Salió el sembrador a sembrar



En el Evangelio de este decimoquinto domingo del tiempo ordinario Ciclo A (Mt 13, 1-23), Jesús se dirige a la multitud con la célebre parábola del sembrador, como quien imparte una divina lección de agricultura que hubiera tenido preparada de antemano. Es, por otra parte, una página de algún modo «autobiográfica», puesto que refleja la experiencia misma de Jesús, de su predicación, de su cercanía y trato con la gente: él se identifica con el sembrador, ese esforzado labriego de la mañana y de la tarde –el de la noche está más familiarizado con la cizaña- que esparce la buena semilla de la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de acogida reservada al anuncio.

La vibrante oratoria del Rabí de Nazaret nos depara esta vez comprobar cómo acude también al ruedo de la palabra esa parte importante de la exposición que son los oyentes, múltiples y variados ellos, ya que los hay de muchas clases y colores, más que los del arco iris. Hay quien escucha superficialmente la Palabra pero no la acoge, con lo que la pérdida de tiempo es evidente, de la misma manera que la estulticia es hija de la superficialidad; hay quien la acoge en un primer momento pero no tiene constancia y lo pierde todo, que también son ganas de perder el tiempo y olvidar que el campo tiene para dar y tomar; hay quien queda abrumado por las preocupaciones de la vida y por las seducciones del mundo, siempre al acecho como el zorro apostando su hocico detrás del matorral para que no se le escape la pieza; y hay, en fin, quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra da fruto en abundancia, tan copioso fruto como para recoger, seguir cosechando y no parar.

Pero este Evangelio de hoy insiste también en el «método» de la predicación de Jesús, es decir, precisamente, en el uso de las parábolas, o sea el género ese de oratoria en el que nuestro Señor es maestro incomparable: « ¿Por qué les hablas en parábolas?», preguntan intrigados los discípulos (Mt 13,10). Y el Maestro manso y humilde de corazón responde distinguiendo entre ellos y la multitud: a los discípulos, o dicho de otro modo equivalente: a los que ya se han decidido por él, les puede hablar del reino de Dios abiertamente. En cambio, a los demás debe anunciarlo en parábolas, prevalerse de tan sencillo pero eficiente método con el propósito de estimular el ánimo y convertir más fácilmente el corazón.

Las parábolas, de hecho, requieren por su naturaleza un esfuerzo de interpretación discursiva, ya que interpelan la inteligencia pero también la libertad. Explica san Juan Crisóstomo: «Jesús pronunció estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y solicitarlos asegurando que, si se dirigen a él, los sanará» (Com. al Evang. de Mat., 45, 1-2). Sencilla forma, la de este santo padre y doctor de la Iglesia, de probar que, además de Boca de oro por hablar mejor que bien, tampoco andaba escaso de inteligencia.

A la curiosa pregunta de por qué habla Jesús en parábolas (cf. Mt 13, 10), viene oportuna y bien traída la respuesta del mismo Señor, siempre dispuesto y disponible a socorrer al oyente, de modo particular al de escasas luces, aunque tampoco falten circunstancias en que una nueva respuesta deja al que pregunta sumido en una noche todavía más oscura. Como aquí ocurre por no faltar a la prueba cuando Jesús insiste esclarecedor: «A vosotros se os ha dado a conocer el misterio del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (Mt 13,11-13).

Los exégetas, algunos exégetas por lo menos, afirman que ese «a quien tiene se le dará», etc., significa que a las almas bien dispuestas se les dará, además de la antigua Alianza, el perfeccionamiento de la Nueva (cf. 5, 17, 20); en cambio, a las mal dispuestas y peor avenidas se les quitará hasta lo que tienen, es decir, esta Ley judía que, abandonada a sí misma, se quedará caduca.

