Dom 3 Año Litúrgico, fiesta de la Biblia Papa Francisco: Aperuit illis (Les abrió el Entendimiento)

Para recrear la Iglesia, partiendo de la Biblia

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Aperuit illis, carta apostólica sobre la lectura y “fiesta” de la Biblia        El Mes de la Biblia (septiembre 2019) ha culminado en la fiesta de San Jerónimo (30.9.19), día en que el Papa Francisco ha instituido el Domingo de la Palabra de Dios  (Domingo III  tiempo ordinario), en el contexto del “Octavario de oración por la Unidad de los Cristianos”, con la fiesta de la Conversión de San Pablo (25 de enero).

Esta fiesta ha sido  instituida por una Carta Apostólica,  enviada por el Papa, como  Motu Proprio (por su propia voluntad), a todos los creyentes, sin distinción sin distinción de clero y pueblo, pues todos son destinatarios e intérpretes de la Palabra de Dios. Esta Carta   que retoma los motivos principales del Vaticano II (Dei Verbum, Palabra de Dios, 1965), se titula 'Aperuit Illis' (=Les abrió), en referencia a dos textos importantes de la Biblia:  (http://w2.vatican.va... aperuit-illis.html )

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‒ El primer texto es  Lc 24, 45, donde se dice que Jesús resucitado abrió el entendimiento de los discípulos fugitivos de Emaús, que no habían entendido su camino, ni las Escrituras de Dios,  pues suponían que Jesús, como Cristo, tenía que haber instaurado sobre el mundo el Reino de su Gloria, con poder canónico, civil y religioso (e incluso político) para culminar de esa manera la promesa de Israel.  Pero Jesús les salió al paso y así, caminando con ellos, les abrió el entendimiento para comprender Escrituras, empezando por Moisés, y pasando por los profetas y los salmos, hasta llegar a su entrega mesiánica y al surgimiento de la Iglesia en el pan compartido.

‒ El segundo texto, que sirve de anticipo al de Emaús, es el sermón de Nazaret de Galilea (cf. Lc 4, 17‒18), donde    “Jesús abrió el libro de la Biblia, para explicar su sentido a los “fieles” testarudos de su pueblo, comenzando  por Is 58, 6 y 61, 1‒2,  enseñándoles que el mesías viene a liberar a los oprimidos y redimir a los cautivos, abriendo los ojos de los ciegos, anunciando a todos el año de gracia del Señor.

Este documento, con la instauración de la “Fiesta de la Palabra de Dios” tiene otros rasgos  importantes, que deberán estudiarse con cuidado, partiendo de la Biblia y del Vaticano II (Dei Verbum).  Pero en este momento “fuerte” de la cristiandad católica (1919), cuando algunos  acusan a Francisco de no ser Papa‒Teólogo como los anteriores, sino  cura de pueblo,  en el mal sentido de la Palabra, Francisco ha querido ratificar dos cosas de un modo inteligente y hondo, muy cristiano:

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 ‒ El Papa dice a todos los cristianos   (no a cardenales, obispos y presbíteros) que abran su mente a la Escritura, para entenderla bien, como hizo Jesús a los fugitivos, nostálgicos  de poder de Emaús (Lc 24). De un modo semejante, Francisco quiere abrir la mente de los que abandonan la Iglesia o de los que quieren imponer su voluntad en ella... para que comprendan la Escritura. Quiere que el mismo Jesús, gran exegeta, primer y único teólogo fundante de la Iglesia, abra su mente (aperuit illis…), para que entiendan el camino y tarea del evangelio, con Moisés,los Profetas y los salmos…  De esa forma expone su más alta teología, que es la Palabra de Dios en la biblia.

