Cargar con la cruz



Es la frase que predomina sobre tantas otras de la sagrada liturgia en este decimotercer domingo del tiempo ordinario Ciclo A. Cargar con la cruz, asumir la cruz, subir a la cruz, portar la cruz, y tantas otras locuciones afines, equivale a tenérselas que ver uno con lo difícil y doloroso de la vida. Si quien así camina es cristiano, inmediatamente procura interpretar lo dicho a la luz de Cristo, que cargó con su cruz. Es decir, hace de su fe cristiana basada en la conducta de Cristo el criterio supremo a la hora de discernir las dificultades de la vida y de ofrecer como tarjeta de visita su comportamiento frente a los diarios avatares. De lo contrario, estaríamos en otra onda muy distinta.

Porque también los ateos y agnósticos y corruptos y pertenecientes a otras mentalidades y creencias tienen que soportar los reveses con que de vez en cuando nos atiza la vida, que la vida es a veces muy perra y juega muy malas pasadas. La verdad es que la cruz planea como espada de Damocles sobre los hombres todos, sin distinguir razas, ni colores ni religión. De suerte que el próvido cuerno refranero, siempre a punto cuando las cosas vienen mal dadas, no se cansa de ofrecer, para personas así, expresiones relativas a la cruz.

Por otra parte, aunque en el mismo orden de cosas, del latín «crucis» deriva «crucial», concepto con el que queremos dar a entender que es un momento decisivo, crítico y muy importante para aquello a lo que así calificamos. Se puede aplicar a muchos aspectos de la vida. Así, podemos decir que «aquel discurso fue crucial para resolver el problema». También, por supuesto, que «esta operación era crucial», o «era una decisión crucial». Como derivado de cruz, sin embargo, el adjetivo «crucial» tiene, en todo caso, connotaciones que distan del sentido teológico profundo que la palabra cruz encierra. De la misma manera que pudiera ocurrir con términos como cruce, crucería, crucero, cruceta y hasta crucificar.

Ni siquiera limitados a lo estrictamente religioso, cargar con la cruz ha de interpretarse con significado excluyente y reduccionista. Por de pronto, la susodicha expresión viene a ser como espina dorsal del año cristiano todo y no sólo singular lazareto o minifundio de ascetas y místicos. Todos los bautizados, pues, hemos de procurar cargar con la cruz. Precisamente en el día de la Exaltación de la Cruz del año 2012, al firmar la exhortación Ecclesia in Medio Oriente, Benedicto XVI se preocupó de señalar que la locura de la Cruz es «saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios».

Había invitado antes a no tener miedo, a permanecer en la verdad y a cultivar la pureza de la fe. Ese es el lenguaje de la cruz gloriosa, ciertamente. Y añadió tratando de ser más preciso: «Esa es la locura de la cruz: la de saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios y de misericordia para con el prójimo; la de saber transformar también unos seres que se ven combatidos y heridos en su fe y su identidad, en vasos de arcilla dispuestos para ser colmados por la abundancia de los dones divinos, más preciosos que el oro».



Cuando Jesús comienza a hablar abiertamente del destino que le aguarda en Jerusalén, o sea de que tendrá que sufrir mucho, ir a la cruz y en ella morir para después resucitar, san Pedro, expeditivo siempre tratándose del Maestro, protesta diciendo: «¡Lejos de ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso» (Mt 16, 22). Es evidente que el Maestro y el discípulo siguen aquí dos maneras opuestas de pensar. San Pedro, según una lógica humana, está convencido de que Dios no va a permitir nunca que su Hijo termine su misión muriendo en la cruz. Hasta ahí podíamos llegar. De ninguna manera. Así que se permite el lujo de erigirse en punto menos que director espiritual de Jesús y se arranca para cambiar cuanto antes ese rumbo. Pero Jesús no piensa igual. Jesús, por el contrario, sabe que el Padre, por su inmenso amor a los hombres, lo envió a dar la vida por ellos y que, si esto implica la pasión y la cruz, conviene que así suceda.

Sabe también Jesús que la última palabra no va a ser la cruz, desde luego, sino la resurrección. La protesta de san Pedro, en consecuencia, aunque pronunciada de buena fe y por amor sincero al Maestro, le suena a Jesús como una tentación, como una reedición de las insidias que el Tentador había empleado ya en el desierto, poco antes del inicio de su vida pública. Le suena, insisto, como una invitación a salvarse a sí mismo, mientras que sólo perdiendo su vida la recibirá nueva y eterna por todos nosotros.

Para llevar a plenitud la obra de la salvación, el Redentor sigue asociando a sí y a su misión a hombres y mujeres dispuestos a tomar la cruz, abrazarse a ella y seguirlo. Como para Cristo, también para los cristianos, pues, cargar la cruz no es algo opcional, sino una misión que hay que asumir sí o sí; pero siempre por amor. En nuestro mundo actual, en el que parecen dominar las fuerzas que dividen y destruyen y confunden, Cristo no deja de proponer a todos su invitación clara, sin término medio ni alternativas: quien quiera ser mi discípulo, renuncie a su egoísmo y lleve conmigo la cruz. La Virgen María fue la primera que siguió a Jesús por el camino de la cruz, y lo siguió hasta el final. Ella, de pie junto a la cruz, puede ayudarnos a seguir desde ahora al Señor, y a experimentar en las pruebas la gloria de la resurrección.

