Desplazados internos: refugiados de segunda

(JCR)
Ayer encontré a cuatro periodistas españoles que han venido a Uganda

invitados por el ACNUR. Hoy están de camino a Moyo, una localidad fronteriza con Sudán, donde acompañarán un convoy de refugiados sudaneses que regresan a sus casas en el pueblo de Kajo-Kaji, situado a unos 20 kilómetros en el interior. Es una historia bonita y de éxito para contar hoy, Día Mundial del Refugiado. Ojalá tengan tiempo a la vuelta de contar una segunda parte menos exitosa pero no menos real: la de los 1.300.000 desplazados internos del norte de Uganda que continúan malviviendo en campos donde llevan desde hace diez años. También en el mundo de la miseria hay clases, y los muchos millones de desplazados dentro de sus propios países no atraen tanta atención internacional, convirtiéndolos en “refugiados de segunda”. En el norte de Uganda, el ACNUR ha empezado a ocuparse algo de ellos el año pasado. Hasta hace apenas dos o tres años he conocido campos de 20.000 con sólo un pozo de agua y una letrina para mil personas. Hemos llegado a tener situaciones trágicas, como mil muertos a la semana en estos campos a causa de las pésimas condiciones de vida.

En septiembre 1996, cuando la guerra llevaba ya diez años, el ejército ugandés obligó a la gente de las zonas en conflicto a abandonar sus poblados esparcidos por el bosque, donde la guerrilla secuestraba niños y se aprovisionaba de alimentos. Los soldados llegaron a bombardear pueblos donde la gente se resistió a abandonar sus hogares. Cuando llegaron a los centros designados, no había nada preparado: agua, saneamiento, atención médica, y pasaron meses, a veces años, hasta tener un mínimo de condiciones aceptables. Nadie sabe cuántas personas, sobre todo niños, murieron por aquellas fechas.

En enero de 1997 la guerrilla del LRA atacó zonas del distrito de Kitgum. Mataron a 450 personas en cuatro días, provocando el éxodo de cientos de miles, que escaparon aterrorizados. El ejército no intervino. Seguramente no les vino mal una circunstancia que provocó el desplazamiento de personas que hasta entonces se había negado. Más tarde, en septiembre de 2002, el ejército dio un ultimátum de 48 horas por radio, diciendo a la gente que los que no abandonaran sus poblados y se concentraran en campos de desplazamiento serían tratados como enemigos. Los soldados saquearon los alimentos que la gente tenía almacenados en sus casas, quemaron y destruyeron poblados, llegando incluso a talar árboles frutales. Con estas políticas de tierra quemada, entre los abusos del ejército y los masacres de la guerrilla, a finales del 2003 había en el Norte de Uganda dos millones de desplazados internos, el número más alto en cualquier lugar del mundo. Solamente en la zona Acholi, que cuenta con 1.200.000 habitantes, hemos llegado a tener un 95% de población desplazada.

A diferencia de los refugiados que cruzan fronteras y están bajo protección internacional del ACNUR, los desplazados internos hasta hace muy poco no han tenido un estatuto internacional y en muchos casos han estado privados de los servicios más esenciales. Los horrores que he contado unos párrafos más arriba no merecieron protestas de la comunidad internacional ni investigaciones para juzgar a los autores del desplazamiento forzado por crímenes de guerra.

Servidor de ustedes ha trabajado siempre –hasta el año pasado- en parroquias rurales donde toda la población estaba en campos de desplazamiento. He sido testigo de sus humillaciones sin cuento: toques de queda que les impedía salir del campo, no poder acceder a su tierra para cultivar, palizas y disparos por parte del ejército, y sobre todo la pérdida de su cultura y su modo de vida. Los valores familiares se han resquebrajado cuando les han obligado a toda la familia –madre, padre y todos los hijos- a la humillación de tener que dormir en una única cabaña de 12 metros cuadrados durante años. Los suicidios y el alcoholismo se han convertido en un fenómeno alarmante.

Desde el año pasado el gobierno dice que los desplazados internos del norte de Uganda pueden volver a sus casas, pero en el terreno la realidad es más complicada: los pocos que vuelven a sus tierras originales se encuentran con una falta casi total de agua, saneamiento, asistencia médica y servicios esenciales. Muchos tienen miedo de las minas que siguen enterradas en las zonas abandonadas. El gobierno y la guerrilla siguen negociando la paz en Juba (Sudán meridional) pero la gente no está segura de que todo acabará bien y tienen aún miedo. Muchos acuden a nuevos campos llamados “satélites”, que al tener menos habitantes tienen condiciones mejores, pero está por ver si es una solución previa al reasentamiento definitivo o un intento de reasentar a la gente en lugares donde pueden ser controlados mejor.
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