Lecciones de lo inesperado
(JCR)
Gulu, 9 de octubre. Uganda celebra el 44 aniversario de su independencia. Me levanto a las seis de la mañana y, como siempre, empiezo a hacer planes sobre cómo repartir el tiempo en un día en el que tengo que visitar dos campos de desplazados en la parroquia de Minakulu y después hacerme los 330 kilómetros de carretera para regresar a Kampala.
Una llamada telefónica me saca de mis casillas y me trastoca los planes. Mark, el enfermero encargado de nuestro dispensario parroquial me dice que una de las auxiliares de clínica, Stella, lleva varias horas perdiendo sangre. Parece que va a perder al niño que gestaba. Acabo el café deprisa y corriendo, cargo los bártulos me en media hora me presento allí. La chica se agita sin parar en su cabaña mientras dos enfermeros hacen lo que pueden, que no es mucho, ya que necesita una transfusión. Empiezo a preguntar si no podrían preguntar a otra persona que la lleve al hospital en Gulu, a 30 kilómetros, pero el único coche disponible es el mío.
Resulta que el evangelio de hoy es la parábola del Buen Samaritano y me he preparado el sermón a conciencia. Así que no tengo escapatoria y no tengo más remedio que ponerlo en práctica. Parece mentira que después de 18 años en el norte de Uganda aún tengamos tantas lecciones que aprender.
Así que cargo a Stella y a una de las enfermeras lo mejor que puedo, le digo John Bosco, el catequista, que dirija él la oración y conduzco todo lo rápido que pudo a Gulu, donde dejo a Stella en el Independent Hospital, un centro sanitario privado que cuesta caro, pero donde siempre llevo casos serios.
Por el camino pienso en las condiciones en las que vive la gente. A 30 kilómetros del hospital más cercano y sin apenas transporte público. En Gulu hay un hospital del gobierno y otro de la diócesis, más el privado. Imposible encontrar en un día como hoy, fiesta nacional, un médico de guardia en el hospital público. En cuanto al hospital de la iglesia, da pena pensar que el servicio se deteriora cada vez más. Sorprende ver la cantidad de edificios, generosamente financiado por donantes, que se construyen en ambos hospitales. Al mismo tiempo, de poco sirven tantas estructuras si el personal sanitario no atiende a la gente con seriedad y competencia.
Después de dejar a Stella en buenas manos me dirijo al segundo campo de desplazados. Es época de lluvias y casi todo el mundo se ha dirigido a sus campos de cultivo para trabajar. A la iglesia vienen unas doscientas personas, con las que celebro la eucaristía. Después, carretera y manta y llego a Kampala ya casi de noche, cansado.
10 de octubre. Ya estoy en Kampala. Hoy es el día de Daniel Comboni, fundador de los misioneros combonianos, orden a la Alberto y yo pertenecemos. Comboni fue canonizado por Juan Pablo II en el 2004. Natural de Limone Sul Garda (Italia), fue el primer obispo católico de Jartum (Sudán) y murió en 1881, a los 50 años, extenuado por las fiebres que en aquellos años habían convertido el interior de Africa en la tumba del hombre blanco.
Tres aspectos -muy presentes hasta hoy en las misiones combonianas- me han impresionado siempre de Comboni. El primero es el hecho de que solemos estar en zonas deprimidas donde nadie quiere estar. Comboni hablaba con frecuencia de los africanos como “los más pobres y abandonados”, y paternalismos aparte creo que hoy lo siguen siendo desde todos los puntos de vista. Además de esto, dentro de Africa me alegro de que solemos estar en lugares donde otros no van: los casi dos millones de desplazados internos del norte de Uganda, los pigmeos de las selvas de la República Democrática del Congo, los nómadas Turkana en Kenia, los habitantes de los slums de Nairobi, los refugiados de Sudán y tantos otros. Durante los últimos años he visto a varias congregaciones religiosas venir al norte de Uganda y expresar al arzobispo su disponibilidad a aceptar alguna responsabilidad pastoral. Casi todos terminan pidiendo la parroquia de la ciudad. Nadie quiere ir a un remoto campo de desplazados, donde faltan las comunicaciones y la seguridad. Modestia aparte, los combonianos sí están allí. Tendremos nuestros pecados, pero al menos de eso sí estoy seguro.
La segunda tradición comboniana es la importancia dada a la promoción humana social. Comboni quería rodear Africa de escuelas y universidades, convencido de que los africanos serían los protagonistas de su propio desarrollo, idea que acuñó con su conocida frase “Salvar Africa con Africa”. Los combonianos no construimos sólo iglesias, sino también –y a veces más- hospitales, dispensarios, centros educativos y sociales. Y es que una cosa es predicar y otra dar trigo. Y Jesús se dedicaba a las dos tareas. Y nosotros intentamos hacer lo mismo.
Lo tercero que me impresiona de Comboni es esta fe inquebrantable en la capacidad de los africanos. Uno puede ir a cualquier ciudad española y encontrarse, por ejemplo, con la iglesia de los jesuitas, o el colegio de los salesianos, pero la verdad es que uno nunca se encontrará con ninguna institución perteneciente a “los combonianos”. Construimos y desarrollamos instituciones que a los pocos años otros llevarán adelante. Ayudamos a las iglesias locales a desarrollarse, y después hacemos el petate y nos vamos a otro lugar donde nos pueden necesitar. El dispensario que llevamos más de un año construyendo en Minakulu, y perdonen que ponga mi trabajo de ejemplo, lo pasaremos a las hermanas ugandesas del Sagrado Corazón de aquí a un par de meses. Y tan contentos.
