Sobre la mujer (1): judía, cristiana, musulmana...
 
        
    1. JUDAÍSMO
La Biblia no responde a todas las preguntas que actualmente se elevan sobre el hombre y la mujer, ni en el judaísmo ni en el cristianismo. La visión de la mujer en gran parte de la Biblia Israelita responde a las condiciones sociales y culturales de aquel momento. Hay, sin embargo, en la Biblia elementos y caminos que se abren hacia una posible visión igualitaria y creadora de la mujer, como ha puesto de relieve la exégesis feminista de muchos judíos y judías de los últimos decenios. En esa línea, fijándonos de un modo especial en el texto del Génesis, podemos ofrecer unos principios para la mejor comprensión de la mujer en la tradición israelita.
1. La mujer es persona humana, no diosa.
La Biblia conserva huellas de una diosa o varias diosas, pero ellas han sido borradas de la Escritura oficial, para decir así que Dios no es hombre ni mujer, sino Yahvé, El que Es (Es 3, 14). A través de un cambio radical, que ha empezado hacia el siglo X a. C. y culmina con los últimos profetas, después del exilio (siglo VI y V a. C.), los judíos han visto que Dios es trascendente, de manea que no es mujer, ni varón; eso ha permitido que varón y mujer puedan verse como radicalmente humanos, vinculados uno al otro. En la vida real, el varón ha sido dominante (→ matrimonio), pero en algunos de los grandes textos de la tradición judía ambos aparecen como iguales y complementarios. El más significativo es Gen 2, 20-25:
«El ser humano puso nombres a todo el ganado, a las aves del cielo y a todos los animales del campo. Pero para Adán no halló ayuda semejante. Entonces Yahvé Dios hizo que cayera sobre el hombre un sueño profundo; y mientras dormía, tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Yahvé Dios tomó del hombre, hizo una mujer y la trajo al hombre. Entonces dijo el hombre: «Ésta es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada Mujer (Hembra), porque fue tomada del Hombre. Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, y no se avergonzaban».
Antes de esa división, el término Adam se entendía en sentido abarcador y pre-sexual: era el ser humano, un símbolo de la totalidad que incluya a varones y mujeres. Pero en el momento en que Dios toma la costilla (intimidad profunda del Adam presexuado) para modelar con ella a otro humano podemos hablar de un Adam masculino y otro femenino. No había primero varón y luego mujer, pues del Adam originario surgen los dos sexos a la vez: varón y varona, hombre y hembra. Hay entre ellos unión humana, de forma que uno es "ayuda en semejanza" (en alteridad) para el otro. La ausencia y búsqueda estaba en el fondo de la relación del hombre con los animales; por eso, el "hueco personal" (alguien diría espiritual) es anterior al hueco físico: varón y mujer se necesitan y completan mutuamente, sabiendo cada uno que el otro es hueso de sus huesos, carne de su carne, en una especie de corporalidad y personalidad dual donde las tendencias y caminos se implican y completan mutuamente.
2. Gen 2-3. La mujer, principio de la historia humana.
En un primer momento parece que es el varón quien suscita a la mujer, como si ella brotara de su entraña (de su búsqueda personal), como supone Gen 2, 21-23. Pero después se añade que el varón debe romper con sus padres para buscar a la mujer y unirse a ella, encontrando así su plenitud (Gen 2, 24). En esta ruptura del varón, que abandona la seguridad del origen (padre/madre) y busca una esposa que está fuera (que ya no es su costilla) encuentra su sentido y plenitud la historia humana. En un primer momento parece que la mujer está hecha para el hombre (el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne), pero después descubrimos que ella existe para sí, misma, como poder de pensamiento, en diálogo con las fuentes de la vida. El varón insiste en el deseo sexual (¡es hueso de mis huesos, carne de mi carne), pero la mujer quiere algo más: desbordando el nivel del puro sexo (entendido en sentido de placer o gozo mutuo) ella busca y desea la fuerza de la vida, como dirá más tarde el mismo Adán, al llamarla Eva, madre de los vivientes (Gen 3,20). En ese contexto puede situarse el origen simbólico del matriarcado, según la Biblia israelita.
