Santificar las fiestas

Al inicio del verano, tiempo de descanso y fiesta por excelencia me parece interesante presentar algunas reflexiones sobre cómo vivir hoy la dimensión festiva de la fe y el descanso regenerador que necesita toda actividad en general y la vida laboral en particular.

Es importante construir puentes entre la laicidad y la espiritualidad, la Iglesia y la sociedad, la fe y la vida. Vivir en comunión con el mundo obliga a la comunidad eclesial no solo a escuchar sino a acoger sin reservas ni complejos los valores y recursos que la sociedad genera por sí misma, sin conciencia ni voluntad religiosa pero profundamente humanos y humanizadores.

¡Benditas sean las fiestas!

Uno de esos puentes, son todas las fiestas y todas las celebraciones. Bienvenidas porque aportan descanso, sosiego y felicidad, especialmente aquellas que se disfrutan sin elitismos ni ostentaciones.

La fiesta rejuvenece los corazones, en ellas la risa sustituye, aunque sea por unas horas al llanto y las lamentaciones y generalmente contribuyen a encuentros y abrazos inesperados siempre gratificantes y enriquecedores. Bienvenidas sean, más si cabe, cuando van acompañadas del derecho al descanso laboral. Son tantas las circunstancias difíciles y las situaciones conflictivas que acompañan la vida de trabajadores, trabajadoras y las familias, que un día de fiesta y descanso bien merece la pena celebrarlo con alegría y agradecimiento. Cada fiesta es, en general, como un leve suspiro que nos ayuda a mantenernos en pie, fortalecer las ganas de vivir y nos permiten seguir adelante. Al igual que esa “breve pausa para inhalar aire” que se toma nuestro organismo para continuar funcionando, la fiesta oxigena y fortalece la vida frente a las adversidades (biológicas, morales y espirituales, que acompañan nuestro existir cotidiano.

Del Sinaí a la sinodalidad.

Las tablas del Sinaí recogen la obligación de santificar las fiestas (Tercer Mandamiento de la Ley de Dios). Estos relatos (Éxodo y el Deuteronomio) se escribieron según la tradición, a lo largo del viaje de Moisés por el desierto (entre los años 1440 y 1400 a.C) y según algunos estudios modernos, bastante más tarde (entre los siglos IX y V a.C). Mucho tiempo de cualquier forma.  

Seis días podréis trabajar; el séptimo es día de descanso solemne dedicado al Señor… El que trabaje en sábado es reo de muerte. Todo el pueblo guardará el sábado en todas sus generaciones como alianza perpetua. Será la señal perpetua… porque el Señor hizo el cielo y la tierra en seis días y el séptimo descansó. Cuando acabó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las losas de la alianza: losas de piedra escritas por el dedo del Señor (Éxodo 31, 12-18). También encontramos este mandato en el libro del Deuteronomio: “Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el inmigrante que viva en tus ciudades, porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos, y el séptimo descansó” (20, 9-12).

Si retomamos estos relatos, más allá de las obligaciones y amenazas que acompañan siempre a los “mandatos” de los dioses de la antigüedad, en el texto bíblico sorprende descubrir una primera intuición sobre el derecho al descanso. Descansar nos asemeja al Creador y Señor de la vida, Dios no admite la esclavitud, el derecho de todo obrero al descanso laboral (y las vacaciones) forma parte del proyecto liberador de Dios.

Oir misa entera todos los domingos y fiestas de guardar” es el Mandamiento primero de la Iglesia, formulado miles de años después de las Tablas del Sinaí. Con esta obligación, acompañada después con la amenaza de perder incluso la vida eterna, la Iglesia establece y mantiene la necesidad de guardar y santificar las fiestas. Dice mucho de la espiritualidad dónde ponemos el acento y cuáles son nuestras prioridades. Y aunque es cierto que la referencia a Dios y a la fe nos ayuda a valorar y agradecer la vida, a cuidarla y festejarla, no es menos cierto que la encarnación de esa misma fe nos obliga a encontrar nuevas formas de expresión y de transmisión, mayor coherencia y credibilidad en nuestras normas y en nuestras instituciones.