Jesús, pese a todo, les hablará en parábolas, «porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (v.13). Se insinúa, pues, aquí un endurecimiento voluntario y culpable que causa y explica la retirada de la gracia. De hecho, los relatos todos que preceden al de hoy preparan el discurso parabólico ilustrando tal endurecimiento: a estos espíritus oscurecidos, a los que la plena luz sobre el carácter humilde y oculto del verdadero mesianismo no haría sino cegar más, no les podrá dar Jesús más que una luz tamizada por los símbolos: tibia luz, o luz a medias, que también será una gracia después de todo, esto es: invitación a pedir mejor y recibir más.

En el fondo, la verdadera «Parábola» de Dios no es otra que Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, oculta y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en él, sino que, más bien, nos atrae hacia sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de hecho, el amor respeta siempre la libertad. La Parábola ofrece palabras cuya capacidad germinadora es ilimitada. De ahí que se nos escape a los humanos. La pregunta por eso se vuelve inevitable, una vez emplazados en el pragmatismo de la semilla.



¿Qué tienen que ver conmigo estas semillas, o yo con ellas? Y la respuesta no puede ser sino absoluta: todo; sencillamente todo. En ellas está nuestra realización personal, y la verdadera autenticidad como cristianos. Las semillas son la palabra de Dios, lo dijo Cristo; pero no sólo son la palabra de Dios, sino cualquier regalo que nos haga el Padre de las luces. Lo interesante, por eso mismo, es qué hemos de hacer con estas semillas.

Las primeras cayeron al borde del camino, vinieron los pájaros y se las comieron. Esto es cuando al escuchar la palabra de Dios –que nos puede hablar de muchas maneras, por supuesto: a través del sacerdote que predica la homilía, mediante el amigo que nos ayuda oportuno, por una situación tal vez aciaga que estamos atravesando, valiéndose de nuestros padres, de nuestras amistades más o menos cercanas, etc…– le hacemos caso más bien a esas otras muchas voces y no a lo que Dios pide de nosotros, ajenos tal vez al querer de Dios.

Cuando un amigo, por ejemplo, nos dice que necesitamos madurar, ser más serios en la vida, sentar la cabeza, pero nosotros, al contrario, preferimos hacer oídos sordos y escuchar a los medios de comunicación empeñados en que la madurez y felicidad llegarán si abandonamos antes nuestros principios. O cuando personas sensatas, por traer otro botón de muestra, nos recomiendan cambiar de rumbo, y nosotros, que si quieres y para tarde me lo fiáis: preferimos secundar el dictamen de nuestros caprichos. Entonces, en esos casos hipotéticos, y tantos otros supuestos por el estilo, estamos echando en saco roto la palabra y los regalos de Dios.

¿Y qué decir del terreno pedregoso? Oyes los consejos y quieres ponerlos en práctica. En tu interior ves brotar los primeros retoños de una primavera prometedora, pero el viento sopla que se las pela. Al principio las otras voces que te quieren alejar de Dios parecen brisas camino de apagarse, cantos de sirena tal vez, pero, de pronto, se transforman en verdaderos huracanes. Tu tierra no era profunda, claro. Cuando buscaste en tu alma te diste cuenta que habías cavado poco, sin advertir que el que no cava se acaba. Viste entonces cómo las flores que se prometían bellas nunca se abrieron; o se consumieron, quizás, por el miedo a mostrar la belleza de lo que habían recibido. En ese momento se secó la planta, cayó el telón.

¿Y las zarzas? ¿Qué decir de las zarzas y de las zarzamoras? Son tales las seducciones que el mundo nos tiende: dinero, vanidades, lujos, superfluos caprichos, innecesaria comodidad, y tantos otros etcéteras. La semilla cae en tierra, sí. Se trata de buena tierra, de una buena persona. Pero el problema surge cuando chocan la palabra de Dios que hemos recibido y eso que el mundo, con sus falsas sugestiones, nos pone al alcance de la mano mediante fáciles y efímeras promesas de «felicidad».

