Escribir contratos, un ejercicio evangélico
(JCR)
Cada año cuando llega el mes de diciembre me toca dejar un poco de lado los artículos y escribir cosas más prácticas: contratos, manuales de empleo y descripciones de cargos en la oficina de la revista donde trabajo en Kampala. Antes, cuando trabajaba en el norte del país, me tocaba hacer lo mismo con los contratos del personal sanitario del ambulatorio donde ejercía como administrador. Si Santa Teresa decía que "también entre los pucheros anda el Señor", por la misma razón me doy cuenta de que a Dios se le encuentra en los contratos laborales.
En varias ocasiones he descrito en este blog la lamentable situación laboral de los trabajadores en muchos países africanos, factor que hace que para muchos inversores extranjeros resulte atractivo abrir negocios por estos trópicos. El italiano avispado que abre una pizzería en un barrio de Kampala o el industrial pakistaní que monta una fábrica de textiles en Jinja saben muy bien que con lo que les costaría pagar a un trabajador en su país de origen, aquí les da para pagar a diez. Contratos de hambre, o de pura subsistencia, ausencia de condiciones laborales dignas y seguros que brillan por su ausencia son el pan cotidiano de trabajadores que no tienen más opción que aceptar lo que les den sin posibilidad de discusión ni de presión, sobre todo en países donde apenas hay sindicatos que puedan defender los intereses de los trabajadores.
Mucho me temo que la misma Iglesia, que tanto predica (cuando lo hace) la Doctrina Social a menudo está muy lejos de predicar con el ejemplo. Durante mis 20 años en Uganda he visto multitud de instituciones eclesiásticas que usan trabajo infantil, que emplean a personas sin contrato ni seguros, que usan el despito libre de la manera más liberal y que pagan salarios bajísimos. He conocido casos como, por ejemplo, curas que echan a una empleada simplemente porque se ha descubierto que se ha echado un novio, o que despiden a todo el personal de la parroquia para traer a sus propios familiares. En esto, como en muchos otros aspectos de la vida, estamos llamados a dar buen ejemplo, y por desgracia muchas veces hacemos lo contrario de lo que predicamos. Afortunadamente, por lo menos en congregaciones religiosas, cada vez más superiores provinciales exigen, cada vez más, a los miembros de sus congregaciones que sean estrictos en el cumplimiento de las obligaciones hacia las personas que trabajan en nuestras casas e instituciones.
Llevo varios días revisando el manual de empleo, asegurándome de que todo está en orden, de que los cinco empleados con los que trabajo tengan condiciones aceptables en lo que se refiere a horario, vacaciones, beneficios, bajas por enfermedad o maternidad. Miro con lupa el incremento de salarios para que corresponda a las calificaciones académicas que tienen y que sean cantidades que permitan vivir adecuadamente, con ahorro incluído. Y que haya cauces adecuados para expresar las quejas, resolver conflictos y hacer que el lugar de trabajo sea un lugar donde se pueda vivir con dignidad las siete u ocho horas que pasan al día.
Cada año cuando llega el mes de diciembre me toca dejar un poco de lado los artículos y escribir cosas más prácticas: contratos, manuales de empleo y descripciones de cargos en la oficina de la revista donde trabajo en Kampala. Antes, cuando trabajaba en el norte del país, me tocaba hacer lo mismo con los contratos del personal sanitario del ambulatorio donde ejercía como administrador. Si Santa Teresa decía que "también entre los pucheros anda el Señor", por la misma razón me doy cuenta de que a Dios se le encuentra en los contratos laborales.
En varias ocasiones he descrito en este blog la lamentable situación laboral de los trabajadores en muchos países africanos, factor que hace que para muchos inversores extranjeros resulte atractivo abrir negocios por estos trópicos. El italiano avispado que abre una pizzería en un barrio de Kampala o el industrial pakistaní que monta una fábrica de textiles en Jinja saben muy bien que con lo que les costaría pagar a un trabajador en su país de origen, aquí les da para pagar a diez. Contratos de hambre, o de pura subsistencia, ausencia de condiciones laborales dignas y seguros que brillan por su ausencia son el pan cotidiano de trabajadores que no tienen más opción que aceptar lo que les den sin posibilidad de discusión ni de presión, sobre todo en países donde apenas hay sindicatos que puedan defender los intereses de los trabajadores.
Mucho me temo que la misma Iglesia, que tanto predica (cuando lo hace) la Doctrina Social a menudo está muy lejos de predicar con el ejemplo. Durante mis 20 años en Uganda he visto multitud de instituciones eclesiásticas que usan trabajo infantil, que emplean a personas sin contrato ni seguros, que usan el despito libre de la manera más liberal y que pagan salarios bajísimos. He conocido casos como, por ejemplo, curas que echan a una empleada simplemente porque se ha descubierto que se ha echado un novio, o que despiden a todo el personal de la parroquia para traer a sus propios familiares. En esto, como en muchos otros aspectos de la vida, estamos llamados a dar buen ejemplo, y por desgracia muchas veces hacemos lo contrario de lo que predicamos. Afortunadamente, por lo menos en congregaciones religiosas, cada vez más superiores provinciales exigen, cada vez más, a los miembros de sus congregaciones que sean estrictos en el cumplimiento de las obligaciones hacia las personas que trabajan en nuestras casas e instituciones.
Llevo varios días revisando el manual de empleo, asegurándome de que todo está en orden, de que los cinco empleados con los que trabajo tengan condiciones aceptables en lo que se refiere a horario, vacaciones, beneficios, bajas por enfermedad o maternidad. Miro con lupa el incremento de salarios para que corresponda a las calificaciones académicas que tienen y que sean cantidades que permitan vivir adecuadamente, con ahorro incluído. Y que haya cauces adecuados para expresar las quejas, resolver conflictos y hacer que el lugar de trabajo sea un lugar donde se pueda vivir con dignidad las siete u ocho horas que pasan al día.