Tren de los niños



El pasado 28 de mayo por la mañana la realidad hiriente de la inmigración se acercó al Vaticano a bordo del «Tren de los niños», esa iniciativa anual organizada por el Pontificio Consejo de la Cultura, que este año lleva por tema «Traídos por las olas». Cientos de niños de distintas etnias y religiones, procedentes de la región italiana de Calabria, pudieron ver y tocar de cerca al papa Francisco, que los recibió y con ellos conversó como un padre y amigo, como solo él sabe y suele en tales circunstancias.

Para el recibimiento estaban otros niños: los de la Asociación Juan XXIII y la Orquesta infantil «Quattrocanti». También la directora de un colegio que hizo entrega al Papa de una colecta para los niños de Lesbos y de una carta firmada por sus alumnos, leída por el cardenal Ravasi con este mensaje. «Nosotros, niños, prometemos que acogeremos a quien llegue a nuestro país, no consideramos nunca un enemigo peligroso a quien tiene un color de piel diferente, habla una lengua diferente o profesa otra religión». Misiva en toda regla para que los responsables de la vieja Europa reflexionen, si su egoísmo se lo permite.

Decían los griegos que el futuro descansa en las rodillas de los dioses. Después de la avalancha de naufragios en el Mediterráneo tal vez convenga afirmar que el futuro de tantos emigrantes descansa, más bien, y para siempre, entre sirenas, nereidas y galeones sumergidos. Se veía venir y ya está llegando. Cada vez somos más y todos queremos montarnos en el tren de la prosperidad, que no es precisamente el de «Traídos por las olas» al Vaticano, pero antes hay que pasar la prueba del agua, la de tantos y tantos refugiados que por no flotar acaban zozobrando engullidos por las olas. La gran pregunta es cuántas guerras, cuántas invasiones, cuántos muertos nos va a costar el emergente precio del éxodo de refugiados. Algunos se fueron sin despedirse, porque el mar no entiende de protocolos, y en el bamboleo de la barcaza que se va a pique el niño es siempre el ser más desprotegido.

En opinión de Borges, paisano del papa Francisco, a ningún ser humano le han tocado buenos tiempos para vivir. Jamás hubo una época hermosa, ni siquiera la 'belle epoque'. Al porvenir lo han visto algunos como una pompa de jabón que puede estallar antes de llegar a nosotros. O de la revuelta espuma que puede terminar de un golpe azulón con las aspiraciones de todo ser viviente, antes de que el barco salvavidas lo impida. Y esas aguas que la Biblia canta como liberadoras en el paso del mar Rojo, aguas plateadas del Bautismo río abajo del Jordán, aguas confusas y vindicadoras del diluvio, aguas, para matar la sed no más, como las del pozo de Sicar cuando el diálogo entre Jesús y la Samaritana. Las del Mediterráneo azul y nuestro de los últimos tiempos inconclusos, acaban dando jaque mate a la esperanza.



Francisco ilustró su conversación con los pequeños con anécdotas y les habló del chaleco salvavidas que le regalaron cooperantes de la ONG española Proactiva el miércoles, tras la audiencia general en el Vaticano. Había pertenecido a una refugiada siria de seis años que murió en su viaje hacia la isla de Lesbos. La gente que «empuja los barcos para que no lleguen» y los estados cuando «se enfadan» hacen que «niños inocentes terminen así», dijo desconsolado Francisco. Se lo habían regalado días antes en la audiencia general unos socorristas voluntarios en Lesbos.

Francisco, recordando al socorrista que se lo entregó, no pudo evitar este elocuente comentario a los pequeños: «Me ha traído este chaleco y llorando un poco me ha dicho: ‘Padre, no pude. Había una niña en las olas, pero no pude salvarla. Solo quedó el chaleco’». El Santo Padre les mostró el chaleco de esa niña y añadió: «no quiero entristeceros, pero vosotros sois valientes y conocéis la verdad». Recordando que son muchas las personas que están en peligro les invitó a «dar un nombre» a la niña que murió en el mar, con ese chaleco. «Ella está en el cielo, ella nos mira», aseguró.

