Las apariciones en la Biblia. Un tema “oscuro”

Apariciones y experiencia religiosa.
Muchas religiones hablan de apariciones, es decir, de manifestaciones de seres superiores, favorables o desfavorables (dioses, demonios…). En sentido estricto, deberíamos distinguir entre apariciones objetivas (los seres sobrenaturales se hacen visibles, es decir, se muestran ellos mismos) y visiones subjetivas (los hombres, especialmente algunos, llamados videntes) creen ver y ven realidades que otros son incapaces de observar (tipo angélico o sagrado), porque forman parte de su mundo interior. De todas formas, es muy difícil distinguir los dos conceptos, de manera que aquí los tomamos como unidos, sin distinguir entre el plano objetivo y subjetivo o, más bien, suponiendo que ellos se encuentran vinculados.
En ese sentido podemos afirmar que la experiencia religiosa es capaz de hacer que los ojos se abran, para que veamos cosas que otros son incapaces de descubrir, pero que están ahí, llenas de significado. La experiencia religiosa rompe el nivel de las observaciones inmediatas y capacita a los hombres para mirar, de alguna forma, el otro lado de la realidad, un orden distinto de existencia. En ese sentido, casi todos los grandes fundadores religiosos han sido videntes: han logrado descubrir algo que antes no se veía (o que los otros no veían). Moisés ha visto al "ángel de Dios" en la zarza ardiente (Ex 3); Mahoma ha visto con frecuencia al ángel Gabriel, junto al árbol del confín. En otra línea, Arjuna ha visto a Krisna (Bagavad Gita) y Buda ha sido iluminado… Entre esas y otras apariciones hay grandes diferencias, pero todas tienen algo en común: una ruptura de nivel, una emergencia o presentación de algo (de Alguien) distinto. En esa línea, los cristianos dirán que han visto a Jesús resucitado (cf. 1 Cor 15, 4-9).
Antiguo Testamento 1. Valor de las apariciones
El judaísmo oficial ha sido muy reacio a todo tipo de apariciones, pues ellas vinculan a Dios con algo que se ve, es decir, con una imagen, con el mundo de las formas y las representaciones, propias de los paganos. En contra de eso, "vosotros oíais la voz de las palabras, pero no veíais imagen alguna... Tened mucho cuidado, no os pervirtáis haciendo esculturas..." (cf. Dt. 4, 12-17). Por eso, en las grandes teofanías bíblicas, el vidente es incapaz de ver el rostro de Dios, sino que ve siempre otra cosa: un hornillo de fuego (Gen 15, 17), una zarza ardiendo (Ex 3, 2), un como rostro humano sin rostro (Is 6, 2; Ez 1, 27). Ni en el Dan 7 ni en 1 Hen 1 14 se logra ver el rostro de Dios, pues ver a Dios significa morir (Is 6, 5).
Israel no ha cultivado, según eso, el tema de las visiones de Dios, pues el judaísmo no es religión del ver, sino del escuchar y cumplir la palabra. Pero, en otro sentido, el camino de la historia israelita está lleno de visiones de Dios, que se va manifestando a sus fieles, capacitándoles para ver cosas que otros no ven: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham ha visto a Dios, que se le apareció varias veces (Gen 12, 7; 17, 1), lo mismo que Jacob (Gen 36, 1.9). El gran vidente ha sido, entre todos, Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Israel recuerda, por tanto, visiones de Dios, pero tiende a situarlas al principio de su historia. Después, desde el tiempo de los profetas, los israelitas en general no ven a Dios, no son un pueblo de videntes, sino de oyentes, es decir, de personas que escuchan la palabra y la cumplen (como decía Dt 4, 12-17). Por eso, las visiones tienden a considerarse peligrosas. En esa línea, Samuel aparece todavía como vidente en sentido positivo (cf. 1 Sam 9, 9.19). Pero después, el mismo Amós no quiere presentarse ya como vidente, sino como profeta que ha escuchado la palabra (Am 7, 12-16).