Por último tenemos la tierra buena. Es la que ha sido mimada, abonada, preparada con antelación, haciéndose de todo punto fértil. ¡Debemos ser tierra buena para la semilla del amor! Amor de Dios que se nos muestra en los hombres, en nuestros amigos, en nuestra familia. Son estos los cristianos en que la palabra de Dios ha conseguido fructificar. Han recibido la simiente y esta ha echado raíces. Así de simple.

Las raíces sólo ayudan a que la planta pueda dar dos grandes dones a quienes los rodean: la flor y el fruto. Flor que es la alegría de sentirse regalado por Dios; que es el amor a Dios. Y fruto, que no es sino la manifestación de ese amor en quienes nos rodean. El cristiano auténtico se refleja en sus obras. Es el que vive con el convencimiento de que la palabra de Dios es viva y eficaz y hace que él obre según la voluntad de Dios, que lo único que busca es su felicidad.

El Evangelio de hoy (Mt 13, 1-23) nos presenta a Jesús predicando a orillas del lago de Galilea. Mas como tiene delante a una gran multitud, sube a una barca, se aleja un poco de la orilla y predica desde allí. Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas parábolas: un lenguaje comprensible a todos, sin duda, con imágenes tomadas de la madre naturaleza y de las situaciones que la vida cotidiana facilita mediante su próvido cuerno de la abundancia.



La primera del lote es la del sembrador. Jesús no se limita a presentar la parábola, también la explica, desmenuza, vuelve comprensible a sus discípulos. El grano caído en el camino representa a quienes escuchan el anuncio del reino de Dios pero no lo acogen; de modo que llega el Maligno y se lo zampa. El Maligno, en efecto, no quiere de ninguna manera que la semilla del Evangelio germine en el corazón de los hombres, hasta ahí podíamos llegar. Esta es la primera comparación. Pero luego vienen las otras ya tratadas antes. El modelo perfecto de esta tierra buena, la cosa resulta evidente, es la Virgen María.

Esta parábola, por otra parte, habla hoy a cada uno de nosotros, como hace dos mil años a quienes escuchaban a Jesús. Nos trae a la memoria que nosotros somos el terreno donde el Señor arroja incansablemente y a voleo la semilla de su Palabra y de su amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Más aún: podemos plantearnos la pregunta de cómo es nuestro corazón. ¿A qué terreno se parece más: a un camino, a un pedregal, a una zarza? Depende a la postre de nosotros convertirnos en terreno bueno, sin espinas ni piedras ni abrojos, sino trabajado y cultivado y con esmero desbrozado, a fin de que pueda dar buenos frutos para nosotros y nuestros hermanos.

Bien nos hará, y sirva de broche, no dar al olvido que también nosotros somos sembradores. Negarlo sería tanto como decir que el cristiano no tiene por qué ser apóstol. Dios siembra semilla buena. También aquí, pues, cabe plantearse la pregunta: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra boca? No es cosa de que analicemos ahora, al término de estas reflexiones, la palabra como herramienta. Nuestras palabras son el instrumental necesario para transmitir a los demás el pensamiento: pueden hacer mucho bien y también mucho mal, sin duda; pueden curar y pueden herir; pueden alentar y pueden deprimir, pueden alegrarnos y pueden entristecernos.



Recordarlo, siquiera sea de paso, siempre resultará provechoso: lo que cuenta no es lo que entra, sino lo que sale de la boca y del corazón. Es verdad. Pero tampoco ello es óbice para dejar de reconocer la importancia que ahí tienen la eficiencia y el estado de ánimo del predicador. La palabra, en cuanto herramienta, es, al cabo, como las leyes, que no dejan de ser a veces complejas y muy difíciles, no digo ya simplemente de aplicar, sino sobremanera de interpretar. Si se aclarasen todas las leyes confusas, miles de abogados irían al paro. Decía Tolstoi que la ley es como la veleta de un viejo campanario que cambia y se mueve según sopla el aire. Aplicado el símil a la palabra del predicador, digamos que quien más riesgo corre de cambiar según sopla el aire no es otro que el oyente.

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