vemos en Jesús y por Jesús como primera de los resucitados.
En esa perspectiva ha de entenderse la tradición de la iglesia, que ha vinculado la Asunción con la Coronación de María como reino del cielo y de la tierra. Evidentemente, se trata de una imagen, pero es muy significativa: a través de su vida mesiánica, al servicio del evangelio de Jesús, habiendo superado toda forma particular o egoísta de búsqueda de sí, María ha sido recibida en el misterio de la Trinidad de manera que el Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede aparecer en forma de paloma). De esa manera su misma carne queda integrada en el misterio de Dios, pero no en nombre propio, de un modo exclusivo, sino en nombre y del conjunto de la historia humana.
El mismo Dios que se ha encarnado en Jesús recibe en su gloria la carne de su humanidad (su gran cuerpo mesiánico), empezando por la carne de María, su madre. Por eso dirá el Vaticano II que ella no se puede separar de los creyentes, pues su camino sigue siendo el camino de la Iglesia o, mejor dicho, de la humanidad entera, abierta hacia Dios a través de una solidaridad de vida y muerte, de generación y solidaridad encarnada (cf. Lumen Gentium, 63-65).
Carece de sentido hablar de una Asunción exclusiva de María, pues ello iría en contra del gran principio de la unión de los creyentes en la carne. Los artículos finales del de la confesión de fe (creo en la comunión de los santos y en la resurrección de la carne) sólo pueden entenderse si es que ellos se vinculan entre sí, de manera que se hable al mismo tiempo de una comunión de la carne de la historia (no un plano de ideas o principios generales), para superar así el pecado y la injusticia de la tierra, y de una resurrección de los muertos, en la culminación de historia.
HACIA UNA FUNDAMENTACIÓN HISTÓRICA
Ésta ha sido y es un “dogma” discutido. Principios
Éste ha sido ciertamente un campo discutido, de tal forma que los cristianos han venido a dividirse y distinguirse desde su visión del símbolo mariano. Pero no es campo arbitrariedades, pues no todos los enfoques resultan igualmente razonables y bellos. En este lugar de profundización creyente y creación simbólica de la figura de María hemos querido situarnos, releyendo en clave de hermenéutica cristiana (ecuménica) y religiosa (humana) algunos relatos del NT. Hablamos desde una perspectiva católica, pero luego abrimos el enfoque y situamos la figura de María sobre un fondo donde caben las diversas confesiones cristianas. ((Cf. R. E. Brown, K. P. Donfried, J. A. Fitzmyer y J. Reumann (eds), María en el NT, Sígueme, Salamanca 1986; más información en S. C. Napiorkowski, Ecumenismo, NDM (Nuevo diccionario de Mariología, Paulinas, Madrid 1991) 644-653; M. Gesteira, Reforma, NDM 1689-1712; G. Gharib, Oriente cristiano, NDM 1498-1513. Quiero advertir que mi estudio se fija más en el método y acercamiento hermenéutico que en la discusión de contenidos y soluciones hermenéuticas.
-En nivel de historia humana (accesible de algún modo a todos los testigos) María ha sido mujer mediterránea, de origen galileo, madre conflictiva de un pretendiente mesiánico judío y luego miembro de su iglesia judeo-cristiana, como saben Lucas y Juan (a pesar de que Juan quiera hacerla miembro de la comunidad del Discípulo Amado.
- María no es por tanto una nueva versión del mito femenino de Dios, ni mujer eterna o avatara intemporalmente hermosa de la más hermosa de las diosas de oriente. Sobre la base firme y dura de su historia concreta de mujer y persona se funda y recibe sentido lo que sigue. Si en un momento dado olvidamos esta base destruimos el sentido cristiano de María como ser humano verdadero, como mujer y persona importante en la vida de Jesús y en el comienzo de la Iglesia, según el testimonio convergente de Lucas y Juan.
- Los cristianos helenistas han recreado simbólicamente la figura de María, descubriendo y/o expresando en ellas signos fuertes de la religiosidad humana del entorno y algunas novedades de la nueva experiencia evangélica del Cristo. Ella ha recibido así un profundo significado dentro del espacio de la confesión creyente. Los evangelios no conservan y/o elaboran su recuerdo para saciar una curiosidad, por otra parte lícita, acerca de la madre de Jesús sino para expresar el sentido de la fe.
- María actúa así como un catalizador simbólico del mesianismo cristiano: resulta difícil “contar” (transmitir) el sentido de Jesús sin aludir a su madre, expresando en ella el principio, camino y meta de la nueva experiencia creyente. Su símbolo no sirve para negar o camuflar la historia sino para afirmarla en su profundidad creyente.
Riesgo mítico
- La figura de María se sitúa desde tiempo muy antiguo (casi desde el mismo Nuevo Testamento interpretado en claves simbólicas, como ha sido ya quizá en ciertas lecturas de Ap 12) en el principio de un camino de apertura tendencial al mito. Llamo mito al símbolo de tipo intemporal que se desliga de la historia y expresa en forma imaginaria aquello que parece haber sido y será siempre, el eterno y divino retorno de las cosas. Entendido así, el mito destruiría la individualidad histórica de la madre de Jesús, no viéndola como persona individual sino como expresión de lo sagrado (femenino o materno) que se expresa en ella.
