Desayuna conmigo (lunes, 28.9.20) Dios de vivos

Penicilinas, vacunas y sonrisas

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La mañana nos invita a una reflexión sobre la vida desde la perspectiva de la muerte. Ya Jesús, según Lucas 20:38, predicaba que el Dios en quien creemos es un Dios de vivos. Es esa una convicción básica de la fe cristiana que debería inspirar tanto una liturgia como una forma de vida muy diferentes de las que todavía hoy celebramos y llevamos con relación a la muerte. Aunque a veces uno pueda asistir a liturgias de la muerte preciosas, alentadoras y emotivas, por lo general suelen ser, o al menos han sido, celebraciones tétricas, compungidas e interrogativas. Los ornamentos negros, con ser este curiosamente un color elegante asociado a la fiesta nocturna, creaban todavía hace poco una atmósfera propicia para un juicio implacable, y no digamos nada de la vieja forma de administrar el viático, el “último” de los sacramentos, capaz de rematar por sí solo al pobre moribundo. Por su parte, nuestra forma de vida actual no refleja ni de lejos la alegría inherente  a un cristianismo del ley.

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Aunque los cristianos creemos que la muerte no es el final del camino ni de nada, sino comienzo de la auténtica y definitiva realidad del hombre que, por fin, retorna a la casa del padre y de toda criatura que lo hace a los brazos de su creador, lo cierto es que nos comportamos como quienes no tienen ninguna esperanza, razón por la que convertimos la muerte en el peor de los males. Lo demuestra fehacientemente la forma en que los defensores de la ortodoxia católica afrontan tanto el problema del aborto como el de la eutanasia, temas que ya hemos abordado en este blog, sobre los que ahora no toca hablar, aunque quepa recordar que el primero se produce a veces como una quiebra irreparable del cerebro y que la segunda, contrapuesta ahora a una política que apueste decididamente por los cuidados paliativos, bien podría ser ella, de entenderse bien y practicarse debidamente, el más excelente de los  cuidados paliativos, que son siempre eutanásicos, y la expresión más sutil y sublime de la compasión humana.

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Todo lo que precede viene a cuento esta mañana de que hoy se celebra el “día de acción global por el acceso al aborto legal y seguro”, día que propugna la despenalización y legalización del aborto que, como tal celebración, se propuso en 1990 en el “V Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe”, con el único propósito de salvar la vida de muchas de las mujeres que abortan. Esta celebración parte del hecho indudable de que son millones las mujeres que abortan en todo el mundo a lo largo del año y de la espeluznante constatación de que, cuando el aborto es ilegal y se practica en condiciones de suma precariedad, muchas de ellas mueren al hacerlo.

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Ojalá que tanto la eutanasia como el aborto fueran solo salvaguardas para casos muy extremos o incluso que nunca tuvieran que aplicarse, pero el devenir humano es el que es y lo cierto es que muchos enfermos prefieren morir a vivir postrados y que mueren irremediablemente muchas de las mujeres que se ven forzadas a abortar. Son muertes que se deben no a que ellas cometan un horrendo pecado sino a que carezcan de los medios más elementales para hacerlo. Aborto y eutanasia son decisiones traumáticas que es preciso afrontar con el coraje debido, habida cuenta de todas sus implicaciones y connotaciones sanitarias, sociales, económicas, éticas y morales. Los cristianos deberíamos planteárnoslas a la luz de la fe en un Dios vivo y de vivos para valorar la muerte, no como un finiquito o fatal hachazo sobre nuestros cuellos, sino como consumación de una etapa de vida de dolor que da paso a otra de gozo. Nos falta hondura y elegancia para entender que la muerte no es negra y opaca, sino blanca y luminosa, sobre todo cuando profesamos que Jesús nos redime muriendo en la cruz y que nuestro Dios, el Dios de los vivos, pudiendo librarlo de ella, no lo hizo. La simple asimilación de este cambio de enfoque sobre la muerte tendría fuerza sobrada para matizar sosegadamente muchos de nuestros pensamientos y para reformar nuestros comportamientos.

