«Ya no son dos, sino una sola carne»



En la primera lectura y en el Evangelio de este domingo XXVII del tiempo ordinario Ciclo B sobresale una expresión estrechamente relacionada con la concordia conyugal. Me refiero a «una sola carne» (= una caro). Hace solo unas semanas el mundo de las estadísticas matrimoniales sacó a la luz un balance de intensa oscuridad y honda preocupación: el porcentaje de separaciones de los últimos cinco años había ascendido al 50%. La cifra se las trae. Y para el caso que pretendo tratar aquí no deja de ser un aldabonazo en la conciencia de tantas parejas cristianas en trance de contraer matrimonio.

Leemos, efectivamente, en el libro del Génesis: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2,24). La frase apunta, según san Juan Crisóstomo, a lo más hondo del matrimonio (= agapés mysterion) [In ep. ad Col.12, 5]. Y es que en mía sarx (= una caro) se dan cita valores antropológicos y teológicos de carácter fundamental y permanente. Por de pronto, se trata de una comunidad que es comunión, o sea verdadera koinonía que desborda el ámbito de lo puramente sexual y corpóreo, pues comprende la esfera toda de lo interpersonal.

En los Setenta, por otra parte, «se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» debería traducirse por «se unirá a su mujer para formar los dos una sola carne» (Gn 2,24). Y es que, de los avatares que con el paso del tiempo se vayan sucediendo para el hombre –varón y mujer- dependerá también la suerte del matrimonio y, en consecuencia, de la familia. Pocos textos de la Escritura contienen, en lo que al hombre dualizado (varón y hembra) se refiere, la riqueza antropológica y teológica de Gn 2,24.

Al hilo de lo cual creo que viene bien recordar que en «se unirá a su mujer» tenemos un futuro pasivo del verbo griego prosokollao, que traduce el hebreo dabaq y que corresponde en castellano, y en voz pasiva, a estar fuertemente adherido a, lo que denota, desde el punto de vista etimológico, la fuerza de la comunidad o koinonía que la una caro instaura.



Conviene asimismo precisar acerca de eis sárka mían que se impone dar a eis el sentido normal del griego clásico y traducir no en una sola carne, o simplemente una sola carne, sino, como antes he dicho, con sentido de movimiento o tendencia hacia él, es decir: para formar una sola carne, con lo cual recogemos una importante faceta para el adecuado entendimiento de una caro, que es el dinamismo. Una caro, siendo así, a realizar y perfeccionar y completar diariamente. La palabra sarx (= basar), entendida según la mentalidad hebraica, como aquí cumple hacer, no significa la carne en cuanto elemento a distinguir del alma o del espíritu, sino el ser humano en su totalidad. Nuevo detalle, pues, de las características que presenta una caro, sobre todo en su vertiente aliancista y comunional.

Gn 2,24 aparece citado cuatro veces en el Nuevo Testamento: dos en san Pablo (1Co 6,16-17; Ef 5,31) y dos en los Sinópticos (Mt 19,3-12; Mc 10,2-12). Por lo que atañe a los Sinópticos es preciso reconocer, aunque sea indirectamente, la profunda e indisoluble unión del varón y la mujer a que se refiere una caro (Gn 2,24). Jesús invoca Gn 2,24 en su discurso con los fariseos tal y como relatan, de una forma ligeramente diferente, Mt 19,3-12 y Mc 10,2-12. El contexto es la indisolubilidad matrimonial y la prohibición de repudio, o sea la afirmación de la monogamia y de la unión sobre la cual se sustenta, que es la comunidad profunda de la una caro.

Jesús cita Gn 2,24 para demostrar que dicho versillo es el precepto de Dios desde el principio, y que la autorización de repudio derivada de Dt 24,1 no es sino una autorización posterior otorgada por Moisés ante la dureza de corazón, que Jesús abroga para volver al divino mandato de los orígenes (Gn 2,24) en el que aparecen claras la monogamia, la indisolubilidad y la unión profunda y radical de la pareja, de la una caro.

Precisamente la exégesis patrística de este versillo genesíaco depende de las interpretaciones que de él hacen el propio Jesús y san Pablo. Los Padres, a su vez, destacan en la ley matrimonial de Gn 2,24 el prototipo de todo matrimonio. Dios lleva a la mujer hasta el hombre, a quien se la entrega. Es el nymphóstolos, o el nympheutés, es decir, que desempeña un papel semejante al que, en las bodas de la antigüedad, protagonizaba el encargado de conducir a la esposa hasta el esposo. Dios, siendo así, unió a Adán y Eva –a la manera de esa bendición nupcial que actualmente se imparte a los esposos- para que se hicieran una sola carne.

La expresión una caro, pues, dice relación también a la alianza matrimonial. La verdad es que no fue fácil acertar en el nuevo Código con la terminología matrimonial apropiada. El espíritu que desde el principio dominó en sus deliberaciones no era otro que el del Concilio Vaticano II. Lo viene a demostrar para definir el tema que me ocupa (= matrimonio: una caro) el vocablo elegido (= foedus: alianza), pues coincide con el canon 1055/1º y con el número 48 de la Gaudium et spes (= GS).