- El mito unifica lo divino con lo humano en un tipo de simbiosis suprahistórica, al proyectar hacia lo eterno (lo divino) los elementos fundamentales de la vida histórica: el nacer y el morir, lo masculino y femenino, la guerra y la concordia etc. En ese fondo María vendría a convertirse al fin en diosa. De manera muy normal, al situarla en el lugar donde el hombre y Dios se unen, la mariología coloca a la madre de Jesús, al menos de manera tendencial, en una línea abierta al mito; ella termina asumiendo (sin negar la historia) temas que el mito había desarrollado en plano transhistórico al hablar de la madre divina o la mujer sagrada. He elaborado de manera extensa el mito de lo femenino en las diversas versiones del antiguo oriente, en Hombre y mujer en las religiones, EVD, Estella 1996. Volveré al tema al final de este libro (desde Ap 12).
- Parece claro que existe un cierto arquetipo de lo divino femenino, tal como destaca la psicología de vertiente junguiana y muestran las varias religiones del oriente mediterráneo donde Deméter, Isis, Cibeles, la Madre Celeste y la Diosa Siria aparecen de algún modo como intercambiables. Pero en un segundo momento debemos afirmar que el arquetipo no está clausurado, no tiene que permanecer siempre de un modo. La realidad y sentido de la mujer no es algo que preexiste en un nivel celeste y se impone desde arriba sino un valor personal que los mismos seres humanos (mujeres con varones) vamos conformando a lo largo de la historia.
Pero la veneración a María es más que un signo mítico.
- En la visión cristiana de María influye ese arquetipo y el motivo de la hierogamia (y la figura de la Madre-Diosa) pero su elemento desencadenante y central es la historia concreta de la María. Cuando los cristianos hablan de ella no la recuerdan y veneran de un modo general como madre divina del paganismo universal sino como madre humana concreta del Cristo, descubriéndola misteriosamente vinculada al proyecto histórico y mesiánico de su hijo, que es el mismo Hijo de Dios.
‒ La fiesta de la “asunción” de María en el cielo… no es la celebración de un ser divino femenino (eterno, fuera del orden de la historia), sino el recuerdo de la vida y testimonio de María, la Madre de Jesús, un recuerdo que ha sido transmitido por la comunidad judeo-cristiana, a la que debemos estar inmensamente agradecidos. En su concreción histórica, como madre de Jesús y miembro de la iglesia, ella ofrece nueva identidad al ser humano, vinculado a Jesús en una historia de búsqueda, de encarnación y de fe…
-- Los judeo-cristianos han recordado en Jerusalén a la Madre de Jesús que ha culminado su camino en un gesto de fe y que ha sido enterrada al otro lado del torrente Cedrón, en uno de los lugares más "santos" de la memoria cristiana, bajo el Monte de los Olivos (su sepultura en Éfeso es una “invención” mística sin base alguna, a pesar de que hayan ido por allí un par de papas despistados de estos últimos decenios). Allí sigue estando la pieda de su “tumba” en Jerusalén (imagen segunda), uno de los lugares de peregrinación más importantes de la cristiandad.
La tumba de María en Jerusalén. Ecumenismo mariano
‒ He dicho que la tumba de María la Madre de Jesús está bien atestiguada en Jerusalén, junto al torrente Cedrón. Allí veneraron su memoria los judeo-cristianos, desde antiguo (tanto Lucas como Juan, y en algún sentido el mismo Mateo) retomaron tradiciones de María, la Madre de Jesús, como Gebira de la Iglesia… Pero los paganos-cristianos posteriores apenas recordaban la memoria de María la mujer concreta. Crearon un tipo de signo sagrado de “madre virgen” en abstracto, pero olvidaron a la Madre concreta de Jesús, a quien seguían recordando los judeo-cristianos.
‒ Por eso, los primeros peregrinos cristianos que acudieron a Jerusalén no recuerdan (no visitan) la tumba de María, porque estaba en manos de judeo-cristianos… Sólo mucho más tarde, cuando los judeo-cristianos desaparecen (por diversas razones) se empieza a recordar el lugar de la Dormitio de María, es decir (de su muerte-pascual, de su vinculación a Jesús). Éste argumento ha sido desarrollado con su habitual honradez y precisión por Ariel Álvarez, María de Nazaret. Visión bíblica Actual, Nueva Utopía, Madrid 2012.

- La mariología verdadera es una expresión simbólica (creyente) de la figura de María, no un desarrollo del mito del eterno femenino. Ciertamente, está en su fondo el riesgo del mito, y no podía ser de otra manera, pues la madre de Jesús asume para el creyente aspectos y valores de aquello que muchos pueblos han expresado al hablar de la gran mujer/madre divina. Pero todo eso queda asumido y superado (recreado) en la historia concreta de María, en clave de evangelio. Sólo pueden conservarse los posibles valores del mito (de la diosa/madre, del eterno femenino) allí donde ellos vienen a ser recreados en el símbolo personal de María, sobre el suelo firme de la historia de Jesús, entendida y actualizada desde el conjunto del evangelio, dentro de la iglesia.