El Papa recuerda a los cristianos que el mismo Jesús abrió el Libro de la Biblia por Isaías en Nazaret, su pueblo (Lc 4), para enseñar a su gente la verdad del camino de Dios, en un camino que se abre ante todo a (desde) los pobres. La verdadera teología es una “lectura” gozosa (liberadora y comprometida) de la Biblia, desde Jesús y con Jesús, para evangelizar a los pobres, para liberar a los cautivos, para iluminar los ojos de los ciegos, para vivir de esa manera “el año de gracia de Dios” (Lc 4, 17‒8). Francisco nos lleva de nuevo a Nazaret, para que abramos bien la Biblia (no como algunos pretendidos pastores de seguridades propias), que no son “teólogos de Biblia” (es decir, de la raíz de la Palabra de Dios), sino de una tradición muy parcial (y partidista).  

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            Es evidente que el Papa Francisco no ha podido decir (ni dice) así las cosas (como yo las digo o las supongo), en un  contexto de polémica teológica intra‒eclesial, cuando muchos le acusan de ser mal teólogo, de poner en riesgo la vida de la Iglesia, en contra de otros papas que habían sido mejores teólogo… Pues bien,  el Papaha respondido de un modo humilde y profundo (¡inteligente!), remitiendo a los dos pasajes fundamentales del Evangelio de Lucas, en los que Jesús mismo aparece como el Teólogo de la Escritura, empezando en Nazaret y culminando en Emaús.

Una lectura de fondo de esta Carta Apostólica

 En el contexto que acabo de indicar, con ocasión del documento y de la “fiesta” de la Biblia que al Papa Francisco acaba de instaurar, con ocasión de los 1600 años de la muerte de San Jerónimo (30. 09. 420 d.C.), patrono de los estudios bíblicos en la iglesia latina, culminando el mes de la Biblia (septiembre de 2019), en comunión con los hermanos de la Editorial del Verbo Divino (esto es, de la Palabra de Dios), a quienes agradezco que publiquen  mis trabajos  y felicito por su labor editorial y pastoral al servicio del conocimiento de la Escritura. 

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Con este motivo, quiero ofrecer en doce puntos una visión de conjunto de la lectura y pedagogía cristiana de la Biblia, retomando los motivos principales de la Constitución del Vaticano II (Dei Verbum, sobre la Palabra de Dios, 1965) desde la perspectiva de la Carta Apostólica del Papa Francisco (Aperuit Illis, 30. 9. 2019), en la que él viene a mostrarse como el más hondo papa teólogo de los últimos tiempos, por llevarnos con su  característica sencillez profunda al manantial de la Palabra de Dios, para así entender el sentido de la Iglesia y transformarla (recrearla) desde su raíz, que sigue estando en Nazaret Galilea y en Emaús, en el entorno de Jerusalén, donde tenemos que volver para que el mismo Jesús abra por un lado el libro (Nazaret) y abra por otro nuestro entendimiento (Emaús) para comprender, vivir y aplicar la Palabra de Dios.

He querido recoger así, como he dicho,  doce punto principales de la interpretación y vivencia de la Biblia, partiendo del Vaticano II (DV = Dei Verbum) y del programa teológico del Papa Francisco (Aperuit illis…).  Aprovecho la ocasión para dar gracias al Dios de Jesús, que me ha permitido seguir leyendo y comentando la Escritura, en comunión con aquellos que buscan e interpretan su sentido en línea de Iglesia, al servicio de todos los hombres.

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1. La Biblia, Don amoroso de Dios, un regalo de vida. El Concilio Vaticano I (1869-1870) había querido poner de relieve la “revelación natural de Dios”, en un plano filosófico, es decir, de conocimiento teórico, más que de experiencia estrictamente religiosa, afirmando que los hombres tienen la capacidad natural de conocer a Dios a través de su propio razonamiento. En esa línea, se podría afirmar que la primera Biblia es la misma razón humana, es decir, el pensamiento de los hombres, desarrollado con libertad.   Pues bien, para ratificar esa visión del Vaticano I, el Concilio Vaticano II (1962-1965), ha insistido en la revelación “personal” e histórica de Dios, que ha querido manifestarse a sí mismo, en gesto de donación o regalo gratuito, por Jesucristo, su Hijo, tal como lo ha recogido y testimoniado la Escritura.