El varón se contentaba con desear a la mujer (Gen 2, 23-25). La mujer en cambio desea a Dios o, mejor dicho, quiere hacerse Dios, como indica su diálogo con la “serpiente” que, evidentemente, es un elemento del mismo Dios, que quiere ser origen de la vida (comer el árbol del conocimiento, ser engendradora). «Entonces la serpiente, que era el más astuto de todos los animales del campo que Yahvé Dios había hecho, dijo a la mujer: ¿De veras Dios os ha dicho: No comáis de ningún árbol del jardín? La mujer respondió a la serpiente: Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Pero del fruto del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer: Ciertamente no moriréis. Es que Dios sabe que el día que comáis de él, vuestros ojos serán abiertos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal. Entonces la mujer vio que el árbol era bueno para comer, que era atractivo a la vista y que era árbol codiciable para alcanzar sabiduría. Tomó, pues, de su fruto y comió. Y también dio a su marido que estaba con ella, y él comió» (Gen 3, 1-6).
Entendida así, la mujer de Gen 3, 1-6 (y de todo Gen 2-3) resulta ambivalente. (a) Representa lo más grande: la humani¬dad que ha penetrado en la raíz de la existencia, planteándose de forma personal las preguntas primordiales (la realidad del paraíso, el valor del árbol del conocimiento y de la vida, el sentido de la prohibición...). Ella sabe y por eso está relacionado con el árbol infinito del medio del jardín. (b) Pero ella representa, al mismo tiempo, al conjunto de la humanidad que corre el riesgo de deshumanizarse, queriendo hacerse divina por fuerza (y arrastrando tras sí al varón, que come con ella y por ella). La mujer conoce por la propia experiencia de su vida. Así se identifica de algún modo con el mismo árbol del conocimiento del bien/mal.
3. Gen 2-3. La mujer conoce, es madre.
Conocimiento (yada) significa vinculación personal y creadora (procreadora), es conocer por unión afectiva y sexual, dando la vida Pues bien, esta mujer a la que habla la serpiente quiere divinizarse por el conocimiento pleno, de modo que ella misma venga a convertirse en norma del bien/mal (es una especie de Yahvé humano: Eva y Yahvé provienen de la misma raíz) como sabe el texto. Éste es el pecado que se vincula con la misma condición humana. Ésta es la mujer primera, que no está sometida al varón, sino que le inicia, le abre los ojos y le hace capaz de iniciar una vida humana fuerte, peligroso, arriesgada… la vida de la humanidad posterior
Pues bien, en la misma grandeza de la mujer está su riesgo. Eva ha querido apoderarse de la vida como madre original, introduciendo al varón en una historia arriesgada. Pues bien, de esa manera, ella ha terminado condenada al dolor de gestación y parto, en gesto de castigo doloroso (Gen 3, 16). Ella ha conseguido lo que quería: ha sido y sigue siendo iniciadora de la vida; pero el camino que ella tomado con el hombre es doloroso, un camino en que, al final, el mismo hombre al que ella sirve (al que ella inicia en la vida) tiende a convertirse en su señor y esclavizarla. Adán (que ha sido su discípulo, que ha seguido) la venera y utiliza. Por un lado la llama la llama Jawah, la viviente (representación de Yahvé sobre la tierra: cf. Gen 3,20). Pero, por otro lado, este mismo Adán varón, que depende de la mujer para ser padre, la domina y la pone a su servicio. Desde aquí se entiende el “juicio” de Dios:
«Entonces Yahvé Dios dijo a la serpiente: Porque hiciste esto, serás maldita entre todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo… Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y su descendencia; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el talón. A la mujer dijo: Aumentaré mucho tu sufrimiento en el embarazo; con dolor darás a luz a los hijos. Tu deseo te llevará a tu marido, y él te dominara. Y al hombre dijo: Porque obedeciste la voz de tu mujer y comiste del árbol… la tierra será maldita por tu causa. Con dolor comerás de ella todos los días de tu vida; espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo volverás. El hombre llamó el nombre de su mujer Eva, porque ella sería la madre de todos los vivientes» (Gen 3, 14-20)
Así se vinculan la mujer ('ishah) y la serpiente (najash). Ellos determinan o definen la existencia humana, en el principio de la historia. En este contexto se entiende eso que se suele llamar protoevangelio (Gen 3,15) y que podría llamarse protoguerra: en el principio de la historia actualmente conocida no está sólo la unión amorosa del varón y la mujer (como expresaba Gen 2, 23-24) sino también la lucha entre la mujer (que simboliza la existencia humana) y la serpiente que es el signo del engaño, destrucción y muerte: La mujer lucha contra la serpiente (en el entorno de la vida) y mientras tanto el varón (condenado también a una vida dura) domina a la mujer y la pone a su servicio. La mujer está al servicio de la vida. Dios mismo la sostiene con palabra poderosa. Así lo proclama este pasaje: Dios sabe que la mujer va a mantener la vida, va a luchar por ella, haciendo así posible que el hombre sea humano, no quede destruido.