De la “obligación a la libertad”

Haríamos bien en desvincular fiesta y celebración, de precepto, mandato, obligación y pecado. Torpe manera la de empezar una fiesta poniendo alas a la libertad y la espontaneidad. No parece muy lógico pretender celebrar la fe y la vida recurriendo a la amenaza y el castigo. Bien haríamos los cristianos en avanzar en estas formulaciones implementando las necesarias trasformaciones si pretendemos hacer de la Eucaristía una experiencia festiva y comunitaria, aunque únicamente sea por su contradictio in terminis (en lengua española: situación o argumento en que se produce una contradicción). Algunas cuestiones que bien podemos hacernos sobre el tema: ¿Es lo más oportuno iniciar el encuentro con Jesucristo, el rostro de la misericordia de Dios, nuestro Salvador… pidiendo perdón por tres veces (seis si añadimos el Gloria), y continuar después insistiendo, pidiendo perdón en casi 20 ocasiones en toda la celebración?, ¿Es posible ni siquiera intuir la esencia de la fiesta, la buena noticia, el amor incondicional del Padre y la alegría de los hermanos reunidos en el nombre del Señor, dándose golpes de pecho, arrodillados y humillándose una y otra vez ante un Dios que parece no querer perdonarnos? Mucho le costó a Jesús hacer entender a sus discípulos que su “Abba” (papaíto) nos ama tanto que le envió a Él, su Hijo amado, no a juzgarnos sino a salvarnos a todos, juntos, por pura gracia... ¿No es esto lo que celebramos en “memoria suya” en cada Eucaristía?

Sin entrar en detalles creo que “santificar las fiestas” como experiencia cristiana obliga a que nuestras celebraciones sean, de principio a fin, un encuentro feliz y fraterno.

Con el cumplimiento de los preceptos y mandatos, se puede “oír misa” pero es difícil penetrar en el corazón mismo de la experiencia de Jesús y sus discípulos en el Cenáculo, la noche del “amor más grande” en la que se dio del todo, para todos y para siempre. Una religiosidad pietista, aficionada a la adoración de “las cosas y objetos sagrados” puede que nos permita mantener algunas afirmaciones rimbombantes y exageradas, pero sin obras hacen de nuestras afirmaciones una mentira porque sin ellas la fe está muerta, momificada y sin vida (Santiago 2, 17-19).

Personalmente me resulta cada día más difícil comprender cómo seguimos aferrados a fórmulas y lenguajes que pasaron; concepciones y practicas cuyo caldo de cultivo fueron el autoritarismo, la culpa y la ignorancia. Afirmaciones que solo se sostienen desde el más absurdo y rancio clericalismo que tanto daño ha hecho a la Iglesia. Me refiero a expresiones como la siguiente: En cada Misa, aunque no haya nadie, está toda la Iglesia, toda la creación” (no cito las fuentes porque no trato de acusar a nadie). Y me pregunto: ¿Basta un cura que oficia la misa para que ésta sea signo de salvación y alegría profunda en el amor que nos tiene el Padre? Afirmaciones tan altisonantes como irreales únicamente pueden subsistir permaneciendo de espaldas al Evangelio. La experiencia bíblica nos remite no a “un solo ministerio, ni a una sola hostia consagrada y consumida en solitario” sino a la comunidad de discípulos y “al pan partido y repartido”, en memoria de Aquel que entregó su vida por la salvación de todos y todas.

