Solemnidad de Pentecostés




Concluyen hoy los sagrados cincuenta días de la Pascua y se conmemoran, junto con la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos en Jerusalén, los orígenes de la Iglesia y el inicio de la misión apostólica a todas las tribus, lenguas, pueblos y naciones (cf. Elogio del Martirologio Romano). San Lucas, efectivamente, afirma en el libro de los Hechos que «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban» (Hch, 2,1-4).

El origen cristiano de Pentecostés, por tanto, responde al evento descrito por san Lucas (cf. 2,1-11), bien estudiado por el cardenal Daniélou en su libro Sacramentos y culto según los SS. Padres: Guadarrama, Madrid 1964, 365-381; y Saxer - Cocchini, Pentecoste: DPAC 2, 2751-2753. Yo mismo vengo al concepto Pentecostés en mi libro Voces de sabiduría patrística. San Pablo. Madrid 2011, 385-387.

Durante los primeros siglos fue una fiesta que se celebró estrechamente unida a la Pascua, hasta el punto de ver en ella su conclusión. Incluso llegó a figurar más en cuanto tiempo, el de las «siete semanas» judías, que como un solo día festivo. Y su característica era precisamente la alegría, concretada en la prohibición del ayuno. Durante Pentecostés se cantaba el aleluya, se hacía la lectura continua de los Hechos de los Apóstoles y se recordaban las maravillas por el Señor obradas en su Iglesia.

Pentecostés por tanto, designaba en aquel cristianismo de más antiguo porte, las siete semanas siguientes a la Pascua, cuyo contenido era el misterio pascual en su conjunto, visto bajo los aspectos especialmente puestos de relieve durante la fiesta judía de la recolección, relativa a esas siete semanas.



En Pentecostés cabalmente, o sea a los cincuenta días después de la Pascua, celebraban los israelitas la Alianza del Sinaí, escrita en las tablas de piedra que Dios entregó a Moisés, y por la que fueron constituidos en pueblo de Dios. Y bien, estando reunidos todos los discípulos ese día, a los cincuenta de la resurrección de Cristo, vino sobre ellos el Espíritu Santo, la ley de la Nueva Alianza, escrita no ya en tablas de piedra como cuando la alianza del Sinaí, sino en el corazón de cada creyente, los cuales creyentes todos comenzaron a ser a partir de entonces el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, abierto a todo el mundo como se expresa en el don de lenguas que recibieron.

Del siglo IV en adelante, por contra, lo que había sido objeto de celebración más en cuanto tiempo, el de las «siete semanas» judías, que como un solo día festivo tiende a designar, ya en concreto, el último día de ese periodo, limitando su contenido a la venida del Espíritu Santo. Se fija entonces la costumbre de celebrar Pentecostés haciéndolo coincidir con el último día de la cincuentena pascual, de cuyo festivo júbilo constituye la solemne clausura.

Empiezan por el siglo IV, en resumen, a separarse dos aspectos primitivos, contenidos ellos en una única celebración: de un lado tenemos que el conmemorar la gloria del Señor, adscrito en un primer tiempo al día quincuagésimo, viene transferido al cuadragésimo, dando así origen a la Ascensión; de otro, resulta que el hecho de meditar sobre la Iglesia, ligado a la efusión del Espíritu Santo y al inicio de su misión apostólica, llega a convertirse en principal objeto de la fiesta del día quincuagésimo.

De esta evolución dan cuenta numerosos textos de Agustín de Hipona, Paulino de Nola, Pedro Crisólogo, León Magno, Fausto de Riez y Cesáreo de Arlés. El significado de la fiesta experimenta todavía ulteriores modificaciones: por una parte, se atenúa su carácter de clausura del tiempo pascual; por otra, en cambio, se acentúa el proceso de fraccionamiento de la cincuentena pascual. Pentecostés pasó a ser, a la postre, una fiesta como las otras, cuyo principal objeto está determinado en Hechos 2,1-41, pero no volverá a percibirse más su conexión con la Pascua (cf. Saxer - Cocchini, 2751-2753).

Tiene escrito san Máximo el Confesor que «Dios llegó a manifestar simbólicamente de qué modo deba ser Él mismo honrado mediante los días. De suerte que El mismo es, de hecho, el sábado, porque es el reposo para las ansiedades que el alma sufre en la carne, y es la cesación de las penas soportadas por la justicia. Él es la Pascua, porque libera a quienes están dominados por la amarga esclavitud del pecado. Y Él es asimismo, en fin, Pentecostés, porque es primicia y término de los seres, y la razón por la cual todas las cosas persisten por naturaleza» (cf. Capítulos varios. V Centuria).

Por supuesto que los Padres, ocupados y preocupados por el carácter teológico de esta fiesta, tuvieron en cuenta su origen judío: Pentecostés era, de hecho, una de las tres grandes festividades en las que todo Israel subía a Jerusalén para orar a Dios. La tipología patrística, por eso, evidenció el carácter agrícola del Pentecostés veterotestamentario: las primicias del grano prefiguran a Cristo primogénito entre los muertos que torna al Padre; la venida del Espíritu Santo, la vocación de los gentiles, la primera predicación evangélica.

Hay una tradición que va desde Tertuliano hasta el papa Siricio que sostiene como propia del tiempo de Pentecostés la celebración de bautismos (cf. Saxer - Cocchini, 2752s). Y ahí no para la cosa, claro, pues suele subrayarse, además, el sentido espiritual que esta neumatofanía encierra.

