Desayuna conmigo (miércoles, 23.12.20) Desafíos de la muerte

Cuidados paliativos y eutanasias

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Al margen del vendaval mediático de la ley española que aprueba la práctica de la eutanasia, vendaval que se convertirá en ligera brisa en el atormentado acontecer mundial, lo incuestionable es que la muerte ha sido siempre el reto más descomunal que se le plantea a la mente humana, pues no cabe en ella que un ser, que llega a tener conciencia de su propia personalidad y existencia, tenga que desvanecerse y morir. Estamos ante un dilema con el que chocan todas las elucubraciones y todos los sistemas del pensamiento humano. No vale pretender consolarse, ni mucho menos, con lo de que no hay más cera que la que arde, con que la vida es como es, con que nacemos para morir y que ese es nuestro destino. Posiblemente, la religión cristiana sea la única, o al menos la que lo hace con más claridad, en afrontar en profundidad tal dilema, hasta el punto de construir sobre su solución la forma de vida que propugna, la vida cristiana, una vida eterna.

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Mírese como se mire, la muerte aparecerá siempre como meta, como fin de periplo, como finiquito de un proyecto. A su través, unos verán solo que polvo fuimos y en polvo nos convertimos, o un juego inaudito entre el ser y la nada, o un juicio inapelable que impone castigos u otorga premios en función de los comportamientos. Sin embargo, lejos de verla como un finiquito o como el contrapunto de la vida, avanzaríamos mucho en la comprensión de la cuestión con el solo hecho de verla como consumación de la vida y, en cuanto tal, como el hecho más densamente vital de cuantos nos toca vivir. Desde luego, no es lo mismo acercarse a ella como algo radicalmente negativo que hacerlo en actitud positiva, actitud esta última que debería ser la única posible para un cristiano convencido.

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Hoy me acerco a ese tema en el ambiente de perdón, fraternidad y compasión que la Navidad comporta, para poner bajo ese paraguas la escabrosa actitud del suicidio y, más en concreto, la del suicidio asistido que es, o debe ser al menos, toda eutanasia. Lo hago para aportar algunos apuntes interesantes que creo que no se están teniendo muy en cuenta en la polémica que se ha desencadenado y que podrían ser luminosos, pero no sin dejar bien sentado que, en tratándose de situaciones límite que son de suyo muy escabrosas y que siempre dejan secuelas, cuantas menos veces se den, mejor será. Por ello, mejor es un aborto que diez, un suicidio, asistido o no, que diez. Lo óptimo sería, claro está, que nadie se viera en la tesitura de tener que abortar o suicidarse.

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Desde luego, para un cristiano toda la vida, incluida la muerte como parte de ella, es un don de Dios que debe ser administrado de forma rentable (parábola de los talentos). Y, si la vida es un don, quiere decir que toda ella está en manos del receptor. La vida, incluida la muerte que la consuma, pertenece al ser humano como préstamo por el que debe rendir cuentas. De hecho, son muchos los seres humanos que disponen libremente de su muerte sin que por ella pueda aplicárseles ninguna pena legal: las estadísticas hablan de que cada minuto se producen unos quince suicidios en todo el mundo y de que la complejidad de la vida que llevamos hace que esa cifra vaya en aumento. Estamos ante un problema demasiado gordo como para que la sociedad meta la cabeza debajo del ala y deje que quienes lo padecen lo resuelvan a su manera. La experiencia demuestra que tan olímpica inhibición no hace más que agravar el problema, pues son muchos los suicidas que, para consumar su propósito, se ven obligados a pegarse un tiro en la sien, a tirarse a un tren, a reventarse contra una acera, a colgarse de un árbol o a mil otras atrocidades.

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El apoyo de una institución que evite tales atrocidades, además de ahorrar un dolor sobreañadido al suicidio y de evitar los estigmas que causan a sus familiares y amigos, haría posible seguramente que muchos suicidas desistieran de su empeño. No olvidemos que todo suicidio se debe a que el suicida cree estar en un laberinto sin salida, razón por la que necesita ayuda para encontrar los escapes que de hecho existen. Nos iría de otra manera si todos los suicidas potenciales supieran que la sociedad está dispuesta a ayudarlos en su propósito. No es lo mismo adentrarse en un bosque para colgarse de un árbol y morir como un perro que llamar a las puertas de una institución para que se le administre la muerte de forma indolora y con la dignidad que también el suicida conserva. No es lo mismo una salvajada que un acto razonable o de sentido común. Esa confianza facilitaría que la sociedad no solo acudiera en ayuda del suicida para llevar a efecto su propósito, sino también para descubrirle que el suicidio no es la única salida posible de su laberinto particular.