    La Biblia no se ha limitado a ofrecer verdades teóricas más profundas, que podrían codificarse en un tipo de cuerpo de doctrinas, para que los hombres las acepten como dogmas, sino que ha revelado la propia vida de Dios, hecha Palabra, del Dios  que se ha dado a sí mismo, a fin de que los hombres puedan insertarse en su Vida, recibida en amor creador y responsable, a través de una historia de la salvación que se centra en Cristo (cf. DV 1). La Biblia ha de acogerse y entenderse por tanto en la línea de la revelación religiosa, es decir, del encuentro gozoso del hombre con Dios, dentro de la historia de cada comunidad cristiana y de cada Iglesia.

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2, La revelación es un despliegue dialogal,una palabra compartida, y se centra en el hecho de que Dios se manifiesta como Palabra (Verbum), es decir como Vida específicamente humana, que se expresa en el diálogo personal de los hombres con Dios, y de los hombres entre sí. Queda así claro que Dios no revela “cosas”, sino que se revela a sí mismo, para que los hombres sean plenamente humanos “creyendo”, es decir, aceptando la vida como don de amor, al comunicarse amorosamente ellos mismos, unos con otros… Lo que importa no son unas teorías, sino un camino de vida, abierta a la comunicación. En esa línea, el Concilio Vaticano II habla de auto-manifestación o auto-donación personal de Dios, que dialoga con los hombres como amigo, compartiendo su vida en ellos y con ellos.

Dios no se impone a los hombres con un tipo de poder superior (para que se sometan a él), sino que les abre su intimidad para que puedan “habitar” dentro de ella (es decir, dentro d Dios, en su interior divino, en la profundidad de su vida), en conversación respetuosa y responsable, que se expresa en el diálogo comunitario de los hombres y mujeres en un plano humano. La revelación constituye por tanto un diálogo de Dios con los hombres, para que los hombres puedan dialogar entre sí, a lo largo de una historia de salvación, en línea creyente (es decir, de fe personal).  Significativamente, el Papa Francisco dirige su Carta apostólica a todos los creyentes, para que escuchen la palabra de Dios y dialoguen en verdad y amor. Eso significa que la Biblia no es “propiedad” de una jerarquía superior,  sino palabra de comunión de todos los creyentes.

 3. La revelación bíblica se centra en Cristo, que en Nazaret  empezó explicando el Libro (Isaías) para presentarse en Emaus  como verdad y vida del libro.   La Palabra de fondo de la Biblia no trata de Jesús, como si fuera un argumento externo, como si Jesús pudiera separarse de la Biblia (o ella de Jesús), sino que la verdad bíblica se identifica con la verdad de la vida de Jesús, que así aparece como Verbo Encarnado, es decir, como Biblia hecha “persona” en su misma vida personal (de Cristo, Hijo de Dios), creador de comunión (es decir, sanador, amoroso, entregado por los otros, en fuerte esperanza, hasta la dar la vida por ellos en la Cruz). En esa línea podemos decir que la Biblia refleja en forma humana la verdad y misterio del amor más profundo de Dios,  a quien los cristianos presentan como Trinidad (diálogo interpersonal del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo).

Así debemos añadir que la revelación no es un Libro aislado (aunque los libros del AT y del NT sean muy importante), ni es un conjunto de verdades transmitidas y recogidas en un tipo de almacén o depósito doctrinal (aunque en sentido figurado se puede hablar de un depósito o contenido de doctrinas bíblicas), sino que ella se identifica con un Hombre (llamado Jesús), en quien Dios expresa su plena verdad (es decir, su amor creador), abriéndose en  Jesús  a todos los hombres, que se introducen así de un modo vital en el mismo despliegue del diálogo trinitario, del Padre con el Hijo Jesús, en el Espíritu. En ese sentido, en contra de unos gnósticos buscadores de libros separados de la vida, Ignacio de Antioquía afirmaba: “mis libros y archivos (es decir, mi biblioteca) es el mismo Cristo” (a los Filadelfios 8. 2. 2).