a. Mujer y serpiente son los signos supremos, antagónicos, del drama de la historia. Es claro que la mujer es aquí madre: está al servicio de la vida. Sólo por mantener esa vida, desde el sufrimiento intenso, ella se arriesga a ser dominada por el varón, a padecer con los hijos. De esa manera, lo que ha sido la primera derrota de la mujer (ha dejado que la serpiente le engañe, como ella misma dice en 3, 13) se convierte en guerra incesante, abierta a la meta del triunfo de la vida. Esta mujer que lucha en favor de la humanidad total (está al servicio de los otros, de los hijos) es la garantía del futuro humano, pues Dios ha dicho: pondré ('ashit) enemistades (guerra) entre serpiente y mujer en clave de lucha por la vida.
b. Vida humana, semilla de mujer. En el origen de la humanidad está el semen o semilla creadora de la mujer. En toda la historia posterior, la semilla de vida (zara') aparece como propia del varón (cf. A¬brahán y su descendencia numerosa: Gen 12,7; 13,16; 15,13 etc.). Pero en el principio la que tiene zara' o esperma (como traducen los LXX: cf. Gen 3, 15; 12,7; 13,16; 15,13...) es Eva. Ella es la cabeza de estirpe o descendencia es ella, la mujer. Por eso se le llama madre de todos los vivientes. Se ha dicho a veces (desde Rom 5) que la humanidad se encuentra contenido en Adán. Nuestro pasaje la ha fundado en Eva: ella posee y engendra con su semen maternal toda la historia. Por eso, la guerra de Eva y la Serpiente será en el fondo la única guerra verdadera, el único conflicto fundante de la historia humana, el conflicto de la mujer a favor de la vida. Por eso, estrictamente hablando, los hombres no son hijos de Adán sino de Eva y Dios, tal como indica el mismo varón (Adán) diciendo que su mujer es Eva/Vitalidad, reconociendo así que es madre con (desde) la ayuda de Dios (Gen 3,20).
c. La mujer concreta ha sido sometida. He destacado el principio femenino de la humanidad, presentando a Eva como “madre universal”. Ese principio, narrado en Gen 2-3, resulta ejemplar, pero amenazador, pues ha terminado poniendo a la mujer en manos del varón “que de hecho la domina”. Precisamente el hecho de estar al servicio de la vida, pone a la mujer en condición de inferioridad frente al varón, que está al servicio del poder (de la violencia). Por eso, en la historia concreta de Israel la mujer ha estado casi siempre sometida. Como signo especial de ese sometimiento pueden citarse las leyes del → matrimonio y las leyes de “pureza”, reguladas en el Levítico y recogidas en la Misná. Precisamente por estar al servicio de la vida, la mujer aparece como un ser peligrosamente impuro. (XP).