La disposición para el sufrimiento, la pena y la cruz en el camino del seguimiento, es otra exigencia del Señor. No debemos buscar el sufrimiento. No hemos de ser más papistas que el papa; eso no. Pero sí tenemos, en cambio, que aceptarlo si nos viene impuesto. Y teniendo bien presente que una cosa es aceptar el que se nos impone, y otra el que nosotros, a veces, llevados de ese puritanismo estúpido, queremos buscarnos. Lo cual no dejaría de ser procurarse uno el dolor a su medida.

Tenemos que abrazar la cruz, más bien, tal y como ella nos viene dada, y abrazarla, en resumen, por amor a Jesús y a la voluntad de Dios Padre. Jesucristo mismo se enfrentó también con esta dolorosa realidad humana, que afecta a todos, desconcierta a muchos y que no deja de confundir a los más. Su vida es un continuo sacrificio, un diario camino de cruz. Permanentemente se enfrentó con el sufrimiento, lo santificó, lo sublimó y nos dejó el mensaje consolador de que la cruz tiene un sentido altamente oblativo, amoroso y redentor. Eso importa sobremanera, y no el creernos enseguida la alegría de la huerta.



La dolorosa pasión del Señor Jesús, por eso mismo, suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). La cosa, pues, es clara como la luz hasta en los días oscuros.

Cristo llevó la cruz por amor. Sufrió por amor. Murió por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos y cautivados por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son, y nos serán, desconocidos, aunque no dejen por ello de estar escritos en el Libro de la Vida. Y si traemos este discurso evangélico a nuestro tiempo, no pensemos que por ello va a perder en quilates. Ni muchísimo menos.

Cuántas personas, también en nuestro tiempo, en el silencio sonoro de su conturbadora existencia cotidiana, unen su dolor al del Crucificado y se convierten así en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? Algo atroz, sin duda. San Agustín señala con su acostumbrada genialidad de pensamiento: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1).

El juego del retórico de Hipona con la antítesis en ristre se hace gozo de presencia: inacabable miseria-misericordia; volver a la vida-venir al encuentro de tu muerte; caer derrumbado de no haber sido ayudado; hubieras perecido-si él no hubiera venido. Antítesis, por tanto, musicalidad, profundidad conceptual. Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida? (Benedicto XVI, 10.04.2009).

El dolor supone siempre un desafío para nosotros. Nos sentimos abandonados, acorralados, acosados. Nos olvidamos de rezar, de poner el corazón en pie, y así no hay manera: acabamos por derrumbarnos. Y eso cuando no le endosamos a Dios la culpa de todo el mal que nos ha sobrevenido, es decir, de la cruz que nos ha caído encima. Algunos incluso se quitan la vida. Como si el suicidio fuera la solución más a propósito de saldar cuentas con Dios.

Pero si nos volvemos a Dios, nos volvemos fuertes espiritualmente y estamos cercanos a nuestros hermanos en dificultad (cf. 1 Tm 5, 10). ¿Cómo es posible tener el atrevimiento de culpar a Dios por nuestras desgracias, sin advertir de la trascendencia que en todo ser humano revisten el libre albedrío y la cabeza encima de los hombros? ¿Quién ha empezado por romper la armonía entre mente y corazón? ¡Cuántas desgracias le han sobrevenido al mundo por falta de cabeza!

Jesús sigue sufriendo en sus discípulos perseguidos. Benedicto XVI dice que en nuestros tiempos “no faltan mártires en la Iglesia” (Sacramentum caritatis, 85). Cristo está en agonía entre nosotros y en nuestros tiempos. Nosotros rezamos por los que sufren. El misterio del sufrimiento cristiano está en su valor redentor. Que las persecuciones que los creyentes sufren completen en ellos los sufrimientos de Cristo, que traen la salvación (cf. Col 1, 24).



«No se trata de una cruz ornamental, o ideológica –señaló hace no mucho Francisco-, sino que es la cruz de la vida, es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor, por los padres, por los hijos, por la familia, por los amigos, también por los enemigos; la cruz de la disponibilidad a ser solidario con los pobres, a comprometerse por la justicia y la paz”. El Pontífice señaló que “en el asumir esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que ‘el que pierda su vida – por Cristo – la salvará’. Es perder, para ganar. Y recordemos a todos nuestros hermanos que todavía hoy ponen en práctica estas palabras de Jesús, ofreciendo su tiempo, su trabajo, sus fatigas e incluso su propia vida para no negar su fe a Cristo».

Quiero que el punto final a estas reflexiones lo ponga san Agustín, de cuyo admirable magisterio nunca me canso de aprender, y lo vengo haciendo desde hace más de cuarenta años: «En esta vida –precisa el santo-, toda tentación es una lucha entre dos amores: el amor del mundo y el amor de Dios […] A Dios llegamos con el afecto, no con alas o con los pies» (Sermón 344, 1). A Dios, pues, sólo podemos llegar con el afecto, o dicho más directo aún: con el amor; pero no un amor cualquiera, sino el amor de Dios.

De ahí explicaciones suyas subsiguientes como esta: «Nadie puede perder su alma por Cristo si antes no la ha hallado, y nadie puede hallar su alma en Cristo si antes no la ha perdido». Déjame, querido lector, que me ponga contigo a la escucha del Doctor de la Gracia, en el exhorto final: «Hállala [el alma] para perderla, piérdela para hallarla» (Sermón 344, 6). El papa Francisco suele rematar estos finales patrístico-pastorales con su habitual repunte porteño: «¿Estamos?». Y todavía más a menudo: «¿Clarito?».

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