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Tras el esfuerzo por entender algo tan importante para los seres humanos como es el hecho incuestionable de saber que todos tenemos que morir, la fecha de hoy nos pone delante la celebración del “día internacional del derecho a saber”, aunque en este caso se refiera a la transparencia de toda acción política. La información de las administraciones públicas es esencial para que los ciudadanos ejerzan su derecho de soberanía y, llegado el caso, puedan exigir cuentas por cómo están siendo gobernados. Uniendo este tema con el anterior, podría decirse que los ciudadanos tenemos derecho a conocer el camino y la meta de nuestra propia vida.

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Y, como si la mañana no quisiera que olvidásemos el día en que vivimos y las circunstancias bajo las que lo hacemos, hoy nos sale al paso con vacunas y penicilinas, al tiempo que nos da cuenta de los grandes esfuerzos que los hombres han realizado para preservar su salud, ahora que tan precaria parece por el coronavirus y que tenemos las miras puestas en una vacuna salvadora. Lo digo porque fue un día como hoy de 1895 cuando murió Luis Pasteur, el químico, biólogo y bacteriólogo francés, cuya memoria honra la celebración hoy también del “día mundial contra la rabia”, pues fue él quien logró la primera vacuna contra ella. Es mucho lo que la humanidad le debe. Por ejemplo, la “pasteurización”. Digamos, como resumen, que fue él quien inició la que se conoce como la “edad de oro de la microbiología moderna”.

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A este día de 1928 se le asigna también el descubrimiento casual, aunque fruto de muchos esfuerzos anteriores, que Alexander Fleming hizo de la penicilina. No es necesario insistir en la importancia que ese descubrimiento tiene para la humanidad ni recordar la cantidad de vidas humanas que con él ya se han salvado. Recuerdo vivamente la muerte en mi pueblo, en 1945, de una vecinita de cuatro años, un año menor que yo, y que, dos o tres años después, alguien dijo que, de haber dispuesto en aquel momento de penicilina, esa niña no habría muerto. Me impresionó fuertemente saberlo y, quizá por esa razón, me quedó ya entonces muy grabada la palabra “penicilina”. Es apasionante el relato que el mismo Fleming hizo de su descubrimiento y de cómo la casualidad, que, como la suerte, nunca es tal, jugó un papel muy importante. Con este recuerdo he querido únicamente tributar un homenaje a cuantos se están quemando hoy las cejas en la búsqueda de una vacuna para hacer frente de forma eficaz al peor de los males que nos aquejan.

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La mañana atrae, todavía, nuestra atención sobre la salud al recordarnos una enfermedad rara, pues hoy se celebra el “día internacional del síndrome Arnold Chiari", una malformación congénita del sistema nervioso central. Se trata de un síndrome progresivo e invalidante, que produce dolor neuropático, pérdida de sensibilidad, desequilibrio, ataxia y paraplejía.  Una celebración que, al ponernos delante el valor de la salud, nos invita a solidarizarnos con los enfermos y las familias que sufren los efectos de esta rara enfermedad.

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Pero este desayuno, de muerte y enfermedad, termina hoy afortunadamente con el buen sabor que nos ha legado la sonrisa perenne del cardenal Albino Luciani. Sus 33 días de pontificado como Juan Pablo I fueron una “sonrisa de Dios” sostenida, como si, al honrar con los nombres de Juan y Pablo a sus dos predecesores, quisiera rubricar el Concilio Vaticano II que ambos habían propiciado. Su breve pontificado fue tiempo sobrado para dejarnos impresa, en su cara, la imagen más propia y reveladora del Dios en quien creemos los cristianos, el Dios de la alegría y de la sonrisa, el Dios de la vida y de la buena cara incluso frente al mal tiempo. Tal vez sea ese el secreto de por qué los santos que más influencia han tenido a lo largo de la historia han sido siempre alegres a pesar de los enormes sufrimientos que algunos tuvieron que soportar. Seguro que experimentaron profundamente que su Dios era un Dios de vivos que vivifica y que la muerte, a la que hemos convertido en símbolo y condensación de todos los males y daños que podemos sufrir, es blanca y luminosa, como el atrevido salto que un niño da al lanzarse, confiado, a los brazos de su padre.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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