Mi Navidad ayer en Gulu
(JCR)
Día de Navidad en Gulu ayer por la mañana, con 38 grados a la sombra. El que tiene algún vestido un poco elegante y muy descolorido, se lo pone por la mañana. Los más afortunados tal vez han comprado una tela nueva por 15.000 chelines (unos siete euros). A misa acuden los que van habitualmente y los que no suelen ir casi nunca. Los jóvenes del coro se esmeran en preparar cantos bonitos, acompañados de tambores y de las arpas nilóticos conocidas como “adungu”. Y la oración dura más de lo habitual, tal vez dos o tres horas, lo que supone un esfuerzo extra para quien tiene que presidir la Eucaristía e intentar llegar a tres sitios, para todos estén bien servidos. Así es un día de Navidad en un campo de desplazados en el Norte de Uganda y así fueron mis dos misas ayer en los campos de desplazados de Bobi y Palenga.
Tras la misa, la gente contenta toma su tiempo en saludarse y charlar al salir de la iglesia y vuelven a sus casas, donde los más afortunados se sentarán con su familia a comer el pan de mijo con pollo. Si ha habido suerte y han sacado algo de dinero durante los últimos días comprarán algún pedazo de carne de cabra. Ayer, el catequista Galdino Lalobo me obsequió con una comida de rumbo, arroz blanco y unos trozos de carne de cabra. No pude quedarme mucho tiempo porque tuve que volver a Kampala, y los 340 kilómetros de carretera infernal me ocuparon las siguientes siete horas hasta que llegué de noche, agotado. Mientras tanto, mis antiguos feligreses se quedaron de charla, prolongada bajo un árbol, amenizados con la música de algún casette pirateado de música congoleña o surafricana que algún vecino pone en marcha hasta que se terminan las pilas. Pero mientras no se agote la cerveza local de maíz, el “kwete” la conversación habrá seguido bien animada, hasta bien entrada la noche.
Así he vivido la Navidad durante 18 años y así fue también este año. Aunque tendría que aclarar que durante este tiempo casi siempre la hemos vivido con la sombra del miedo a los ataques, lo que ha supuesto que excepto en muy raras ocasiones no hayamos podido celebrar casi nunca la misa de Nochebuena. Cuando se vive con temor a un tiroteo en cualquier momento, la gente sabe que la celebración no se puede prolongar por mucho tiempo y de noche tendrá que hacerse el silencio.
Hace dos años, en uno de nuestros campos de desplazados, un soldado mató a un joven de un disparo en un baile el día de Nochebuena. Al día siguiente, por la mañana, la gente se dirigió al destacamento militar a exigir el castigo del culpable, y cuando se caldearon los ánimos los soldados abrieron fuego y mataron a diez personas e hirieron a veinte más. Cuando acudimos, por la tarde, se mascaba la tensión en el aire y la Navidad con once entierros en un asentamiento de 20.000 personas apiñadas en muy poco espacio no tuvo nada de alegre.
He vivido Navidades en las que miles de niños dormían en las calles de Gulu por miedo a los secuestros. Cáritas y otras organizaciones humanitarias intentaron preparar algo para ellos... pero es difícil cuando son tantos y escasea todo. Sin embargo, nunca he echado de menos las Navidades en España y jamás me ha venido a la mente irme de vacaciones durante este tiempo. Algo me ha dicho, muy en lo hondo, que la verdadera Navidad del Hijo de Dios que nació en un pesebre para animales y tuvo que huir a Egipto para escapar de una muerte segura se encuentra mucho más en los campos de desplazados de Gulu que en los grandes almacenes de la calle Preciados de Madrid. Las circunstancias en las que Jesús vino al mundo se parecen mucho más a las de las personas que viven a merced de la violencia y la pobreza que al consumismo y el derroche del mundo occidental. Quizás por eso siempre he notado que, cuando uno predica ese día en iglesias de techo de paja o bajo un árbol, no es difícil conectar con la gente, que tiene su ración diaria de guerra, abandono y pobreza.
Lo cual no es obstáculo para que, si se puede, uno muestre su alegría con algún vestido de paño barato y colorido chillón, y bailando con los vecinos mientras quede cerveza de maíz en la tinaja o no se gasten las pilas de la radio, y si eso sucede se saca el tambor y que siga la fiesta.
