«No hacer por el ecumenismo»




Terminó el Octavario de la Christusfest, es decir, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos-2017, y el papa Francisco, que este mes de enero no se anda precisamente por las ramas en el bosque de la unidad, ha sabido largar tela marinera para el buen entendedor, o sea el que no necesita de palabras para comprenderlo todo, porque le basta y sobra la elocuencia del gesto. Primero fue su audiencia al Cuerpo Diplomático el 9 de enero para el tradicional saludo de principio de año: palabras, las suyas, sobre seguridad y paz, de la que dijo que es un don, un desafío y un compromiso.

Don, porque brota del corazón de Dios; desafío, porque es un bien que no se da nunca por descontado y ha de conquistarse a diario; compromiso, ya que requiere el trabajo apasionado de toda persona de buena voluntad para buscarla y construirla. No existe la verdadera paz si no se parte de una visión del hombre que sepa promover su desarrollo integral, teniendo en cuenta su dignidad trascendente. De donde sale que la paz, o la llevamos dentro como antídoto contra el exceso de adrenalina, o estamos perdidos, porque tarde o temprano nos veremos abocados a la guerra; por lo menos de palabras.

Luego fue el turno del Video papal «Cristianos al servicio de los desafíos de la humanidad» para las intenciones de oración del mes de enero. En el mundo actual –es el mensaje-, muchos cristianos de diversas iglesias trabajan juntos al servicio de la humanidad necesitada, para la defensa de la vida humana y de su dignidad, de la creación y contra las injusticias. «Este deseo de caminar juntos, de colaborar en el servicio y en la solidaridad con los más débiles y los que sufren, es un motivo de alegría para todos». El Papa invita a que unamos «nuestra voz a la suya para pedir por todos los que contribuyan con la oración y la caridad fraterna a restablecer la plena comunión eclesial al servicio de los desafíos de la humanidad».

El sábado 14 de enero recibió en el Vaticano al presidente palestino Mahmoud Abbas. No era la primera vez. Después del viaje a Tierra Santa, mayo de 2014, le invitó ya junto con el entonces presidente israelí, Shimon Peres, y el patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, a una histórica oración común por la paz en los Jardines Vaticanos. Volvió el 16 de mayo de 2015: la embajada palestina en Roma se abría el pasado año, tras entrar en vigor el Acuerdo global entre la Santa Sede y el Estado Palestino (26.6.15).




Mirado todo desde hoy, adquiere relevancia tras los primeros pasos inciertos de la era Trump y su declarada simpatía por Londres y Tel Aviv. En el comunicado del 14 de enero se decía que el Papa y Mahmoud Abbas habían conversado sobre el proceso de paz en Oriente Medio, expresando el deseo de que se ponga fin a la violencia que causa sufrimientos inaceptables a la población civil mediante una solución justa y duradera. Esa misma mañana del 14 Francisco aseguró a la Global Foundation que «un sistema económico mundial que descarta personas es deshumano».

Próximo ya el Octavario, recibió el 19 a una delegación ecuménica de la Iglesia luterana de Finlandia, de viaje por Roma para celebrar la fiesta de san Enrique, patrón del país, según «bonita costumbre» coincidente desde hace treinta años con la Semana de la Unidad. El Papa se despachó recordando que «el verdadero ecumenismo se basa en la conversión común a Jesucristo como nuestro Señor y Redentor. Así que si nos acercamos junto a Él, nos acercamos también los unos a los otros. De ahí que en estos días invoquemos más intensamente al Espíritu Santo para que suscite en nosotros esta conversión que hace posible la reconciliación».



La importancia de tal audiencia proviene sobre todo de haber proporcionado al Papa la ocasión de evaluar el reciente viaje a Suecia. Acerca del acto en Lund (31.10.16), «tuvo –llegó a decir-- un significado importante en el plano humano y teológico-espiritual». Después de cincuenta años de diálogo ecuménico, «hemos logrado –matizó- exponer claramente las perspectivas sobre las que hoy podemos decir que estamos de acuerdo. Al mismo tiempo tenemos vivo en el corazón el arrepentimiento sincero por nuestras culpas». La intención de Martin Lutero, siguió con Lund, «era la de renovar la Iglesia, no de dividirla». Este encuentro, insistió, ha dado la valentía y la fuerza para proseguir con nuestro Señor Jesucristo por el camino ecuménico que estamos llamados a recorrer juntos.