2. CRISTIANISMO
1. Jesús y las mujeres.
El movimiento de liberación mesiánica de Jesús, que ha de entenderse en el contexto de otros movimientos sociales del judaísmo de su tiempo, ha superado la función de la mujer-madre, sometida al dominio del marido. De esa forma la vemos, al lado de Jesús, en una familia de hermanos, hermanas y madre, donde no hay lugar para los padres patriarcales (Mc 3, 31-35). Esta es la inversión del evangelio: el orden viejo ponía al padre sobre el hijo, al varón sobre la mujer, al rico sobre el pobre, al sano sobre el enfermo etc. En contra de eso, Jesús ha destacado el valor de los enfermos y expulsados, niños y pobres, es decir, el valor de los seres humanos como tales. En ese contexto, las mujeres dejan de estar sometidas a los maridos y aparecen en sí, como personas, capaces de palabra, servidoras de evangelio.
(a) Las mujeres escuchan y siguen a Jesús. Muchos rabinos las tomaban como incapaces de acoger y comprender la Ley, y el dato resulta comprensible, pues no tenían tiempo ni ocasión para estudiarla. Pero Jesús no ha creado una escuela elitista, sino un movimiento de humanidad mesiánica, dirigido por igual a mujeres y varones. Por eso, ellas le escuchan y siguen sin estar discriminadas (cf. Mc 15, 40-41; Lc 8, 13).
(b) Las mujeres ejercen la diaconía o servicio. Varones y mujeres (cf. publicanos y prostitutas: Mt 21,31) podían hallarse igualmente necesitados: obligados a vender su honestidad económica (varones) o su cuerpo (mujeres) al servicio de una sociedad que les oprime, utiliza y desprecia. Pero Jesús les vincula en un mismo camino de gracia (perdón) y servicio mesiánico, donde ellas sobresalen (cf. Mc 15, 41).
Jesús no es reformador social, sino profeta escatológico: no quiere remendar el viejo manto israelita, ni echar su vino en odres gastados, sino ofrecer un mensaje universal de nuevo nacimiento (cf. Mc 2, 18-22). No distingue a varones de mujeres, sino que acoge por igual a todos, ofreciéndoles la misma Palabra personal de Reino, en un camino en el que nadie domina sobre nadie, sino que todos son "como los ángeles del cielo”, es decir, seres en fraternidad (cf. Mc 12, 18-27). Jesús ha superado la lógica de dominio, abriendo un camino de reino donde cada uno (varón o mujer) vale por sí mismo y puede vincularse libremente con los otros.
(a) En ámbito de reino, Jesús no ha distinguido funciones de hombre y mujeres por género o sexo. Los moralistas de aquel tiempo (como los códigos domésticos de Col 3,18-4,1; Ef 5,22-6, 9; 1 Ped 3,1-7 etc) separaban mandatos de varones y mujeres; pero el evangelio no lo hace (no contiene un tratado Nashim, como la Misná), ni canta en bellos textos el valor de las esposas-madres, pues su anuncio es simplemente humano.
(b) El Sermón de la Montaña (Mt 5-7) no habla de varones y mujeres, pues se dirige a los humanos en cuanto tales. El mensaje del Reino (gratuidad y perdón, amor y no-juicio, bienaventuranza y entrega mutua) suscita una humanidad (nueva creación), donde no se oponen varones y mujeres por funciones sociales o sacrales, sino que se vinculan como personas ante Dios y para el reino.
2. Las mujeres en el cristianismo.
Jesús no ha destacado la fecundidad biológica de la mujer para el Reino (no ha exaltado sus valores como vientre y pechos: cf. Lc 11, 27), ni ha cantado su virginidad de un modo sacral o idealista; tampoco se ha ocupado de regular sus ciclos de pureza o de impureza, ni la ha encerrado en casa, ni la ha puesto al servicio del hogar, sino que la ha valorado como persona, capaz de escuchar la palabra y servir en amor a los demás, igual que los varones. Sólo de esa forma ella aparece como fecunda para el Reino, con y como los varones. Por eso, a partir del evangelio no se puede hablar de ninguna distinción de fe o mensaje (de seguimiento o vida comunitaria) entre varón y a mujer. Ambos emergen como iguales desde Dios y para el Reino. Todo intento de crear dos moralidades o dos tipos de acción comunitaria (palabra de varón, servicio de mujeres), reservando para él funciones especiales de tipo sacral, cuyo acceso está vedado a ellas, resulta contrario al evangelio, es pre-cristiano. Ni uno es autoridad como varón, ni otra como mujer, sino que ambos se vinculan en palabra y servicio, gracia y entrega de la vida, como indicará el tema que sigue.