 4. La revelación se transmite a lo largo de la historia, pero sin perder nunca su novedad, sin identificarse con una teología particular, como  la que ha podido ser  un tipo de Escolástica post‒tridentina (como la que quieren imponer quizá en contra de Francisco algunos cardenales de curia o periferia).  De esa manera, antes de hablar de la Escritura (fijación de la Palabra en unos libros) puede y debe hablarse de una Tradición o Comunicación viviente, entendida como despliegue y expansión de la Palabra, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (y en el conjunto de la historia de las religiones). Dios habla a los hombres de tal forma que ellos pueden transmitir (comunicarse) la Palabra.  

No hay una Revelación acabada y perfecta, que después se transmite a los hombres, sino que la misma transmisión (comunicación humana) de la Vida de Dios, a lo largo de la historia, forma parte de su revelación. En ese sentido podemos y debemos hablar de una historia y communio salutis (historia y comunidad de salvación; cf. DV 7-8). En ese sentido, la Biblia se identifica con la experiencia más honda de la vida de la comunidad creyente, concretada en forma de “palabra”, en unos libros que se van fijando a lo largo de una historia conflictiva, en la que pueden expresarse de algún modo todas las historias de los hombres. Desde una perspectiva cristiana, se podría decir que el Antiguo Testamento” está formado por la historia de todos los hombres y los pueblos que siguen buscando a Dios (buscando su propia verdad). Dentro de ese Antiguo Testamento de la humanidad entera, el Antiguo Testamento de Israel constituye la expresión ejemplar y la condensación de esa búsqueda y experiencia religiosa del conjunto de los pueblos.

 5. La Escritura crea Tradición, pero una tradición viva, que no se cierra en sí, sino que vuelve siempre a la fuente de Jesús, en Nazaret y Emaús, en forma de liberación (Nazaret) y de comunión eucarística (Emaús). En ese contexto se puede hablar de la relación que hay entre esos dos momentos de la única revelación (Escritura, Tradición), que no se entienden como fuentes distintas (como a veces se decía), ni como una sola fuente (la Escritura, en un sentido exclusivista, como algunos protestantes han creído: ¡sólo importa la letra de la Biblia!). La Tradición bíblica forma parte de la gran tradición religiosa de la humanidad, y se expresa de una forma privilegiada (aunque no única) en la Escritura, es decir, en una serie de textos recogidos canónicamente por la comunidad creyente (judía y cristiana, AT y NT), que los considera inspirados por el mismo Dios.

Firme lo anterior, debemos añadir que, una vez “fijada” en forma canónica (reconocida como tal por judíos y cristianos), la misma Escritura se sigue expandiendo y comunicando en una Tradición de vida cristiana, que no es algo que se añade desde fuera a la Escritura, sino que es la misma Escritura, vivida y actualizada por los creyentes. En esa línea podemos y debemos añadir que la biblia (libro concreto) sólo es Biblia (palabra de Dios) en la medida en que se lee e interpreta, se comparte y se revive dentro de una comunidad creyente... Así afirmamos que la Biblia es un libro vivo, que se sigue escribiendo y expresando a lo largo de la historia de los creyentes (cf. DV 9).

 6. Palabra en Iglesia, para crear Iglesia, desde el Jesús de Nazaret y de Emaús, en un camino de liberación abierto a todos los hombres y de compromiso pascual. La revelación de Dios resulta inseparable de la comunidad de aquellos que la acogen, la viven y la transmiten, es decir, del pueblo de Israel y, en el caso cristiano, de la Iglesia de los seguidores de Jesús. No se puede hablar de Revelación en sí, sin una comunidad que no sólo la reciba y entienda, sino que se deje transformar por ella, dándole de nuevo “vida”, porque la Palabra sólo es Palabra en la medida en que se dice, se acoge, se responde, en una historia de comunicación personal y social, que tiene como modelo y centro de referencia la Biblia Escrita, centrada para los cristianos en el testimonio de la muerte y resurrección de Cristo.

