Prohibido amar (El Dios platónico y la Dama)
Amor prohibido, amor platónico
Emilita ha presentado ayer un precioso trabajo sobre los rostros del amor, desde el Tenorio a la Virgen, pasando por Ulises. Yo había destacado las dificultades del amor humano, según Tirso de Molina: el que bien quiera amar tiene que hacerse fraile o morir. En esa línea he venido recordando desde hace muchos años, un libro ejemplar, del fenomenólogo francés D. de Rougemont, titulado El amor y occidente. Allí se dice que desde la Edad Media, la gran literatura occidental ha sido platónica y no cristiana, gnóstica y no evangélico. Desde los juglares provenzales hasta los “amigos” de la lírica galaico-portuguesa y los maestros de Tristán e Isolda, todos han mostrado que el amor concreto, amor matrimonial, de carne y vida, es imposible, es en el fondo malo.
Conforme a la visión del platonismo, los amores de este mundo valen porque encienden el recuerdo de un amor más alto que sólo puede realizarse abiertamente tras la muerte. Por eso, todo amor es una especie de «memento mori»: anticipa ya tu muerte, recuerda al hombre que debe morir. Esta visión se despliega de manera intensa en un conjunto de mitos, desarrollados de manera especial en el Medioevo, conforme a los cuales, el hombre y la mujer, pasionalmente atraídos, nunca pueden culminar su amor ni llegar al matrimonio, porque en el fondo el “amor carnal completo” es malo, deficiente.. El verdadero amor resulta siempre irrealizable sobre el mundo. Impulsado por una pasión de de trascendencia, el amante no quiere a la esposa, sino busca el absoluto, reflejado en rasgos femeninos.
El tema aparece, por ejemplo, en Tristán e Isolda, en los Amantes de Teruel y en la Celestina. En cada caso, la mujer es para el hombre un signo de misterio, un espejo en que aparece y se despliega lo divino. Por eso, quien desea alcanzarla ha de morir para llegar a su objetivo. Los desposorios verdaderos solo pueden celebrarse en el cielo, tras la muerte. En esta misma línea se sitúa también el drama de La Peña de Francia, de Tirso de Molina. El amante es un peregrino que busca a su dama, entre peligros, sombras e ideales. Tiene que dejarlo todo y, en esfuer¬zo de total despojo, debe ascender a la montaña, donde la dama le espera y le mira, con ojos de amor celestial, mientras cae una roca y le mata. La boda se realiza en sangre, el banquete acaba en cielo.
El amor es imposible, el amor como pasión de muerte. Unos ejemplor
En esa perspectiva, el amor se ha de entender como pasión de muerte: la llamada de la novia, del amante o compañero abre los ojos y conduce al corazón hacia un misterio que no puede colmarse en esta tierra. Por su grandeza y lejanía, el mismo amor se expresa como principio de muerte. Al amante no le mata algo exterior, un asesino que le busca y remata por algún tipo de envidia. El amante muere siempre por un mal de amor: muere por lograr lo que desea, por abrirse al imposible, por gozar ya sin fronteras de la vida que se extiende al infinito. Esta muerte no se puede interpretar en la línea de Jesús, que da la vida por el bien de los demás, sino en la línea de un amor precristiano, de tipo platónico, de un amor que puede encontrarse también en las religiones del oriente: sólo la renuncia a los bienes de este mundo nos conduce a la unión definitiva de amor en lo infinito. Entre los ejemplos básicos de ese amor imposible, amor de muerte, podemos citar otra vez algunos:
Tristán e Isolda no se casan: una espada les divide y separa en el lecho.
Los amantes de Teruel (Tirso de Molina) tampoco pueden amarse. Cuando todo está ya preparado surge la gran dificultad…El amante se retrasa y ve a su dama ya casa, para matarse él primero y después ella. Así están, en Teruel, queriendo tocarse lo dedos sin lograrlo, en dos tumbas unidas, separadas.
En la Peña de Francia (Tirso de Molina), Simón Vela que viene a la montaña a casarse se muere al ver a la Dama, que es la Virgen. Son bodas de sangre.