Los niños, que desconocen las componendas diplomáticas y protocolos políticos, aseguraron al Papa que es «una injusticia» que no se deje pasar a los inmigrantes. Y uno de los pequeños llegó a definir a los responsables de esto como «bestias». El Santo Padre le fue explicando con ternura que «una persona que cierra el corazón es que no tiene corazón humano, porque no deja pasar, tiene un corazón de animal, digamos, como una bestia, que no entiende». Por eso les recordó palabras como «paz, fraternidad, compasión, bien, igualdad, acogida».

No es cierto que el mar devuelva lo que no es suyo: se queda con lo que le conviene, pero tampoco distingue mucho y le da igual un ánfora que el Titanic. Junto a su capacidad hipnótica y su enigma acuático, el mar tiene algo seductor y demoníaco cuya crudeza se refleja en Ulises y el canto de las sirenas. En estos años de inseguridad y de guerra, está devolviendo inmigrantes a destajo. Los equipos de rescate no dan abasto.

En cuanto sale el sol y el buen tiempo empieza, las mafias se ponen las botas embarcando a seres inermes en pateras ilegales para que la mar haga el resto. Playas hay donde se juntan los cadáveres y los windsurfistas, los que hacen deporte y los que hicieron de tripas corazón y se embarcaron porque tenían las tripas vacías. Las olas de dos metros se portan desigualmente con ambos grupos: unos se lo pasan en grande y otros no pueden pasar.



El niño kurdo de tres años que apareció ahogado en una playa de Turquía y cuya fotografía dio la vuelta al mundo –digamos su nombre, un respeto: Aylan Kurdi- seguro que vivirá por siempre en la memoria de la humanidad más sensitiva. Por ejemplo, en Francisco, Bartolomé I y Jerónimo II cuando arrojaron juntos tres coronas al mar de Lesbos por tantos anónimos cuyos nombres están escritos en el Libro de la Vida, que no es precisamente el cuaderno de bitácora. El pequeño nigeriano Sayende ha pedido al Papa que rece por su familia y sus amigos «que se han ido al cielo» porque «murieron en el agua». El Santo Padre le ha sonreído y se ha conmovido. Le han enseñado el dibujo de un niño: con el sol, el mar, las olas que se mueven. «Olas que pueden hacer que la gente muera», comentaba uno de los pequeños allí presente.

Visto desde la terraza en vacaciones, el mar está como un plato azul y parece que nunca hubiera roto un plato, ni hubiera hundido un barco, ni provocado un maremoto. El mar es muy hipócrita y en el Mediterráneo, a veces, se disfraza de lago: eso de la palangana, sin embargo, está muy bien para el desahogo lírico de los poetas. Porque también en el Mediterráneo se agazapan los lobos blancos de las olas y desmienten al más fantasioso cantor del agua con ese volver a empezar a cada momento sus azules tareas, que a menudo terminan siendo negras. Navegan mar adentro los cayucos esos de la muerte, porque nadie sabe o quiere frenar a las mafias. Lo peor de todo tal vez sea que las cosas no van bien ni por aire, ni por tierra, ni por mar.

Uno de los niños, le consultó al Papa sobre cómo acoger a los inmigrantes, a lo que este respondió que debía hacerse con «gestos de cariño, acercamiento y apertura». Y remarcó tres palabras clave: «ternura, compasión y amistad». Alguien ha llegado a escribir que el rencor étnico y religioso va a ser protagonista de este siglo, si es que Dios y Alá no lo remedian antes. Eso sí, tendrían que ponerse de acuerdo. Al fin y al cabo todos somos extranjeros y hemos venido a pasar una temporada, más larga unos que otros, en este planeta destartalado y suburbano. La muerte nos hará de la misma nacionalidad. Incluso seremos todos, seguro, paisanos. Ojalá, pues, que al lema «traídos por las olas», suceda pronto este otro: «acogidos por el amor».

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