Antiguo Testamento 2. Condena del mundo oscuro de las apariciones
Desde la perspectiva oficial, el judaísmo del Deuteronomio ha condenado como malos videntes a los profetas que ven (¡sueñan!) y dicen cosas que van en contra de la tradición israelita, tachándoles de malos profetas, soñadores de sueños, añadiendo que ellos merecen la condena más estricta: «Si se levanta en medio de ti un profeta o un soñador de sueños, y te da una señal o un prodigio, si se cumple la señal o el prodigio que él te predijo al decirte: Vayamos en pos de otros dioses --que tú no conociste-- y sirvámoslos, no escuches las palabras de tal profeta ni de tal soñador de sueños; porque Yahvé vuestro Dios os estará probando, para saber si amáis a Yahvé vuestro Dios con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma. En pos de Yahvé vuestro Dios andaréis, y a él temeréis. Guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz. A él serviréis y a él seréis fieles. Pero tal profeta o tal soñador de sueños ha de ser muerto, porque predicó la rebelión contra Yahvé vuestro Dios que te sacó de la tierra de Egipto y te rescató de la casa de esclavitud» (Dt 13, 1-5).
Ésta es la palabra clave y el criterio del Judaísmo sobre las apariciones (revelaciones, visiones…): ellas deben concordar con la norma fundante de la ley judía, fijada por Moisés en la aparición/visión del Sinaí, tal como ha sido fijada en el Éxodo y canonizada en el Deuteronomio. Existe, por tanto, una “aparición” o revelación normativa, codificada en unos libros oficiales y fijada en una ortodoxia básica (servir a Yahvé). Eso significa que las visiones dejan de ser criterio de discernimiento religioso y quedan relegadas al principio (antes del establecimiento oficial de la fe israelita en el Sinaí) o han de entenderse como puras revelaciones privadas, que valen sólo para aquellos que las reciben, sin que se pueda definir por ellas la fe del pueblo israelita en cuanto tal.
En ese contexto, debemos añadir que el mismo Deuteronomio, que condena a los videntes como “soñadores de sueños”, ha fijado también una ley muy dura contra los fenómenos vinculados a las apariciones religiosas en general. «Cuando entres en la tierra que Yahvé tu Dios va a darte… no haya entre los tuyos… ni adivino, ni observador de nubes (=astrólogo)… ni hechicero, ni observador de espíritu, ni sabedor de oráculos, ni evocador de muertos. Porque quien practica tales cosas es abominable para Yahvé… (cf. Dt 18, 9-15). De esa manera se ha opuesto el judaísmo a lo que pudiéramos llamar el “supermercado de las visiones”, entre las que destaca la evocación de muertos y la observación de espíritus (Dt 18, 11).
(a) La evocación y aparición de muertos es un fenómeno bien conocido dentro de la Biblia (cf. Saúl y la pitonisa de Endor: 1 Sam 28, 3-25). Desde tiempos muy antiguos, muchos hombres han querido ver y escuchar a sus muertos, creando para ello diversos tipos de técnicas mágico/religiosas, han querido apariciones de difuntos especiales (de Moisés, de Elías…). Pues bien, en contra de eso, la fe israelita ha condenado con toda fuera ese deseo de ver a los muertos, desarrollando de esa forma una religión al servicio de la vida.
(b) Invocación y observación de los espíritus. Esta práctica está cerca de la anterior, pues entre muertos (metim) y espíritus (´obim) hay una gran continuidad (casi identidad) para los antiguos y modernos. Los evocadores de espíritus eran y son hombres-mujeres que se dicen expertos en las fuerzas profundas y sagradas de la naturaleza, a la que ponen (=dicen poner) al servicio de la vida humana. Los espíritus pueden habitar en lugares especiales (pozos, fuentes, cuevas, casas, templos, montes, seres humanos...). Sólo el experto, vidente o sabedor de oráculos, parece capaz de entrar en contacto con ellos. Pues bien, en contra de eso, la religión israelita ha querido ser y sigue siendo obediencia a la Palabra de Dios, cumplimiento de su Ley. Por eso, su crítica contra las apariciones (que está también al fondo de Lev 18, 21; 20, 2-5) sigue siendo plenamente actual.