La vida cotidiana del misionero (II) . Aprendiendo idiomas.

(JCR)
El Hijo de Dios tuvo que aprender arameo para comunicarse con sus las gentes de Israel hace dos mil años, y dicen los exegetas que seguramente conocería también bastante de la lengua hebrea y del griego “koiné” usado entonces como lengua internacional. ¿Sabría quizás también algo de latín, como nos muestra Mel Gibson en La Pasión?. Los que hemos venido a África en su nombre nos ponemos a aprender lo que sea, no faltaba más, después de todo dice Jesús al final del evangelio de San Marcos que uno de los signos que acompañarán a los que El envía será que “hablarán lenguas extrañas”. Les aseguro que es una de las experiencias más apasionantes, y también de más humildad, para un misionero.

Mi compañero de blog sabe de esto más que yo. Después de estudiar la teología en Innsbruck, donde tuvo que empezar aprendiendo alemán, pasó un año en Londres hincándole el diente el inglés, de donde pasó a El Cairo para luchar a brazo partido con el árabe durante dos años, más seis meses de propina en Khartoum para adaptarse al árabe dialectal de Sudán. Cuando por fin fue a trabajar a la misión de Nzara, en el territorio Zande del sur el país, y se puso a aprender la lengua de esta gente, creo que estaba ya con la lengua fuera, lo que no impidió que aprendiera a chapurrear el italiano –como hemos intentado hacer muchos combonianos- a base de tratar a misioneros ancianos que se apañan poco con el inglés.

Yo lo tuve bastante más fácil. Yo siempre estudié francés en el colegio, y cuando llegué a Londres en 1983 sólo sabía decir “my mother is in the kitchen” y poco más. Tras un año de cursos de inglés en aquellas tierras lluviosas, aterricé en 1984 en la soleada Uganda y mientras acababa la teología intenté iniciarme en la lengua Luganda, de la que aún recuerdo algo, sobre todo para pedir de comer y de beber (bueno, y también decir alguna oración), que siempre es útil. Cuando me enviaron al norte al año siguiente, me sumergí en el estudio del Acholi, que es una lengua nilótico de estructura bastante sencilla. Las lenguas bantúes suelen tener una gramática mucho más complicadas. Y las lenguas tonales, que abundan en África del Oeste, suelen ser la desesperación del más pintado.

En multitud de lugares de este continente uno tiene la suerte hoy de encontrarse con gramáticas y diccionarios de lenguas africanas, muy a menudo escritas hace varias décadas por misioneros que nos precedieron, y que no raramente han publicado sus estudios con gran competencia. A veces se encuentra uno con cursos organizados, donde se aprende de forma sistemática, aunque cuando a uno le envían a un lugar remoto –como fue mi caso- puede resultar difícil encontrar un maestro con suficiente preparación para explicar la estructura de la lengua. Yo por lo menos no encontré ninguno y tuve que buscarme la vida. Solía estudiar la gramática en mi cuarto, y después me iba a la escuela de la misión, y allí, sentado en el suelo con los niños de primero o segundo de primaria (que se tronchaban de risa de verme allí), intentaba habituar el oido, tomaba notas y de paso hacía amigos.

Por las tardes me cogía la bicicleta y me iba por los poblados. Cuando en algún lugar me ofrecían una silla, me sentaba e intentaba practicar lo que había aprendido durante el día. Cuando tenía dudas preguntaba a alguna de las monjas ugandeses que trabajaban en el hospital. Al cabo de un par de meses empecé a prepararme las homilías del domingo, sencillas y escritas, practicando muchas veces. Nunca quise usar traductor. Me hubiera sentido como un oficial de tiempos coloniales.

Aprender una lengua nueva es una gran experiencia que requiere una gran humildad y paciencia, virtudes en las que servidor de ustedes tiene que reconocer que no ha destacado mucho a lo largo de su existencia. Uno llega con sus teologías aprendidas y se encuentra con que es incapaz de decir nada y tiene que callarse y preguntar todo. Después llega un momento en que uno aprende proverbios, historias, fábulas, canciones... y con ellas el tesoro cultural de la gente con la que uno trabaja. Se aprenden palabras especializadas sobre costumbres, leyes, relaciones familiares, creencias, etcétera. Sólo si apreciamos sus valores y culturas podemos predicarles el evangelio. La humildad requiere también reconocer que los europeos tantas veces hemos abusado de los africano, no hemos sabido reconocer su sabiduría tradicional y simplemente hemos llamado ignorancia a lo que no entendíamos.

A veces nos creemos que ya sabemos el idioma a la perfección y un día nos damos cuenta de que no es así y nos caemos del burro. Un compañero mío que trabajó en Kenya con una tribu nómada me contó cómo el día de la Asunción predicó un sermón sobre la Virgen que se había preparado concienzudamente. Al terminar la misa, la gente fue a felicitarle: “Nos ha gustado mucho su homilía, padre. Siempre está usted hablando de la Virgen todos los días. Finalmente nos ha hablado usted hoy de Jesucristo”.

Cuando realmente me dí cuenta de que me estaba sumergiendo en la lengua fue cuando empecé a pasar temporadas de una semana trabajando en los poblados, lejos de la misión, y viviendo con ellos las 24 horas del día. Pero de esto les hablaré el próximo día.
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