Preparando la conmemoración común de la Reforma, católicos y luteranos han tomado, a juicio del papa Francisco, más conciencia también de que el diálogo teológico sigue siendo esencial para la reconciliación y sale a flote con un compromiso constante. Así, «en esa comunión concorde que permite al Espíritu Santo actuar podremos llegar a ulteriores convergencias sobre contenidos de la doctrina y de la enseñanza moral de la Iglesia y podremos acercarnos cada vez más a la unidad plena y visible». El año 2017, conmemorativo de la Reforma, «representa para católicos y luteranos una ocasión privilegiada para vivir de forma más auténtica la fe, para redescubrir juntos el Evangelio y para buscar y testimoniar a Cristo con renovado impulso».

La homilía de clausura de la Semana ayer en San Pablo Extramuros empezó ceñida especialmente al lema paulino: «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia» (cf. 2 Co 5,14-20). «No se trata –precisó Francisco- de nuestro amor por Cristo, sino del amor que Cristo tiene por nosotros. Del mismo modo, la reconciliación a la que somos urgidos no es simplemente una iniciativa nuestra, sino ante todo la reconciliación que Dios nos ofrece en Cristo. Más que ser un esfuerzo humano de creyentes que buscan superar sus divisiones, es un don gratuito de Dios.

Sobre cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones, es san Pablo quien muestra el camino: no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2 Co 5,14-15). Como nos enseña Jesús, sólo cuando perdemos la vida por amor a él es cuando realmente la ganamos (cf. Lc 9,24). Es esta la revolución que Pablo vivió, y es también la revolución cristiana de todos los tiempos: no vivir para nosotros mismos, para nuestros intereses y beneficios personales, sino a imagen de Cristo, por él y según él, con su amor y en su amor.

Yendo al vivo del V Centenario de la Reforma, señaló todavía: «Que católicos y luteranos puedan hoy recordar juntos un evento que ha dividido a los cristianos, y lo hagan con esperanza, poniendo el énfasis en Jesús y en su obra de reconciliación, es un hito importante logrado con la ayuda de Dios y de la oración a través de cincuenta años de conocimiento recíproco y de diálogo ecuménico». Francisco, en fin, emplazó el ecumenismo en la misma raíz acudiendo a la Última Cena: «Nuestra oración por la unidad de los cristianos participa en la oración que Jesús dirigió al Padre antes de la pasión, «para que todos sean uno» (Jn 17,21).

No nos cansemos nunca de pedir a Dios este don. Con la esperanza paciente y confiada de que el Padre concederá a todos los creyentes el bien de la plena comunión visible, sigamos adelante en nuestro camino de reconciliación y de diálogo, animados por el testimonio heroico de tantos hermanos y hermanas que, lo mismo ayer que hoy, están unidos en el sufrimiento por el nombre Jesús. Aprovechemos todas las oportunidades que la Providencia nos ofrece para rezar juntos, anunciar juntos, amar y servir juntos, especialmente a los más pobres y abandonados».





Ante recomendaciones papales tan limpias y categóricas, en total sintonía con el concilio Vaticano II y los principios mismos del ecumenismo, cuesta entender algunos desentonos eclesiales que todavía se dan en nuestro suelo hispano. Días antes de la Semana, envié a varios ecumenistas un PDF con el material del V Centenario de la Reforma. El 14 de enero me llegaba el correo electrónico de uno de ellos con este mensaje ruborizante: «¡Qué regalazo! Muchas gracias, llega este material como ventana de aire fresco en una semana muy complicada para nosotros, con un obispo de… [ omito el nombre y la diócesis ]…, que le ha ordenado al delegado de ecumenismo "que no haga por el ecumenismo" (¡sic!). ¡Ay, qué difícil es esto...!».

Que suelte semejante impertinencia un joven sacerdote bisoño y medio atolondrado, mal está. Podría entenderse, que no justificarse, puestos a ello, claro. Pero que se comporte así nada menos que una mitra reverendísima…, le llena a uno de estupor. Sobre todo porque denota que no se ha leído ni el decreto Unitatis redintegratio, ni el decreto Christus Dominus, ni el Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo. En definitiva, que el concilio Vaticano II le viene muy ancho. No es oro, pues, todo lo que reluce. Está muy bien resumido por el sabio refranero: «Una cosa es alabar la disciplina, y otra darse con ella».

Los que jamás han tenido la curiosidad de leer a Goethe le acusan de preferir la injusticia al desorden. Omiten decir, sin embargo, que el desorden le parecía la mayor de las injusticias. Y en esas andamos. Bien se echa de ver que la santa causa de la unidad es un manjar que no está hecho para todos los paladares. En esto del ecumenismo pasa como con las prisas, que son siempre incompatibles con la elegancia. Salvo para coger un taxi o en las competiciones de atletismo, o para vestirse y anudarse la corbata –«vísteme despacio que tengo prisa»-, se corre otro riesgo añadido: pueden presentarse algunos impresentables.

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