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Ciertamente, puede haber (y hay) unos intérpretes privilegiados de esa Palabra que son aquellos que la han “fijado” por escrito (hagiógrafos o escritores sagrados), y también los ministros o responsables de las comunidades, encargados de mantener vivo el impulso de la Palabra (ministros que en la Iglesia constituyen eso que se llama el “magisterio”: DV 10). Pero ellos son privilegiados y valiosos sólo en la medida en que acogen el impulso vital de la Palabra de Dios en y para las comunidades, es decir, para todos los creyentes. En esa línea debemos añadir que la Biblia no es el libro de unos autores e intérpretes aislados, sino de todo el Pueblo de Dios, que se establece y va creciendo en la medida en que viene a presentarse como “libro de Dios” en la historia (Dios hecho libro entre y para de los hombres).

 7. Libro de la Iglesia entera, no de una parte, pues todos en la iglesia son “laicos”, pueblo de Dios, en un camino marcado por Nazaret y Emaus. Una división estamental demasiado fuerte entre clérigos y laicos, unida a la falta de conocimiento de gran parte del pueblo cristiano y, especialmente, al miedo del “libre examen”, propio de un tipo de protestantismo, hizo que durante mucho tiempo (y en especial desde el Concilio de Trento: siglo XVI) la Biblia dejara de ser libro del pueblo de Dios, convirtiéndose en texto particular de la Jerarquía (Magisterio) y de los teólogos (que se tomaban como parte de la Jerarquía). Esta situación se siguió manteniendo en un tiempo en que una parte siempre creciente de la población empezaba a leer (desde el siglo XVIII en adelante). De un modo consecuente, en ese tiempo, los cristianos en general (y sobre todo los católicos) dejaran de tener acceso a la Biblia, convirtiéndose en “analfabetos” y súbditos de la jerarquìa, sin más obligación que la de “escuchar y aprender” lo que dijeran los clérigos.

De esa manera, la Escritura, leída además en latín, conforme a una traducción canónica (la Vulgata), se convirtió en libro de eclesiásticos, interpretada por ellos, de un modo doctrinal y moralista para “bien” del pueblo (pero sin el pueblo). Pues bien, en contra de esa larga “tradición”, la DV 23-25 pide a todos los cristianos que lean a interpreten la Biblia por sí mismos, sea en los textos originales, sea en buenas traducciones, inaugurando así una nueva etapa en la historia de la Iglesia católica, de manera que ellos (todos los miembros del pueblo de Dios y no sólo algunos clérigos) sean los verdaderos intérpretes recreadores de la Escritura.

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 8. Escritura, Magisterio y comunidad cristiana, una visión de conjunto. Ciertamente, la DV 10-13 sigue pidiendo al Magisterio que acompañe y guíe a los cristianos en la lectura e interpretación de la Biblia. Pero, desde el momento en que todos los cristianos pueden (y deben) leer la Biblia, para alcanzar así su madurez en la fe y comunión creyente, en continuidad con la tradición de la Iglesia, el Magisterio pierde su carácter de exclusividad o “precedencia” y superioridad. Jerarcas y pastores de las iglesias no son ya personas que “saben más” (no son los únicos que pueden leer y leen bien, como era antaño), pues hay muchos cristianos que conocen tanto o más que ellos, pudiendo así no sólo entender la vida del mundo sino la vida y despliegue de la Iglesia. Eso significa que los representantes del Magisterio (obispos y clero) deben colaborar con el conjunto de la Iglesia, no porque saben más, sino porque están al servicio de la comunión entre todos, es decir, al “servicio del orden” en la iglesia (por eso han sido instituídos, no como jerarcas, sino como servidores del orden eclesial, según la Palabra de Dios).