En sus diferencias con el Cisma, el dialéctico Hiponense agrega que «Aquellas lenguas que hablaban los que estaban llenos del Espíritu Santo anticipaban a la Iglesia que iba a estar presente en las lenguas de todos los pueblos […]. Aunque también ellos [= donatistas] se reúnen hoy con toda solemnidad, aunque escuchen estas mismas lecturas que narran la promesa y el envío del Espíritu Santo, las escuchan para su propia condenación, no para recibir el premio. ¿De qué les sirve acoger con el oído lo que rechazan con el corazón y celebrar este día cuya luz odian?» (Sermón 271).

No voy a detenerme ahora en semejanzas y diferencias entre el Pentecostés joánico y el Pentecostés lucano. Son dos modos distintos de referir las maravillas propias de este misterio. Argumento es éste que ya traté cuando expuse Pentecostés según el Ciclo A (cf. Pascua de Pentecostés: RD, 04/06/2017), donde también afronto la dimensión ecuménica de dicha solemnidad, no ya únicamente por el gentío agolpado ante la casa donde los apóstoles empezaron a predicar enardecidos, sino además por las lenguas de fuego y el misterio de la glosolalia y el efecto antibabel del evento: si en Babel la confusión de lenguas desbarató el osado intento de los hombres impíos, que, presa de soberbia, pretendían levantar una torre que llegara hasta el cielo, en Pentecostés, en cambio, con la fuerza del Espíritu, los apóstoles hablaban y eran entendidos por los oyentes de las más dispares lenguas.



Hoy la lengua común de la Iglesia no es otra que la caridad. Más que el latín, la caridad. Servidora del mundo, los hombres todos la entenderán, allí donde estén y de la etnia o cultura o sociedad que sean, por ese idioma común, el más timbrado y sonoro del mundo creado, que todos podemos entender y nadie debe ignorar, a saber, repito: la caridad.

Hablando precisamente de la caridad, Macario el Egipcio, o el Viejo, o simplemente Macario (300-391), ermitaño egipcio considerado uno de los Padres del Desierto, sostiene que a él solo, al Espíritu, es manifiesta la voluntad de Dios. De hecho, insiste apoyado en el principio paulino a Corintios, «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Co 2, 11). Y prosigue resuelto y desde su alta espiritualidad neumática: «Después que en el día de Pentecostés vino, según la promesa, la visita del Paráclito (cf. Hch 2, 1ss) y la potencia del Espíritu bueno habitó en las almas de los Apóstoles, les fue quitado de una vez por todas el velo de la malicia, fueron hechas inoperantes las pasiones y descubiertos los ojos de sus corazones.

A partir de entonces, colmados de sabiduría y hechos perfectos por el Espíritu, aprendieron por su medio también a hacer la voluntad de Dios, y fueron llevados de la mano a todas las verdades (cf. Jn 16, 13), siendo Él guía y rey de su almas. Entonces, pues, cuando también a nosotros nos vengan ganas de llorar escuchando la palabra de Dios, supliquemos a Cristo con fe cierta que venga a nosotros, por nuestra esperanza, el Espíritu, que verdaderamente escucha y reza según la voluntad y el consejo de Dios» (cf. Paráfrasis de Simeón Metafrasto, 94).

Celebramos, efectivamente, el día en el que Jesucristo el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo. La promesa de Jesús fue que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (cf. Lc 11,13). Sobradas razones hay, en consecuencia, para sostener que ni Jesucristo ni el Padre van a fallar en el cumplimiento de su promesa. Pentecostés clausura el Ciclo Pascual. El Cirio se apaga para volver a lucir en momentos clave de la vida litúrgica del año, como, por ejemplo, los bautizos. Nos llena de regocijo, sí, esta solemnidad, día por antonomasia del Don del Espíritu Santo a los Apóstoles y, por ello, del origen de la Iglesia: lo que de pronto empieza a irrumpir con inusitado esplendor es el comienzo de la misión de los Apóstoles, de la Iglesia en salida, como ahora le gusta repetir al papa Francisco.

Cuando Jesús resucitado se plantaba en medio de los discípulos, éstos se llenaban de alegría, y alegría es, precisamente, el sentimiento de plenitud que en nuestros corazones infunde la solemnidad que celebramos. Lo cual se nos hace muy de pedir y muy de agradecer en tiempos como los que vivimos, difíciles y confusos, cuando el diálogo entre generaciones va siendo cada vez más complicado y a menudo, de puro imponerse incluso por la fuerza, prevalecen la confusión y la contraposición.

Nos asaltan a diario la duda, la indignación y el estupor ante sucesos donde no parece sino que los hombres se estén volviendo más agresivos y huraños, incluso egoístas y recelosos. Es como si todo ello invite al repliegue dentro de nuestro propio yo por querer suplantar a Dios en nuestras vidas. Cuando los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, terminan poniéndose los unos contra los otros. En cambio, cuando se adentran en la verdad del Señor, terminan abiertos a la acción de su Espíritu, que los une y los sostiene.



San Pablo explica que no podemos ser, al mismo tiempo, egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podremos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. La deprecación del himno litúrgico al Paráclito, al dulce Huésped del alma, pues, se impone delicada y armoniosa:

Ven, Espíritu Santo,
Llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos
el fuego de tu amor.

Volver arriba