El don de temor de Dios



No indica miedo alguno este don, sino profundo respeto hacia Dios, que es muy distinto: respeto a la divina voluntad, verdadero designio de mi vida y camino a través del cual la vida personal y comunitaria puede ser buena. Con todas las crisis que hay hoy en el mundo, se comprende la importancia de que cada uno respete el querer de Dios grabado en nuestro corazón y según el cual debemos vivir. De modo que este temor de Dios es deseo de hacer el bien, vivir en la verdad y cumplir la divina voluntad.

El Decretum Damasi concluye con este los siete dones del Espíritu Santo echando mano del salmista: «Espíritu de temor (de Dios): El temor del Señor es principio de la sabiduría (Sal 110,10)» [Ib., 83]. Hay muchas clases de temor, desde luego: están el mundano, el servil, el filial y el inicial. El mundano no vacila en ofender a Dios para evitar un mal temporal, por ejemplo apostatando de la fe para evitar los tormentos del tirano que la persigue. Un temor así es siempre malo, pues huye de la pena temporal pero cayendo en la culpa ante Dios.

El servil impulsa a servir a Dios y a cumplir su divina voluntad por los males que, de no hacerlo, se le vendrían a uno encima. Aunque imperfecto, es en definitiva bueno, ya que huye de la culpa para evitar la pena. El filial, llamado también reverencial o casto, es el que impulsa a servir a Dios y a cumplir su divina voluntad, huyendo de la culpa solo por ser ofensa de Dios y por el temor de ser separado de Él. Salta a la vista que se trata de un temor bueno y perfecto, porque huye de la culpa sin tener para nada en cuenta la pena.

El inicial, intermedio entre el servil y el filial, huye de la culpa principalmente en cuanto ofensa de Dios, pero mezclando en ello cierto temor a la pena. Es mejor que el servil, sin duda, pero no tanto como el filial.

¿Cuál de los citados es, o pudiera ser, don del Espíritu Santo? Con descartes en el análisis, habrá que dejar fuera el mundano y el servil. El mundano, porque es pecaminoso: teme más perder al mundo que a Dios, a quien abandona por el mundo. Y tampoco el servil, ya que, aunque de suyo no sea malo, puede darse también en el pecador mediante una gracia actual que le mueva al dolor de atrición por el temor de la pena. Por de pronto es una gracia de Dios que le mueve al arrepentimiento, sí, pero dista todavía de estar conectado con la caridad y, en consecuencia, con los dones del Espíritu Santo.

A juicio de santo Tomás de Aquino, sólo el filial, o casto, entra en el don de temor, pues se funda en la caridad y reverencia a Dios como Padre y teme separarse de Él por la culpa. Ahora bien, como quiera que el temor inicial no difiere sustancialmente del filial, de ahí se sigue que también el inicial pertenece al don de temor, aunque, eso sí, sólo en sus manifestaciones incipientes e imperfectas. De suerte que, a medida que la caridad crece, este temor inicial se va purificando, esto es, va perdiendo, digamos, su modalidad servil para fijarse únicamente en la culpa en cuanto ofensa de Dios.

Entre los efectos de este don cabe señalar un vivo sentimiento de la grandeza y majestad divinas, que las sumerge en una adoración profunda, llena de reverencia y de humildad. De igual modo, un gran horror al pecado y una vivísima contrición por haberlo cometido. Asimismo, vigilancia extrema que evite la menor ocasión de ofender a Dios. Y, en resumen, un desprendimiento perfecto de todo lo creado.

Según san Gregorio Magno (I Mor., 32), se opone a este don principalmente la soberbia, pero de modo más profundo que a la virtud de la humildad. El don de temor excluye la soberbia con mayor radicalidad que pueda hacerlo la virtud de la humildad. Si el temor excluye hasta la raíz y principio de la soberbia, la conclusión a sacar es que la soberbia se opone al don de temor de forma más radical y honda que a la virtud de la humildad.

Enumerar los medios con que fomentar este don sería prolijo, pero no sobrará recordar algunos. Por ejemplo: meditar con frecuencia en la infinita grandeza y majestad divinas; acostumbrarse a tratar a Dios con filial confianza, llena también de reverencia y respeto; meditar a menudo en la infinita malicia del pecado y tomarle ojeriza total al pecado; poner especial énfasis en la mansedumbre y el humilde trato al prójimo; y, en fin, pedir con frecuencia al Espíritu Santo el temor reverencial de Dios.