Romeo y Julieta (Shakespeare)tampoco se casan, no pueden casarse. El amor total es imposible en este mundo, a pesar de algún hombre bueno de la Iglesia lo haya querido.
Don Quijote (Cervantes) sabe que el amor carnal del caballero y la Dama es imposible…
Pueden ponerse otros mil ejemplos de la literatura occidental que parece incapaz de cantar el amor. Habla de amoríos diversos, pero si llega el amor verdadero (el matrimonio) la historia acaba. Es como si el Amor fuera imposible, como si un Dios celosa impidiera que un hombre y una mujer (los de Verona o Teruel) pudieran encontrarse y compartir para siempre el amor sagrado de la vida.
Una reflexión final. Dios no prohíbe el amor, Dios es amor.
Lo anterior ya basta. El tema de este post ha terminado. Pero si alguien quiere seguir encontrará aquí una breve reflexión cristiana, que quiere superar el enfoque anterior. El Dios cristiano es amor.
1. Dios muere por los hombres. La pasión de amor tiene un rasgo positivo, de entrega a favor de los demás, en la línea del ágape. El amor cristiano no se desliga del mundo, ni se separa de los hombres y mujeres, para hallar la libertad sobre lo eterno; no utiliza los valores y bellezas de la tierra como paso, una escalera que al final ha de tirarse para hallarte con lo eterno. En el principio del amor cristiano está el mismo Hijo de Dios que se encarna y muere para salvar de esa manera a los hombres. Lo que importa no es que el hombre muera para hallar a Dios. Lo inaudito es que Dios mismo ha penetrado en el abismo de la muerte para hallarse con los hombres.
2. Los hombres mueren “por un Dios falso”. La pasión del mito de Tristán e Isolda, y de los otros mitos semejantes, actúa de manera inversa: es el amante, el hombre de este mundo, el que tiene que morir para así alcanzar a su amada en el cielo. Tristán, como el amante de Teruel, como Calixto o el peregrino de la Peña de Francia, deben morir, pues sólo en el mundo de arriba puede encontrar a su amada. Tristán muere porque es necesario abandonar el mundo y conseguir el amor en lo divino. Jesús es diferente: viene desde el cielo de su Padre porque quiere introducirse en la existencia limitada de la tierra, quiere realizarse en ella y de esa forma «realizarnos» a nosotros. A Tristán, hombre del mundo, le interesa lo divino; a Jesús, Hijo de Dios, le importa radicalmente lo humano.
Jesús no sólo se hace hombre para amar a los hombres, sino que vive totalmente para ellos. Por eso, sus amigos y compañeros (Pedro y Juan, Marta o María) no son simples signos de un camino que conduce al cielo, sino personas concretas a las que puede amar en la tierra. Jesús no tiene que morir para amar, sino que muere porque ama ya y porque lo hace de manera intensa. Jesús ha sido y es «Dios hecho carne»: introduce en nuestra vida el ser de lo divino y lo introduce sobre un mundo conflictivo, atormentado, destrozado. Pone su tesoro –el tesoro de su ser y su belleza, su palabra y su destino – en nuestras pobres manos de tierra, manos de Adán y de Caín, de pecadores. ¡El Hijo de Dios ha plantado la tienda de su amor en nuestra casa! (cf. Jn 1, 14), entre unos hombres vacilantes, a veces despiadados, duros, vengativos. Vivió para entregarles su cariño. Como es normal, algunos le escucharon, recibieron su regalo, agradecieron su palabra. Pero, actuando con la lógica del mundo, otros se sintieron amenazados y le mataron; tomaron su mensaje y su persona y lo colgaron, como infamia, en un madero. La cruz de Jesús no es la expresión de un hombre que se eleva hacia los cielos sino el signo de un Dios humanizado que se entrega a favor de los hombres.
D. de ROUGEMONT, El amor y occidente, Kairós, Barcelona 1995, ha dicho lo esencial sobre el tema. Cf. también E. von OBERG y G. von STRASSBURG, Tristán e Isolda, Siruela, Madrid 2001; X. PIKAZA, “María, esposa del creyente, en Tirso de Molina”: Estudios 38 (1981) 461-485.