Ésta es la revelación de la no diferencia, que el evangelio presenta de forma callada, sin proclamas exteriores o retóricas. Jesús no ha formulado aquí ninguna ley: no ha criticado a otros sabios, ni ha discutido con maestros sobre el tema, sino que hace algo más simple e importante: ha empezado a predicar y comportarse como si no hubiera diferencia entre varones y mujeres. Todo lo que propone y hace, lo pueden comprender y asumir unos y otras.
Ha prescindido de genealogías patriarcales, más aún, ha rechazado al padre en cuanto poderoso, pues en su comunidad sólo hay lugar para hermanos, hermanas y madres (con hijos), como han indicado de forma convergente Mc 3, 31-35 y 10, 28-30. Siguiendo en esa línea, Jesús se ha elevado contra las funciones de rabinos-padres-dirigentes (cf. Mt 23, 8-10), no dejando que resurjan dentro de la iglesia. Por eso, todo intento de re-fundar el evangelio sobre el "poder" o distinción de los varones resulta regresivo y lo convierte en elemento de un sistema jerárquico opuesto a la contemplación cristiana del amor y a la comunión personal que brota de ella.
En esta perspectiva descubrimos eso que pudiera llamarse la soberanía del evangelio. Ciertamente, Jesús no es un reformador social que acepta en parte lo que existe para cambiarlo después o mejorarlo. Los reformadores pactan siempre porque quieren conservar algo "bueno" (fuerte) que ya existe; por eso acaban siendo detallistas, legalistas, distinguiendo lo que se debe aceptar y lo que debe rechazarse. Jesús, en cambio, actúa como profeta escatológico: no se ha puesto a reformar el mundo para mejorarlo; no se ocupa de cambiar detalles; anuncia algo más hondo y radical: el fin del mundo viejo. Esto nos sitúa en el centro del evangelio. Para decirlo en terminología de Mc 2,18-22: Jesús no viene a remendar con paño nuevo el paño gastado de la humanidad violenta: por eso no le vale el odre viejo de la ley para poner allí su vino nuevo. Como enviado escatológico de Dios anuncia el fin del mundo viejo, ofreciendo ya los signos y principios de su reino, en actitud de nueva creación (cf. Mc 2, 18-22). (XP)
3. ISLAM
1. Terminología inicial
“Mujer” en árabe se dice imra`a (en plural, nisâ`) y en persa çan. “Machismo” en árabe moderno es dzukûriyya (de dzukûr, “machos”; en singular, dzakar), mientras que en persa se le llama nar-parastí, que literalmete significa “macholatría” (nar en persa es “macho” y parastí es “adoración”). Es altamente sugerente esta etimología de la palabra en persa, toda vez que sabemos que cualquier adoración que no sea la de Dios está prohibida en el islam.
2. Antes y después del islam
La situación de las mujeres en la Arabia preislámica y la reforma de costumbres que supuso el islam es una cuestión compleja, ya que Arabia no era un país homogéneo sino una península enorme en la que existían sociedades muy distintas. Y también porque el mundo islámico que se conformará con los siglos no va a ser tampoco una realidad uniforme. En cualquier caso, debemos comprender que el islam no tiene por qué hacerse responsable de las costumbres de muchas de las sociedades musulmanas.
En la Arabia preislámica había sociedades matrilineales y patrilineales, sociedades en las que la situación de la mujer era muy penosa y sociedades en las que la condición de la mujer era mucho mejor. Entre los surarábigos (llamados qahtâníes) existían tradiciones matrilineales y que daban una mayor importancia a las mujeres, mientras que los norarábigos (conocidos como qaysíes o ´adnâníes) tenían una sociedad de tendencia más patriarcal. Eso se ve en las noticias sobre las dos ciudades en las que vivió el profeta Muhammad, →Meca y Medina. Meca estaba habitada por norarábigos,
mientras que los mediníes eran de origen surarábigo. En general se tenía a la sociedad mequí como más patriarcal que la medinense, pero incluso en Meca, la primera esposa de Muhammad, Jadîÿa, rica comerciante, es representativa de una etapa de la historia árabe en la que las mujeres habían tenido más relevancia y en la que había existido la matrilinealidad. Ruqayqa, la hermana de Jadîÿa, tenía una hija llamada Umayma bint Ruqayqa (“hija de Ruqayqa”): es decir, que en el propio nombre se dejaba reflejado quién era su madre y no quién era su padre.