Desde el momento en que la Revelación no se entiende ya como un “depósito de verdades”, sino como experiencia de comunión con el Dios de Jesús, en vinculación con la Eucaristía (mesa de la Palabra y de la mesa del Pan), cambia la forma de situarse ante la Biblia y la Tradición. La Biblia no se conocer ya mejor por saber más cosas sobre ella, sino por penetrar más intensamente en su despliegue de vida, a través de un proceso de evangelización que se centra y encuentran su punto de referencia en Jesucristo. En esa línea, los católicos han de aceptar el valor del “libre examen” de la Biblia, que proponían los protestantes del siglo XVI, pero con dos matizaciones: No se trata de un “examen” intelectualista, como si cada uno pudiera decidir el sentido de la Biblia a su capricho, sino de un “dejarse interpelar por la Escritura de Dios; no se trata de un examen “individualista” (cada uno por sí), sino de un despliegue y conocimiento comunitario de su verdad.

 9- Escritura, Teología… (¿y Derecho Canónico…?). Antes del Vaticano II (1962-1965), al menos desde el Concilio de Trento (1545-1563), la Teología se había separado de la Biblia, convirtiéndose en una especie de saber autónomo, fundado en ciertas tradiciones dogmáticas de la Iglesia, separadas de la Biblia. Lo mismo sucedía con el Derecho Canónico, es decir, con la “Ley fundamental” de la Iglesia, que tenía cierto parecido con la Biblia (y decía apoyarse en ella), pero que de hecho se había convertido en una “ciencia” y práctica independiente. De esa forma, los teólogos y los canonistas acudían a la Biblia como a una “cantera” para extraer verdades que sirvieran de prueba para los razonamientos dogmáticos, que ellos seguían haciendo por sí mismos. En esa línea, los Canonistas utilizaban la Biblia para establecer a partir de ella unos principios generales, pero luego desarrollaban sus normas y conclusiones como si no existiera Biblia (ni el Jesucristo).

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En contra de eso, la DV 24  y toda la carta de Francisco (Aperuit illis…) pide que la Escritura sea  “el alma de la Sagrada Teología”, es decir, su verdad más honda, recuperando de esa forma una tradición antigua de Oriente y Occidente, pues sólo a partir del siglo XIII habían comenzado a existir tratados de teología autónomos, independientes de la Biblia (Sentencias de Lombardo; Summa de Santo Tomás de Aquino). Pues bien, al retomar como base la Escritura, la Teología vuelve al principio de la Revelación bíblica, centrada para los cristianos en Jesús, en el contexto de la búsqueda y experiencia religiosa de la humanidad. Lo mismo tiene que suceder con el Derecho Canónico, es decir, con la norma de vida de la Iglesia, que ha de fundarse en la Biblia, no como verdad  en sí o como imposición, sino como expresión de un “orden”, en un proceso de discernimiento y creatividad que está comenzando en este momento (siglo XXI). Por eso, el “sacramento” de los ministerios eclesiales no es sacramento de “sacerdocio” (el sacerdocio pertenece a todos los bautizados…), sino del “orden”, es decir, de una organización eclesial en libertad, desde la Escritura.

 10 Biblia, libro de Dios, libro del Jesús entero, de Nazaret a Emaús. La Revelación, expresada en la Escritura y actualizada en la Tradición del conjunto de la Iglesia, constituye la norma de referencia y sentido de la Economía o manifestación salvadora de Dios, es decir, de su presencia en la vida de los hombres. Ciertamente, se puede y debe decir que existe Dios en sí (en su Inmanencia trinitaria); pero sólo puede ser conocido y resulta accesible a los hombres a través de su “economía salvadora”, es decir, en la historia de amor y vida de los hombres, tal como la va expresando la Biblia, de una forma tanteante, centrada en Cristo.