Liberar nuestras celebraciones (sacramentos) de tantas normas y prenotandos (instrucciones para la correcta ejecución de cada gesto, de cada palabra, de los ornamentos…), es hoy una necesidad urgente. Pasar de los ritos y ceremonias en las que hemos convertido cada uno de los sacramentos, a celebrarlos y gozar de lo que significan y realizan (la presencia amorosa de Dios y las relaciones fraternas entre los que se reúnen en su nombre), constituye uno de los anhelos más profundamente espirituales de muchos de los pocos católicos que siguen yendo a misa cada domingo (solo un 19,5 % de los españoles se declaran católicos practicantes, frente a un 37,1 % que se definen como católicos no practicantes). Acoger este deseo e implementarlo forma parte del proceso sinodal en el que ha introducido el Papa Francisco a toda la Iglesia, aliado con la Providencia de Dios, siempre abierta a la trasformación y la creatividad. Un proceso que será largo, pero en el que finalmente merece la pena participar con esperanza en sus frutos. De la misa sin nadie, a la eucaristía de la comunidad, hay una hoja de ruta que ha de recorrer el proceso sinodal que ahora debe liderar e implementar el Papa León XIV.

El derecho al Domingo libre de trabajo y a las vacaciones.

Hay caminos de la laicidad que bien pueden ayudarnos a los creyentes a “santificar las fiestas”. Los son todos los caminos que, vengan de donde vengan, dan prioridad como nosotros a lo más sagrado de la Creación: las personas y su dignidad.

Desde la libertad y abiertos a la gracia se puede celebrar la fe “en memoria” de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús (Misterio Pascual)” al tiempo que sentir profundamente la comunión y la alegría compartida con todos los hijos e hijas de Dios: con las que celebran y agradecen su fe cada domingo, también con los que descansan y celebran el domingo a su manera, con otras expresiones religiosas o quienes lo hacen al margen de todas ellas.

Muchas son hoy en día las sociedades donde el trabajo se asemeja todavía a la esclavitud. Mucho está costando todavía, también en las sociedades más desarrolladas, conquistar esta reivindicación, no sin luchas y sacrificios importantes por parte de la clase trabajadora. Aún hoy hay quien se resiste en nuestro propio país, al salario mínimo interprofesional, digno y justo que permita a las trabajadoras y trabajadores del mundo vivir en una vivienda digna, con los recursos suficientes… y con el merecido descanso, cada semana y en vacaciones.

Hacer nuestras las metas que sobre el trabajo y el descanso plantea laAlianza Europea por el Domingo Libre de Trabajo (coalición de 65 organizaciones cívicas, sindicales y eclesiales, entre las que se encuentran la HOAC, el Movimiento de Trabajadores Cristianos de Europa y la Comisión de Conferencias Episcopales de la Comunidad Europea) es uno de esos caminos que hemos de recorrer en compañía de las sociedades laicas. Tomar conciencia de estos derechos, reivindicarlos en la calle y en los templos, unirlos a nuestros anhelos y esperanzas como creyentes, son sin duda “puentes” que debemos establecer con la humanidad entera. Puentes que harán nuestras celebraciones de cada Domingo más santas, más reales y más auténticas.

De nuevo conviene recordar al Papa Francisco y retomar su invitación a salir y compartir la suerte de los más vulnerables y de los oprimidos por una economía que prioriza la rentabilidad y desprecia el derecho a un trabajo digno y el descanso regenerador: “El domingo libre de trabajo –exceptuados los servicios necesarios– afirma que la prioridad no es la economía, sino lo humano, lo gratuito, las relaciones no comerciales, familiares, de amigos, y para los creyentes la relación con Dios y con la comunidad. Quizá haya llegado el momento de preguntarnos si trabajar el domingo es una verdadera libertad»Discurso del papa Francisco al Mundo del Trabajo en Molise, 5-7-2014.

En fin, bien haremos en reflexionar y discernir cómo ir viviendo nuestra fe hoy y aquí en la diversidad que nos une y enriquece. Cada fiesta es, desde el punto de vista cristiano, como un anticipo de aquel día en que la humanidad entera habrá conquistado la libertad, la justicia y la dignidad para todas las personas y en todos los tiempos; ese día definitivo al que se encamina la utopía del Reino que anunció Jesús y al que dedicó cada pedazo de su vida, hasta entregarla toda, por todos.

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