El don de sabiduría




Por supuesto que no pretendo despacharme con una clase de Ascética y Mística. Me anima únicamente el deseo de recordar a mis lectores que hoy empezamos en la liturgia de la Iglesia católica el conocido como Septenario de Pentecostés, cuya naturaleza doy por sabida –que ya es dar, bien lo sé-, para ir, en cambio, exponiéndolo de manera sencilla y simple con ayuda de los dones del Espíritu Santo. La Tradición sostiene que son siete, y el sínodo romano del año 382 celebrado bajo el pontificado del papa san Dámaso los contempla desde la Sagrada Escritura en cuanto convienen plenísimamente a Cristo. De hecho, sus primeras palabras son: «Se dijo: Ante todo hay que tratar del Espíritu septiforme que descansa en Cristo» (Decretum Damasi: Denz. 83).

Para el don del que aquí se trata, la mencionada fuente acude a san Pablo diciendo: «Espíritu de sabiduría: Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1,24)» [Ib., 83]. San Pablo, en efecto, habla con palmaria claridad de la cruz al principio de su primera carta a los Corintios. En Corinto, vivía una comunidad alborotada y revuelta; una comunidad, por ende, expuesta a los peligros de la corrupción de las costumbres imperantes. Era, pues, necesario poner a dicha comunidad cristiana sobre aviso.

Se trataba, en resumen, de peligros bastante parecidos a los que hoy conocemos. Entre otros, y no más que por recordar alguno: las querellas y luchas en el seno de la comunidad creyente, la seducción que ofrecen las que cabría denominar como pseudo sabidurías religiosas o filosóficas, además de la superficialidad de la fe y la moral disoluta. La perspicacia del lector sabrá dar en el momento actual con dichas palabras, y otras muchas de parecida índole. Desdichadamente no va a tener mayor dificultad en hallarlas esparcidas y al acecho por el sendero de su diario caminar.

Comienza san Pablo la carta escribiendo: «La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios» (1 Co 1,18). Después, el Apóstol muestra la singular oposición entre la sabiduría y la locura, según Dios y según los hombres. Habla de ello cuando evoca la fundación de la Iglesia en Corinto y a propósito de su propia predicación. Y por último, concluye insistiendo en la hermosura de la sabiduría de Dios que Cristo y, tras de Él, sus Apóstoles enseñan al mundo y a los cristianos.

Esta sabiduría, misteriosa y escondida (cf. 1 Co 2,7), nos ha sido revelada por el Espíritu, porque a nivel humano, para qué vamos a engañarnos, «el hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas» (1 Co 2,14). Dicho de otra manera que viene a ser igual: sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. No podremos entender las cosas que pasan si nos remitimos al hacerlo sólo a los criterios mundanales, humanos, rastreros, que tanto nos condicionan y tanto nos oprimen y tanto nos desazonan.

El Espíritu, por tanto, abre a la inteligencia humana nuevos horizontes que la superan, desde luego, y le hace comprender que la única sabiduría verdadera reside en la grandeza de Cristo. Para los cristianos, la Cruz simboliza la sabiduría de Dios y su amor infinito revelado en el don redentor de Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo, en particular, para la vida de cada uno. Una vida muy a menudo agitada y conturbada por los excesos y la desmesura del hombre proteico y extrovertido de esta hora del tener más que del ser.

Ojalá que este impresionante descubrimiento de un Dios que se ha hecho hombre por amor determine nuestra espiritualidad de creyentes. Quiera Él alentarnos a respetar y venerar la Cruz. Que no es sólo el signo de nuestra vida en Dios y de nuestra salvación, sino también –merece recordarlo- el testigo mudo de los padecimientos de los hombres y, a la vez, la expresión única, mistérica, precisa y preciosa, de todas nuestras esperanzas.

En una sociedad posmoderna como la nuestra –ahora todo empieza a ser posmoderno desde la sociedad hasta la posverdad- puede que mis reflexiones susciten la despectiva sonrisa que a Pablo le dispensaron los del Areópago cuando sacó el tema de la resurrección. Otros dirán que es mera utopía. Tampoco faltarán los que asientan conmigo en el diagnóstico. No importa. Lo que hace falta es admitir como postulado incontrovertible que la crisis del mundo es de orden ético y no político, porque la política se apoya más en el éxito que en la verdad, y así les va a los políticos, o mejor, a nosotros con los políticos. Semejante proceder no es en modo alguno saludable. A la postre no hace sino confundir el matiz con la esencia.

El don de sabiduría, concluyendo, es el encargado de llevar a su última perfección la virtud de la caridad. Da a los cristianos entregados y dóciles al Espíritu, el sentido divino, de eternidad, con que juzgan –o pueden juzgar, es decir, entender- todas las cosas; les hace vivir a lo divino los misterios de la fe; y en sociedad con las tres personas adorables de la Trinidad; lleva hasta el heroísmo la virtud de la caridad y, en resumen, proporciona a todas las virtudes ese último toque de perfección y distinción y acatamiento, haciéndolas de veras divinas. Efectos, salta bien a la vista, perdurables, admirables y saludables.


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