El don del temor de Dios concluye, insisto, la serie de los siete dones del Espíritu Santo. No significa tener miedo de Dios, no: bien sabemos, y tampoco se nos despinta, que Dios es Padre, nos ama y quiere nuestra salvación, y siempre perdona, ¡siempre! No hay motivo, pues, para tener miedo de Él. El temor del que vengo hablando es, por encima de todo, el don del Espíritu que nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y su amor, y que nuestro bien estriba en abandonarnos con humildad, respeto y confianza en sus manos.

Cuando el Espíritu Santo entra en nuestro corazón, nos infunde consuelo y paz, esto es indudable, y nos lleva a sentirnos como somos, o sea como niños en los brazos de nuestro padre. En tal sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza.

Muchas veces, en efecto, no alcanzamos a captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que lo único importante es dejarnos guiar por Jesús a los brazos de su Padre.

De ahí que necesitemos tanto este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace cobrar conciencia de que todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza está únicamente en seguir al Señor Jesús y en dejar que el Padre pueda derramar sobre nosotros su bondad y su misericordia. Abrir el corazón, para que la bondad y la misericordia de Dios vengan a nosotros. Esto hace el Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones. Corazón abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente amados.

No hace de nosotros el temor de Dios, contra lo que algunos creen, cristianos tímidos, sumisos, sino que genera en nuestro corazón fuerza y valentía. Es un don que nos vuelve cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino porque son movidos y conquistados por su amor. Algo, en verdad, hermoso: dejarnos conquistar por este amor de Dios, que nos quiere como Padre, nos ama con todo su corazón.

Pero, atención, porque el don del temor de Dios –según alertó el papa Francisco en su audiencia del 11.06.2014- es también una «alarma» ante la pertinacia en el pecado. «Cuando una persona vive en el mal, blasfema contra Dios, explota a los demás, los tiraniza, cuando vive sólo para el dinero, la vanidad, o el poder, o el orgullo, entonces el santo temor de Dios nos pone en alerta: ¡atención! Con todo este poder, con todo este dinero, con todo tu orgullo, con toda tu vanidad, no serás feliz. Nadie puede llevar consigo al más allá ni el dinero, ni el poder, ni la vanidad, ni el orgullo. ¡Nada!».

Sólo podemos llevar las caricias de Dios, aceptadas y recibidas por nosotros con amor. Y lo que se haya hecho por los demás. Atención en no poner la esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder, en la vanidad, porque todo esto no tiene pinta de llevarnos a nada bueno. La valentía del Papa no deja lugar a dudas:





«Pienso, por ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre otros y se dejan corromper. ¿Pensáis que una persona corrupta será feliz en el más allá? No, todo el fruto de su corrupción corrompió su corazón y será difícil ir al Señor. Pienso en quienes viven de la trata de personas y del trabajo esclavo. ¿Pensáis que esta gente que trafica personas, que explota a las personas con el trabajo esclavo tiene en el corazón el amor de Dios? No, no tienen temor de Dios y no son felices. No lo son. Pienso en quienes fabrican armas para fomentar las guerras; pero pensad qué oficio es éste. Estoy seguro de que si hago ahora la pregunta: ¿cuántos de vosotros sois fabricantes de armas? Ninguno, ninguno. Estos fabricantes de armas no vienen a escuchar la Palabra de Dios. Estos fabrican la muerte, son mercaderes de muerte y producen mercancía de muerte. Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo acaba y que deberán rendir cuentas a Dios».

Es muy posible que tales expresiones las aprovechen por ahí sombras ocultas del mal contrarias a Francisco, las mismas, por cierto, que intentan socavar los cimientos de la Iglesia. El Papa ya ha dejado dicho muchas veces que esto no le quita el sueño ni le va a hacer callar, ¡faltaría más! Lo que resulta absolutamente incuestionable es ese final de fragmento: «Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo acaba y que deberán rendir cuentas a Dios».

Porque detrás de tan diabólicas sombras hay nombres y apellidos reales, claro, no puras entelequias. Ojalá este don llegue a tiempo a esos portadores de cáncer tan atroz. Pentecostés puede ser la ocasión propicia para extirparlo. Y este del temor de Dios el más indicado, a la hora de la cirugía, entre todos los dones del Espíritu Septiforme.

Elocuentísima esta estrofa de la Secuencia:

«Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento».

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