Cuando Medina acató la autoridad de Muhammad entre los notables medineses que juraron fidelidad al Profeta había dos mujeres: Umm ´Umara Nusayba bint Ka´b y Umm Mani´. Nusayba bint Ka´b, después fue una heroína en las batallas contra los idólatras de Meca y tuvo un brillante papel en la batalla de Uhud, donde formó parte de los diez guerreros que estuvieron al lado del Profeta y no lo abandonaron en el combate. Lo sabemos porque se ha conservado un hadiz del Profeta sobre ella:
“En la batalla de Uhud, cada vez que me volvía a la derecha o a la izquierda la veía luchando junto a mí”. Efectivamente, Nusayba –que luchaba con una espada y un arco- participó en muchas batallas de los primeros tiempos del islam, y se sabe que en dos de ellas recibió del orden de dosce heridas. También conocemos cómo luchó en Uhud Safiyya bint ´Abd al-Muttalib, la tía del Profeta y hermana de Hamça. Umm Dahhâk bint Mas´ûd combatió en la batalla de Jaybar y, una vez terminada la lucha, recibió el mismo botín que recibieron los hombres. Esta tradición continuó después de la muerte del Profeta. Nusayba siguió guerreando durante el califato de Abû Bakr, por ejemplo, en la expedición contra Musaylima, que se pretendía profeta y al que la tradición musulmana conoce como “Musaylima el embustero”. Hind, la esposa de Abû Sufyân y madre de Mu´âwiya, dirigió a las mujeres contra los bizantinos en la batalla de al-Yarmûk. La presencia de ‘Â’isha en la Batalla del Camello en el 656 no era por tanto nada inusual. Tanto en el bando de ‘Alî como de Mu´âwiya hubo mujeres combatientes.
Los árabes preislámicos practicaban a veces el infanticidio de niñas recién nacidas no deseadas, a las que enterraban vivas. Esta práctica llegó a estar tan extendida y tan institucionalizada que incluso había una palabra en árabe para referirse a ella: wa`d (con su correspondiente verbo, wa`ada: “enterrar viva a la hija recién nacida”). El islam prohibió el wa`d y cualquier otra forma de infanticidio. Los versículos coránicos (81:8-9) que dicen “cuando se interrogue a la víctima acerca del pecado que motivó que se la matara”, son una alusión contra la práctica del wa`d.
El islam prohibió algunas de las costumbres más opresivas contra las mujeres y mejoró muchas cosas en relación a ella, pero por otro lado sacralizó gran parte del patriarcado. En muchos aspectos, la sharî´a que hemos visto hasta ahora en relación con las mujeres ha sido un patriarcado árabe reformado.
Según dispone la ley islámica, la mujer musulmana goza de separación de bienes y del derecho a disponer de su patrimonio, pero ese derecho ya estaba reconocido antes del islam en muchas sociedades árabes, como se ve en el ejemplo de Jadîÿa. El islam tampoco aumentó ni disminuyó la posición de las dos mujeres que se contaron entre los notables medinenses que juraron fidelidad a Muhammad. Poco después, durante la conquista de Siria por los árabes, una de las cosas que más impresionó a los bizantinos fue el arrojo de las mujeres árabes. En todo esto el islam no parece haber tenido mucho que ver ni alentándolo ni desalentándolo, simplemente se aceptó lo que ya era habitual en la sociedad árabe.
