« Pastor Bonus »



La sagrada liturgia nos depara en este IV domingo de Pascua del Ciclo B un cúmulo de conceptos relativos a Jesús el Buen Pastor, que es, sin duda, el principal y primero, no el único, en el ancho panorama religioso de la jornada. Los otros ilustran, más o menos, la trascendencia del fundamental irrumpiendo gradualmente, según veremos, desde las diversas lecturas de la Misa.

San Lucas, por ejemplo, presenta en el libro de los Hechos la escena de Pedro y Juan ante el Sanedrín (Hch 4, 8-12), es decir el tribunal supremo de Israel. Deja claro Pedro en su respuesta que el milagro del paralítico ha sido posible por el Nombre de Jesucristo: «Por su nombre (de Jesucristo) –dice-- y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros» (v. 10). Pedro de todos modos aún va más lejos cuando afirma: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (v. 12). Nótese bien que el nombre de Jesús significa «Dios salva».

Ahora que tanto se habla de ecumenismo y de diálogo interreligioso, de Iglesias y Religiones, de confraternización y unidad sincronizadas y entre sí compensadas, bueno será poner las cosas en su punto, aunque sólo fuere para evitar malentendidos. Los cuales todos, a la postre, surgen turbadores y escasamente convincentes cuando propenden a confundir ecumenismo con diálogo interreligioso. Claro que Dios escribe recto con renglones torcidos y puede salvar por infinitos procedimientos a merced de su voluntad, pero siempre por medio de Cristo, que por algo porta el bello nombre de Salvador.

El mismo Pedro nos echa una mano con su respuesta al Gran Sanedrín de Jerusalén cuando puntualiza rotundo: «Él (Jesucristo) es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular» (v.11). En realidad, el Apóstol no hace sino citar el Salmo 118 (117), 22, donde se puede leer: «La piedra que los constructores desecharon en piedra angular se ha convertido».

Hemos de tener en cuenta, sin embargo, que la «piedra angular» o «clave de bóveda», «piedra de escándalo» no pocas veces (cf. Jr 51,26), es un tema mesiánico llamado a designar a Cristo, según se puede colegir de Mt 21,42, y Hch 4,11 (o sea, de lo que Pedro dice hoy mismo ante el Sanedrín). Ideas esenciales, insisto, para un posible diálogo interreligioso, donde a Jesucristo no se le puede reducir a figura secundaria, ni tan siquiera equivalente a los Mahatma Gandhi, Buda, Mahoma, y otros ilustres y venerandos etcéteras.



En la segunda lectura san Juan abunda en el hecho de vivir como hijos de Dios (1Jn 3, 1-2), lo que tiene su aquél y conlleva sus ineludibles exigencias y consecuencias. «Ahora (dice) somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (v. 2). La idea de la primera lectura resulta, pues, agrandada y alabeada a la luz de la filiación divina en, y a través del, Hijo de Dios. La contextura básica del argumento pone de relieve que para Jesús, nosotros no somos números, cosas, piedra inerte que, al decir del poeta, «ni conoce la sombra ni la evita». Él, en cambio, Jesús, nos conoce con un conocer que demanda reciprocidad.

Nos conoce con nuestra propia historia, nuestras dificultades, nuestros defectos todos y todas nuestras características específicas. Con nuestro nombre y apellidos, en suma. Nos conoce, nos ama, y quiere introducirnos cada vez más y más en comunión con él. De ahí que debamos aprender a conocerle cada vez mejor. Y conocerle –es nuestro caso- precisamente como «el buen pastor», de modo que lleguemos a tener con él incesante relación de amor. Ese amor íntimo y regalado que se instaura entre el pastor y las ovejas.

Venimos así a la idea básica de la catequesis de hoy, o sea la del buen pastor (Jn 10, 11-18). Jesús se llama dos veces a sí mismo el buen pastor: «Yo soy -- dice y vuelve a decir-- el buen pastor» (vv. 11.14). ¿A qué obedece semejante insistencia? La Escritura puede echarnos una mano: Dios, también él pastor de su pueblo, debe, en los tiempos mesiánicos, dar a este pueblo suyo un pastor por él elegido (cf. Ez 34,1ss). Con la misma boca de Ezequiel, que para este sublime oficio del pastor es profeta esencial, Dios prosigue luego anunciando que suscitará con el fin no más de ponérselo al frente un solo pastor: «Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios» (Ez 34, 31).

Al declararse, pues, «el buen pastor (que) da su vida por la ovejas» (v. 11b), Jesús plantea una reivindicación mesiánica. No se pierde por las ramas, sino que va directamente a las raíces mismas del pueblo elegido y del pastor único. Pero ahí no queda la cosa, ya que para esclarecer la idea, utiliza el término asalariado con cuyo lexical empuje incide así en las diferencias y marca las distancias entre el buen pastor y el asalariado.

Otro matiz, por tanto, sobre el que Jesús mismo se pronuncia con meridiana claridad, éste del asalariado, cuyos comportamientos van de suyo: desidia, abandono, egoísmo, huida ante el peligro, etc. Los describe Jesús maravillosamente: «El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado» (Jn 10, 11b-13). De modo que el asalariado empieza por no ser pastor. A ello vendré luego.