Tan contento de ser comboniano, ya ven
Gulu, 9 de octubre. Uganda celebra el 44 aniversario de su independencia. Me levanto a las seis de la mañana y, como siempre, empiezo a hacer planes sobre cómo repartir el tiempo en un día en el que tengo que visitar dos campos de desplazados en la parroquia de Minakulu y después hacerme los 330 kilómetros de carretera para regresar a Kampala.
Una llamada telefónica me saca de mis casillas y me trastoca los planes. Mark, el enfermero encargado de nuestro dispensario parroquial me dice que una de las auxiliares de clínica, Stella, lleva varias horas perdiendo sangre. Parece que va a perder al niño que gestaba. Acabo el café deprisa y corriendo, cargo los bártulos me en media hora me presento allí. La chica se agita sin parar en su cabaña mientras dos enfermeros hacen lo que pueden, que no es mucho, ya que necesita una transfusión. Empiezo a preguntar si no podrían preguntar a otra persona que la lleve al hospital en Gulu, a 30 kilómetros, pero el único coche disponible es el mío.
Resulta que el evangelio de hoy es la parábola del Buen Samaritano y me he preparado el sermón a conciencia. Así que no tengo escapatoria y no tengo más remedio que ponerlo en práctica. Parece mentira que después de 18 años en el norte de Uganda aún tengamos tantas lecciones que aprender.
Así que cargo a Stella y a una de las enfermeras lo mejor que puedo, le digo John Bosco, el catequista, que dirija él la oración y conduzco todo lo rápido que pudo a Gulu, donde dejo a Stella en el Independent Hospital, un centro sanitario privado que cuesta caro, pero donde siempre llevo casos serios.
Por el camino pienso en las condiciones en las que vive la gente. A 30 kilómetros del hospital más cercano y sin apenas transporte público. En Gulu hay un hospital del gobierno y otro de la diócesis, más el privado. Imposible encontrar en un día como hoy, fiesta nacional, un médico de guardia en el hospital público. En cuanto al hospital de la iglesia, da pena pensar que el servicio se deteriora cada vez más. Sorprende ver la cantidad de edificios, generosamente financiado por donantes, que se construyen en ambos hospitales. Al mismo tiempo, de poco sirven tantas estructuras si el personal sanitario no atiende a la gente con seriedad y competencia.
Después de dejar a Stella en buenas manos me dirijo al segundo campo de desplazados. Es época de lluvias y casi todo el mundo se ha dirigido a sus campos de cultivo para trabajar. A la iglesia vienen unas doscientas personas, con las que celebro la eucaristía. Después, carretera y manta y llego a Kampala ya casi de noche, cansado.
10 de octubre. Ya estoy en Kampala. Hoy es el día de Daniel Comboni, fundador de los misioneros combonianos, orden a la Alberto y yo pertenecemos. Comboni fue canonizado por Juan Pablo II en el 2004. Natural de Limone Sul Garda (Italia), fue el primer obispo católico de Jartum (Sudán) y murió en 1881, a los 50 años, extenuado por las fiebres que en aquellos años habían convertido el interior de Africa en la tumba del hombre blanco.
Tres aspectos -muy presentes hasta hoy en las misiones combonianas- me han impresionado siempre de Comboni. El primero es el hecho de que solemos estar en zonas deprimidas donde nadie quiere estar. Comboni hablaba con frecuencia de los africanos como “los más pobres y abandonados”, y paternalismos aparte creo que hoy lo siguen siendo desde todos los puntos de vista. Además de esto, dentro de Africa me alegro de que solemos estar en lugares donde otros no van: los casi dos millones de desplazados internos del norte de Uganda, los pigmeos de las selvas de la República Democrática del Congo, los nómadas Turkana en Kenia, los habitantes de los slums de Nairobi, los refugiados de Sudán y tantos otros. Durante los últimos años he visto a varias congregaciones religiosas venir al norte de Uganda y expresar al arzobispo su disponibilidad a aceptar alguna responsabilidad pastoral. Casi todos terminan pidiendo la parroquia de la ciudad. Nadie quiere ir a un remoto campo de desplazados, donde faltan las comunicaciones y la seguridad. Modestia aparte, los combonianos sí están allí. Tendremos nuestros pecados, pero al menos de eso sí estoy seguro.
La segunda tradición comboniana es la importancia dada a la promoción humana social. Comboni quería rodear Africa de escuelas y universidades, convencido de que los africanos serían los protagonistas de su propio desarrollo, idea que acuñó con su conocida frase “Salvar Africa con Africa”. Los combonianos no construimos sólo iglesias, sino también –y a veces más- hospitales, dispensarios, centros educativos y sociales. Y es que una cosa es predicar y otra dar trigo. Y Jesús se dedicaba a las dos tareas. Y nosotros intentamos hacer lo mismo.
Lo tercero que me impresiona de Comboni es esta fe inquebrantable en la capacidad de los africanos. Uno puede ir a cualquier ciudad española y encontrarse, por ejemplo, con la iglesia de los jesuitas, o el colegio de los salesianos, pero la verdad es que uno nunca se encontrará con ninguna institución perteneciente a “los combonianos”. Construimos y desarrollamos instituciones que a los pocos años otros llevarán adelante. Ayudamos a las iglesias locales a desarrollarse, y después hacemos el petate y nos vamos a otro lugar donde nos pueden necesitar. El dispensario que llevamos más de un año construyendo en Minakulu, y perdonen que ponga mi trabajo de ejemplo, lo pasaremos a las hermanas ugandesas del Sagrado Corazón de aquí a un par de meses. Y tan contentos.
Tan contento de ser comboniano, ya ven