Día de Navidad en Gulu ayer por la mañana, con 38 grados a la sombra. El que tiene algún vestido un poco elegante y muy descolorido, se lo pone por la mañana. Los más afortunados tal vez han comprado una tela nueva por 15.000 chelines (unos siete euros). A misa acuden los que van habitualmente y los que no suelen ir casi nunca. Los jóvenes del coro se esmeran en preparar cantos bonitos, acompañados de tambores y de las arpas nilóticos conocidas como “adungu”. Y la oración dura más de lo habitual, tal vez dos o tres horas, lo que supone un esfuerzo extra para quien tiene que presidir la Eucaristía e intentar llegar a tres sitios, para todos estén bien servidos. Así es un día de Navidad en un campo de desplazados en el Norte de Uganda y así fueron mis dos misas ayer en los campos de desplazados de Bobi y Palenga.
Tras la misa, la gente contenta toma su tiempo en saludarse y charlar al salir de la iglesia y vuelven a sus casas, donde los más afortunados se sentarán con su familia a comer el pan de mijo con pollo. Si ha habido suerte y han sacado algo de dinero durante los últimos días comprarán algún pedazo de carne de cabra. Ayer, el catequista Galdino Lalobo me obsequió con una comida de rumbo, arroz blanco y unos trozos de carne de cabra. No pude quedarme mucho tiempo porque tuve que volver a Kampala, y los 340 kilómetros de carretera infernal me ocuparon las siguientes siete horas hasta que llegué de noche, agotado. Mientras tanto, mis antiguos feligreses se quedaron de charla, prolongada bajo un árbol, amenizados con la música de algún casette pirateado de música congoleña o surafricana que algún vecino pone en marcha hasta que se terminan las pilas. Pero mientras no se agote la cerveza local de maíz, el “kwete” la conversación habrá seguido bien animada, hasta bien entrada la noche.
Así he vivido la Navidad durante 18 años y así fue también este año. Aunque tendría que aclarar que durante este tiempo casi siempre la hemos vivido con la sombra del miedo a los ataques, lo que ha supuesto que excepto en muy raras ocasiones no hayamos podido celebrar casi nunca la misa de Nochebuena. Cuando se vive con temor a un tiroteo en cualquier momento, la gente sabe que la celebración no se puede prolongar por mucho tiempo y de noche tendrá que hacerse el silencio.
Hace dos años, en uno de nuestros campos de desplazados, un soldado mató a un joven de un disparo en un baile el día de Nochebuena. Al día siguiente, por la mañana, la gente se dirigió al destacamento militar a exigir el castigo del culpable, y cuando se caldearon los ánimos los soldados abrieron fuego y mataron a diez personas e hirieron a veinte más. Cuando acudimos, por la tarde, se mascaba la tensión en el aire y la Navidad con once entierros en un asentamiento de 20.000 personas apiñadas en muy poco espacio no tuvo nada de alegre.
He vivido Navidades en las que miles de niños dormían en las calles de Gulu por miedo a los secuestros. Cáritas y otras organizaciones humanitarias intentaron preparar algo para ellos... pero es difícil cuando son tantos y escasea todo. Sin embargo, nunca he echado de menos las Navidades en España y jamás me ha venido a la mente irme de vacaciones durante este tiempo. Algo me ha dicho, muy en lo hondo, que la verdadera Navidad del Hijo de Dios que nació en un pesebre para animales y tuvo que huir a Egipto para escapar de una muerte segura se encuentra mucho más en los campos de desplazados de Gulu que en los grandes almacenes de la calle Preciados de Madrid. Las circunstancias en las que Jesús vino al mundo se parecen mucho más a las de las personas que viven a merced de la violencia y la pobreza que al consumismo y el derroche del mundo occidental. Quizás por eso siempre he notado que, cuando uno predica ese día en iglesias de techo de paja o bajo un árbol, no es difícil conectar con la gente, que tiene su ración diaria de guerra, abandono y pobreza.
Lo cual no es obstáculo para que, si se puede, uno muestre su alegría con algún vestido de paño barato y colorido chillón, y bailando con los vecinos mientras quede cerveza de maíz en la tinaja o no se gasten las pilas de la radio, y si eso sucede se saca el tambor y que siga la fiesta.