3. Diferenciar “práctica islámica” de “costumbres de musulmanes”
El islam se extendió pronto por países donde las tradiciones solían ser desde mucho antes del islam fuertemente patriarcalistas y machistas. No hay que olvidar que la mayor parte del mundo islámico está incluido en la franja de sociedades claramente patriarcales que se extiende por el Mediterráneo, el Oriente Medio, la India septentrional y China. Por ello, la segregación sexual y la ocultación del cuerpo femenino, que se asocian con el islam, son hábitos preislámicos que han impregnado la mayor parte de las sociedades musulmanas, aunque no todas. Más de medio milenio antes de la aparición del islam, el historiador Pompeyo Trogo decía de los partos (iraníes) que “atribuyen a los hombres la violencia y a las mujeres la servidumbre” y que “cada uno tiene más de una esposa por el placer que proporciona una pasión más variada, y no castigan ningún delito con más rigor que el adulterio. Por lo cual prohíben a las mujeres no sólo los banquetes de los hombres sino también dejarse ver por estos”. La segregación sexual y la ocultación del cuerpo femenino, que se asocian con el islam, son hábitos preislámicos que han tenido continuidad en muchas sociedades musulmanas. La influencia bizantina y persa tuvo un papel muy importante en la configuración de la primera gran civilización islámica, dándole un carácter más patriarcal que en sus orígenes.
En el siglo XII, el filósofo musulmán Averroes, en su comentario a la República de Platón se explayó en una crítica muy dura contra la condición de las mujeres en su sociedad y las limitaciones a sus capacidades. Este comentario de Averroes es el único texto filosófico medieval que cuestiona la condición de la mujer en la sociedad:
En estas sociedades nuestras se desconocen las habilidades de las mujeres, porque en ellas sólo se utilizan para la procreación, estando por tanto destinadas al servicio, educación y crianza. Pero esto inutiliza sus otras posibles actividades. Como en dichas comunidades las mujeres no se preparan para ninguna de las virtudes humanas, sucede que muchas veces se asemejan a las plantas en estas sociedades, representando una carga para los hombres, lo cual es una de las razones de la pobreza de dichas comunidades, en las que llegan a duplicar en número a los varones, mientras que al mismo tiempo y en tanto carecen de formación no contribuyen a ninguna otra de las actividades necesarias, excepto en muy pocas, como son el hilar y el tejer, las cuales realizan la mayoría de las veces cuando necesitan fondos para subsistir. Todo esto es evidente per se. Así las cosas, y en tanto que es evidente en el caso de las hembras que comparten con los machos la lucha y lo demás, conviene que a la hora de elegirlas busquemos las mismas condiciones naturales que consideramos en los varones, por lo que deben ser educadas del mismo modo por medio de la música y la gimnasia
Costumbres que a veces se asocian con el islam, no tienen nada que ver con éste. Las mutilaciones genitales femeninas son propias de algunas sociedades africanas, tanto musulmanas como cristianas, judías o animistas. Prueba de ello es que no se practican en la mayor parte del mundo musulmán pero sí en gran parte del África no musulmana. La clitoridectomía se desconoce en el Magreb musulmán, mientras que se practicaba en Egipto tanto por los cristianos como por los musulmanes y los judíos. Y la clitoridectomía ha sido una práctica generalizada en la Etiopía cristiana.
También las mutilaciones genitales de varones practicadas en época premoderna, como era el caso de los eunucos de los harenes, eran algo condenado por la sharî´a, lo que no impidió que se hicieran, una vez que gran parte de las clases ricas musulmanas adoptaron los hábitos de harén y guardias eunucos de sociedades anteriores como la bizantina (cristiana) y la persa preislámica (zoroastriana).
Los “crímenes de honor” que se practican en algunas sociedades musulmanas son equivalentes a “crímenes de honor” practicados en sociedades no musulmanas (incluidas algunas del sur de Europa) y por cristianos de sociedades islámicas. En Jordania, por ejemplo, los “crímenes de honor” se dan tanto entre los cristianos como entre los musulmanes.
Estos “crímenes de honor” se oponen a la sharî´a y en algunos de estos países son precisamente los islamistas los que los denuncian y combaten por considerarlos antiislámicos, mientras que algunos sectores más “laicos” han sido más permisivos con ellos. En Palestina, por ejemplo, esos sectores más laicos durante mucho tiempo han preferido no pronunciarse sobre ellos con el pretexto de no dar “armas al enemigo” (israelí, por ejemplo).
(J.F.D.V.)