‒ La grandeza de María no está en ser diosa/mujer, no está en el signo de su maternidad sagrada; ella es grande por ser sencillamente humana: la madre (al fin) creyente del Hijo de Dios… La madre que vivido intensamente el misterio (dolor y esperanza) de su Hijo… Asumiendo finalmente el camino de la Iglesia (de la Iglesia judeo-cristiana, que conservó su memoria). Lucas la pone en el centro de todas las iglesias del principio (Hech 1, 12-14) y el Cuanto Evangelio dice que su “casa” espiritual fue la comunidad del Discípulo Amado. Pero de hecho, ella, fue una judeo-cristiana, cuya figura todavía tendremos que recuperar de un modo histórico, antropológico y ecuménico..
REFLEXIÓN FINAL Y CONCLUSIÓN
Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, sino que forman parte de un continuo biológico, sin identidad personal. Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere… Así lo han destacado sobre todo los judíos, el pueblo de María; ellos no han querido evadirse de la muerte, como han hecho otras culturas. De esa forma, mirando cara a cara a la muerte, han aprendido y han sabido que la muerte nos reduce a la suma soledad, abriéndonos, al mismo tiempo, a la vida de los otros. Si no muriéramos no dejaríamos sitio en el mundo para los que vienen. Si no muriéramos haríamos imposible la vida de nuestros sucesores. Tenemos que morir para que otros vivan, abriendo con nuestra vida y muerto un cuerpo en el que ellos pueden encarnarse y seguir el camino de Dios.
La muerte nos da miedo, el miedo supremo, pero sólo por la muerte podemos gozar de verdad y dar la vida a los demás. «Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo... Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía (La Estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997 43-44).
En un sentido, ese saber sobre la muerte es maldición, como ha visto el relato del “pecado ejemplar” de Adán/Eva, en Gen 2-3: “el día en que comas morirás…”. Pero, en otro sentido, este morir (saber que se muere) puede y debe convertirse en bendición, en el momento culminante del sí a la vida, a la vida de Dios, a la vida de los otros. Sólo los hombres pueden morir por los demás; sólo los hombres pueden dar de verdad su vida, abrir su cuerpo, para que otros vivan de su mismo cuerpo (como Jesús, como María).
Sólo porque sabemos que vamos a morir podemos vivir, arriesgarnos y amar de verdad a los otros. Un hombre de este mundo, condenado a no morir, sería el mayor de los monstruos, un ser angustioso y angustiante. Morir es muy duro. Pero mucho más duro sería no poder morir, no poder dejar la vida… Una vida para siempre sólo tiene sentido cuando cambien las condiciones de este mundo, en la línea de Jesús, en la línea de María su madre. Sólo por la muerte (cuando damos la vida a los otros, como Jesús en la cruz) puede haber resurrección (ascensión al cielo).
Así lo han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús, sabiendo que Jesús ha muerto porque vivía, ha muerto para vivir (para que llegue el Reino), ha muerto para que otros vivan. Así lo visto la iglesia, descubriendo que todos los creyentes (¡todos los pobres!) mueren y resucitan y suben al cielo con Jesús, a un cielo de carne, de cuerpo y alma. Por eso han podido aplicar esta experiencia a María, madre y hermana de todos, en Jesús.
Sólo aquel que acepta la muerte (y que es capaz de morir en amor y por amor) puede vivir en plenitud, vive por siempre (como vemos en María). El autor judío ya citado, Rosenzweig, supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a los hombres con una mentira piadosa, diciendo que son inmortales y añadiendo que la muerte no es más que una apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista. Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. Los hombres mueren ese el destino; mueren y no son felices… pero todavía serían más infelices si no pudieran morir. Los hombre mueren, pero pueden descubrir en la muerte la mano de Dios y ofrecer su mano de amor a todos, como ha hecho Jesús, como ha hecho María.
El dogma de María
En ese contexto se sitúa la respuesta de la fe judía y cristiana, cuando afirma que el sentido de la vida está en vivir para los demás… y que de esa forma la misma muerte, sin perder su bravura y dureza y enigma (¡Dios mío, Dios míos! ¿por qué me has abandonado?), se convierte en signo de solidaridad, en vida que se abre (como ha visto de un modo impresionante el evangelio de Juan, al descubrir que del costado muerto de Jesús brota la vida, de manera que la misma muerte es ya resurrección). Pues bien, la Iglesia ha creído que María ha muerto como Jesús, dando la vida. Por eso la venera en la muerte, como signo de Resurrección y de Ascensión (Asunción).
Éste es el contenido de la fe, de la fe en la carne resucitado y compartida. Morimos solos, pero morimos, al mismo tiempo, para todos y con todos, en Dios, de manera que nuestra vida (nuestra carne) pueda hacerse vida y carne (cuerpo) para los demáss. Ésta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, ésta es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios: se ha hecho “cuerpo mesiánico” para todos.
Quizá sea bueno recuperar la figura de María como gebîra, madre mesiánica, tal como la han visto y acogido los judeo-cristianos. Lo dejamos para otro día.