Por de pronto esta alianza (= foedus) por la que el hombre y la mujer pactan o establecen su íntima comunión –vocablo más expresivo que comunidad- de vida y amor –es decir, de toda la vida y de toda la persona- rebasa los límites de las alianzas temporales y jurídicas, precisamente en virtud de la fuerza teológica que el vocablo contiene, derivada en última instancia de su contenido bíblico. Tampoco se pierda de vista que los datos bíblicos referentes al matrimonio son, por lo general, sobrios y suelen encuadrarse dentro del rico contexto de la alianza: entre Dios y su pueblo, entre Cristo y la Iglesia, entre el hombre (marido) y la mujer (esposa).

La condición esencialmente sociable del hombre me parece el fundamento de todo posible pacto, y lo que aquí más importa: de la comunidad y de la comunión propia de la una caro, y en definitiva fundamentos de la familia, o del matrimonio como Iglesia doméstica. El Concilio Vaticano II dedicó al matrimonio importantes espacios. Ya en el proemio de la GS promete particular atención a ciertas cuestiones y problemas especialmente urgentes en esta materia. En la GS 48 se ocupa de la indisolubilidad, de los elementos naturales del matrimonio, y de éste como institución. Habló el Concilio asimismo del matrimonio como vocación (Lumen gentium 35), y uno de los más altos y dignos ejercicios del sacerdocio de los fieles (LG 11). De la familia, campo de apostolado (Apostólicam actuositatem 11), y de la educación cristiana (Gravissimum educationis 3. 6).

La microeklesía o microhumanitas, que es el matrimonio, indica que los contrayentes son, a su vez, personas –más que individuos- que se otorgan compartir el uno la vida del otro: entregándose como personas, esto es: con sus cuerpos, sus sentimientos, su completa humanidad –las circunstancias comprendidas- para construir así, juntos, un futuro común. Personas que deben amarse conyugadas, como hombre y mujer llamados a realizar esa unión de cuerpos y voluntades, de vida y amor que el matrimonio supone. No es ya sólo amar la virilidad o la feminidad, sino amar al otro como persona y en su entera persona de varón o hembra. Para apurar la entraña misma del matrimonio es preciso acoplar lo natural y lo personal. De ahí que se imponga como indispensable saber qué es naturaleza y qué es persona. Porque el matrimonio está llamado a la teología y a la mística, desde luego, pero empieza siendo antropología.



El gran Asterio, obispo de Amasea en el Ponto entre los años 380 y 390, es uno de los más brillantes y apasionados cantores del amor conyugal. En una hermosa evocación de Gn 2,24 asegura que la misma creación muestra como objetivo la unión y no la separación, y el primero en haber conducido a la esposa hasta el esposo en la ceremonia del matrimonio (= nymphóstolos) es el Creador, quien unió al hombre y la mujer, según Gn 2,24, mediante un vínculo matrimonial cuya inevitable consecuencia es la cohabitación (Hom. V in Matth, 19).

San Juan Crisóstomo, por su parte, explica que Dios manifestó querer la monogamia al unir en matrimonio a una sola mujer con un solo hombre: y uniéndolos para formar una sola carne (Gn 2,24) puso de manifiesto su voluntad de indisolubilidad (In Matth. hom., 62,1-2). Para san Ambrosio, despedir a la esposa es desgarrar la propia carne, dividir el propio cuerpo. La ley matrimonial que Dios dicta en Gn 2,24 no es sólo un mandamiento a obedecer; como toda palabra del Señor produce un efecto sobrenatural que perdura incluso cuando los hombres conculcan dicho mandamiento, de manera que, aun cuando los desposados se separen y crean poder contraer nuevas nupcias, permanecen, sin embargo, una sola carne delante de Dios (cf. Exp. Ev. sec. Lucam, 8,7).

No es de recibo, pues, atribuir a gratuito invento de san Agustín la idea de la permanencia de un vínculo sobrenatural que vuelve adúlteros a los esposos separados que se casan otra vez. Proviene, más bien, de la ley matrimonial de una caro (Gn 2,24); y de una patrística en este campo concorde y monolítica.

Ciertamente san Agustín es anti-divorcista radical: ni adulterio, ni voto de conciencia, ni simple separación, ni siquiera la infecundidad disuelven el vínculo. Pero él no se inventa nada. Se atiene a las palabras de Jesús. La Patrística en general, y san Agustín, por supuesto, que estudia el problema y lo reduce a sistema, consideran la unión matrimonial genesiaca para formar una sola carne verdadera imagen de la unión entre Cristo y la Iglesia.



Con su presencia en Caná, en fin, Jesucristo quiso confirmar (confirmare), es decir, corroborar, la institución divina de las nupcias efectuada ya en el paraíso. Más claro aún: que él, Jesucristo, como Hijo de Dios junto al Padre, instituyó las nupcias ya antes de su encarnación (In Io.ev.tr. 9,2), y que en virtud del simbolismo que deriva de sacramentum el esposo de Caná era nada menos que su figura: personam Domini figurabat (Ib.).

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