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En cuanto a lo que normalmente entendemos como eutanasia, la muerte dulce aplicada a un enfermo terminal como remedio definitivo a sus padecimientos, me parece artificial la polémica en torno a que los cuidados paliativos resuelven el problema de tal manera que nadie que los reciba como es debido se vería en la tesitura de pedir la muerte. Mi humilde condición de lego en la materia no me impide estar convencido de que todo tratamiento paliativo, es decir, el que trata de quitar el dolor sin atacar su causa, es de suyo un tratamiento eutanásico que favorece la muerte. La sedación, por ejemplo, que se aduce como tratamiento paliativo, no es un tratamiento mortal, pero acelera la muerte. Observemos de paso que los tratamientos paliativos, que hacen que la muerte se ralentice hasta que se produzca por el deterioro orgánico a que ellos contribuyen, como si llegara a cámara lenta, nunca evitan la angustia de la muerte como tal, es decir, el dolor que el moribundo tiene por la conciencia de que se está muriendo. La sociedad debe plantearse el problema de la eutanasia en profundidad: de si deja que el ciudadano consume su vida como le vengan dadas o de si le presta la ayuda necesaria para que su desenlace se produzca de forma razonable.

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Hay un montón de situaciones y aspectos que se traen a colación al plantearse estos temas, pero que solo sirven para enmarañar la cuestión porque tienen otras consideraciones y soluciones que nada tienen que ver con el caso. Me refiero, por ejemplo, al cariz político del planteamiento de la eutanasia, de si favorece a una tendencia política más que a otra. El suicidio en general y el asistido en particular son problemas humanos que requieren acercamientos respetuosos y compasivos, además de toneladas de sentido común. Solo eso. Se habla también de que la eutanasia es un ardid para acelerar la recepción de herencias en juego, pero esa es una objeción marginal debida a un delito que tiene su propio recorrido penal y que, por tanto, está fuera de lugar.

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A quienes ven la eutanasia en particular y el suicidio asistido en general como un asesinato es preciso recordarles que la vida de cada ser humano le pertenece en exclusiva a él mismo, como propietario de un don que ha recibido y de cuya administración debe rendir cuentas. Ayudar a morir dignamente a quien se empeñe en hacerlo no puede ser más que un hecho positivo de colaboración social que requiere, tacto, ternura y compasión. Entendida en toda su profundidad y ejecutada con escrupulosidad, la eutanasia exige de la sociedad un acto de inconmensurable compasión para con el enfermo que se convierte en la más eficiente paliación del sufrimiento, de tal manera que podría decirse que la eutanasia bien entendida es paliativa, igual que hemos dicho que toda paliación es eutanásica. El médico que valore la muerte como consumación de la vida, no como su finiquito, abrirá un nuevo horizonte a su quehacer vocacional para ayudar al ser humano en toda su trayectoria vital, no solo a bien vivir, sino también a bien morir.

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Dejar las cosas como están equivale a aceptar la sinrazón de un proceder que facilita, por un lado, que se cometan miles de suicidios horrorosos, y, por otro, que muchos seres humanos sigan muriendo de forma rabiosa, por mucho que se faciliten los llamados cuidados paliativos y se invierta en ellos. En cambio, dejarse alumbrar por la luz que emana de la reflexión que hemos hecho en este desayuno no solo ahorrará muchas vidas humanas, sino también facilitará que el horror de la muerte pierda la mayor parte de sus aristas cortantes. Lo cristianos sabemos que seguimos un camino de cruz y que, cargando con ella, recorremos un doloroso calvario, pero nos ayudaría saber que nos saldrán al paso cirineos para ayudarnos a llevar nuestra cruz. La sociedad se está comportando como un cruel verdugo romano cuando podría hacerlo como un servicial cirineo.

Correo electrónico: ramonhernandezamrtin@gmail.com

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