El Dios revelado en la Escritura, tal como se vive y actualiza en la tradición cristiana, es el mismo Dios en Sí, ofreciéndose a los hombres y revelándose a ellos en el mismo despliegue de la vida humana, como palabra interior, fuente de experiencia y crecimiento personal, a lo largo de una historia que conduce hacia el Reino de Dios, a través de la Resurrección de Jesús, que es, para los cristianos, el centro y foco de luz de toda la Escritura. Eso significa que para los cristianos la Escritura viene a desvelarse como expresión del sentido y presencia de Jesús, es un momento central de la revelación o economía salvadora de Dios, que se abre (por Cristo y con Cristo) a todos los pueblos de la tierra.

 11. Hechos y palabras (=gesta et dicta), las palabra de la Biblia se hacen vida en Jesús y en la vida liberadora y pascual de la Iglesia. La Revelación de Dios se expresa en hechos y dichos (gestis verbisque, como dice la DV desde núm. 2, como supone toda la Carta apostólica de Francisco, Aperuit illis). Según eso, la Revelación es un acontecimiento y una palabra que se expresa y acontece en la totalidad de la vida, es decir, en aquello que los hombres hacen y dicen, en la misma realidad de lo que son y conocen. Ella se identifica por tanto con la hondura y sentido de la vida de los hombres, condensada de forma ejemplar en Jesucristo, en su mensaje (=palabras) y en su vida y muerte (hechos). De esa forma se vinculan la presencia creadora de Dios y el despliegue de la historia, pues la misma Vida humana puede y debe entenderse por Jesús como Revelación de Dios, conforme al argumento más profundo de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia, no en oposición a otras religiones y culturas, sino en diálogo con ellas.

En ese sentido, la revelación se identifica con el despliegue personal (dialogal) de los hombres y mujeres, en un camino creador de vida, que se centra en la justicia y el amor de Jesús, abierto a la resurrección o plenificación de los muertos, tal como se despliega en Jesucristo. Por eso, la Biblia no es simplemente un libro para leer, sino “para hacer”, es decir, para hacernos en verdad personas (en la línea del famoso libro de J. L. Austin, How to Do Things with Words, 1975). En esa línea podríamos decir “cómo hacernos personas con la Biblia”, desde el impulso de la vida creadora de Dios que se expresa por Jesús (como Jesús) en el mismo despliegue de la Biblia.

 12. Revelación, un camino de libertad esperanzada, como el Papa Francisco ha puesto de nuevo de relieve en su documento Aperuit Illis. Entendida así, la revelación abre un espacio de libertad (la libertad de Dios) para todos los hombres y mujeres, superando un tipo de sometimiento anterior, cuando se creía que sólo los clérigos (Magisterio) sabían y que el resto de los fieles debían limitarse a escuchar (obedecer) su palabra. En esa línea, entendida en su plenitud, la revelación bíblica implica no sólo una historia o despliegue de Vida, sino también una comunidad de creyentes, que se comunican entre sí, recibiendo, compartiendo y transmitiendo esa Vida a los demás.

Eso significa que la Biblia abre y transmite un camino de comunicación en libertad. Ella no se expresa en un sistema de imposición doctrinal, sino en una comunidad de comunicación abierta a todos, en una línea de enriquecimiento mutuo y de búsqueda compartida. Por su misma naturaleza (vinculada a la entrega liberadora de Jesús por el Espíritu), la experiencia cristiana, implica un tipo de escucha común de la Palabra, al servicio de la implantación del Reino de Dios. La Biblia se despliega según eso y recibe su sentido en una comunidad de Oyentes de la Palabra, en la que todos pueden y deben aportar su experiencia, al servicio del amor mutuo como saben, por un lado, los creyentes judíos y, por otro, en otra línea (no opuesta, sino complementaria) los oyentes y practicantes de Escrituras cristianas (empezando por Pablo en 1 Cor 11-14 y siguiendo por el Evangelio de Juan).

Conclusión

Ciertamente, el documento del Papa Francisco (Aperuit Illis…) no quiere ser una respuesta a los que le acusan de “poco teólogo”, ni una crítica de aquellos que le critican, pues se sitúa en un plano más alto de revelación de la Palabra. Pero el Papa muestra que es mejor teólogo que todos aquellos que le critican.

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