Déjeseme primero decir que, versículos adelante, Jesús vuelve a la carga: «Yo soy el buen pastor: y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí» (v. 14). Introduce ahora el verbo conocer, de donde sale conocimiento. Ahora bien, en la Biblia (cf. Os 2, 22), el «conocimiento» no procede de una actividad puramente intelectual, sino, más bien, de una existencia experiencial, de una «experiencia», sencillamente: o sea, dicho de una vez por todas, de presencia que acaba necesariamente en el amor. Para Oseas profeta, el «conocimiento de Yahveh» acompaña al jésed (término éste que viene a ser expresión de un vínculo, de un compromiso).

No se trata, pues, repito, de simple conocimiento intelectual. O sea que así como Dios «se da a conocer» al hombre ligándose a él por una alianza, manifestándole su amor (jésed) con sus beneficios, de análoga forma también el hombre «conoce a Dios» por una actitud que implica la fidelidad a su alianza, el reconocimiento de sus beneficios, el amor.

Frente a este comportamiento, Jesús alza bandera-paradigma de su amor a las ovejas: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10, 14-15). Antes he dicho ya de qué conocimiento se trata promediando a la postre la caridad: conocimiento recíproco y, en consecuencia, un amor a Dios y de Dios. Detengamos el análisis en el sabroso texto de aquel pastor de almas que fue Agustín de Hipona:

«Acabamos de oír al Señor Jesús encareciéndonos los deberes del buen pastor, encarecimiento de donde se deduce, como es llano, la existencia de pastores buenos. A fin, sin embargo, de prevenirnos contra la falsa idea de que se refiere al gremio de los pastores, dice: Yo soy el buen pastor (Jn 10,11) […]. Luego el buen pastor es Cristo. Y Pedro, ¿no es, acaso, buen pastor? ¿No dio él también la vida por las ovejas? ¿Y Pablo? ¿Y los demás apóstoles? ¿Y los bienaventurados obispos mártires que les sucedieron? ¿Qué decir incluso de san Cipriano? ¿No fueron, por ventura, todos ellos buenos pastores, y no asalariados, de quienes se dice: Os lo aseguro que ya recibieron su recompensa (Mt 6,2)? Sí; todos éstos fueron buenos pastores; no sólo por haber derramado su sangre, sino por haberla derramado en defensa de las ovejas; no la derramaron por vanidad, sino por caridad. […] Aunque se llegue al martirio […] nada vale por falta de caridad. Añade la caridad, y aprovecha todo; quita la caridad, y todo lo demás no sirve de nada» (Sermón 138, 1-2).



Salta, por tanto, a la vista que no sería cabal reflexión la mía si omitiese yo ahora ese ominoso capítulo de pederastia perpetrada por malnacidos de la sociedad, también -¡ay!- los no-pastores, cuyo comportamiento, más que pastoral, es borreguil, de asalariados, de bujarrones a sueldo; de los que abusan de las ovejas, las maltratan y las tiranizan. Eso, tíos, es ya la horterada de la sinrazón, el despropósito del escándalo y el puntapié del desprecio en el bullarengue. A nadie medianamente cuerdo se le oculta que historias siniestras como las que denuncio las hubo siempre. Cierto. Pero ahora mismo se prodigan y comentan con facilidad tal que no sabe uno si atribuirlo a la multiplicada información de los medios, o a otros posibles motivos.

Asistimos con estupor, un día sí y otro también, a conductas donde no parece sino que se hubiese levantado la veda. Asombra ver saliendo a la superficie del estanque tanta broza. Se desata por doquier con inusual presteza la caza al débil, al menor, al indefenso. Caza declarada también, a menudo, dentro de la misma Iglesia por relamidos sotanoides camino de curas rebotados y frailes desubicados, incluso alentada u ocultada por torcidas mitras, si es que no consentida o disimulada por más de una púrpura descolorida. Sólo por haber destapado esta caja de los truenos ordenando tolerancia cero para combatirla de raíz, hubiera ya merecido la pena el fecundo pontificado de Benedicto XVI. Igual que ahora el dinámico de Francisco, incansable en el empleo de lejía a granel contra las manchas de tales abusos.

Con la bella imagen de Jesús el Buen Pastor tenemos a la vista una de las estampas iconográficas más antiguas del cristianismo. Tema, por otra parte, bíblico, bucólico, teológico y pascual, típico del libro denso en cada uno de sus adjetivos. Así viene a corroborarlo el sermón 46 de san Agustín. Y el Breviario cuando en el himno de laudes del oficio de pastores nos regala con el consabido y rumboso «Cristo, cabeza, rey de los pastores».



De pastor sale pastoral, calificativo que san Juan XXIII quiso para el concilio Vaticano II, entre cuyas constituciones destaca la famosa Constitución pastoral Gaudium et spes. Los documentos de la Santa Sede con tan emblemático adjetivo en cabecera son innumerables: Pastores dabo vobis; Pastor Bonus; Pastor Aeternus, y así seguido.

Pastor de los pastores según san Agustín, no es que Jesús sea solo buen pastor. Es el buen pastor; el pastor por antonomasia, de quien Fray Luis escribió con tanta belleza lirica como agudo pensamiento que su obrar de Pastor es amor, el cual «excede todo cuanto se puede imaginar y decir […]. Porque antes que le amemos nos ama; y […] no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima». De suerte que «no duerme ni reposa, sino, asido siempre a la aldaba de nuestro corazón» (Los nombres de Cristo. L.1. Pastor: BAC 3/I [Madrid 1957, 4ª ed.] p. 471).

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