Desayuna conmigo (viernes, 25.9.20) “Quédate con nosotros”

Los Suárez

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Es posible que en toda la Biblia nunca se haya pronunciado una súplica, se haya hecho un ruego o musitado una oración más intensa, persuasiva y conmovedora que el “quédate con nosotros” de los discípulos de Emaús en la tarde noche del primer día de la resurrección. Es una expresión en la que afloran la orfandad y la soledad humanas. Recuerdo el viejo chiste de aquellos tres mil soldados que caminaban llorando por el desierto y que, al preguntarles alguien por qué lloraban, su respuesta fue tan lacónica como contundente: “porque nos han dejado solos”. Sí, ciertamente, la soledad también hiere en medio de la muchedumbre, igual que el silencio abisal se impone al griterío. Si uno quiere ahondar en la indecible desolación del hombre, le basta situarse en el momento de la muerte, ese confiado o terrible instante en que, sin destruirse nada, todo va a cambiar radicalmente.

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El soliloquio precedente se debe a que la Iglesia celebra hoy la fiesta de san Cleofás, santo del que únicamente sabemos la referencia bíblica del conmovedor acontecimiento de la manifestación del Resucitado en Emaús. Es un nombre raro, del que apenas hay medio centenar en España, y que, curiosamente, significa “gloria del padre”. Se dice de este Cleofás que era hermano de san José y que se había casado con María, una hermana de la Virgen, es decir, que dos hermanos, José y Cleofás, se habían casado con dos Marías hermanas, la Virgen y María de Cleofás.

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Por lo que a nuestro desayuno interesa, su persuasiva súplica ha saltado a nuestro título de hoy como la preciosa súplica que brota de un corazón que “ardía en el pecho” por las explicaciones que daba el forastero sobre todo lo ocurrido aquellos días en Jerusalén. Efectivamente, el forastero atendió la súplica de quedarse a cenar con ellos. Al terminar la cena, remedando la reciente despedida ritual, “partió el pan”, iluminador momento en que los ojos de aquellos dos atentos discípulos se abrieron y reconocieron a Jesús. Retengamos que la respuesta a su persuasiva súplica para que el huésped se quedara con ellos fue que sus ojos se abrieran para ver claramente que ya nunca volverían a sentirse solos.

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Si algo de excepcional y muy precioso tiene el cristianismo, muy por encima de cuanto pueda ofrecer a sus seguidores cualquier otra religión, es la promesa expresa, casi juramentada, de que Jesús estará siempre presente entre sus seguidores, entre quienes forman comunidad con él. En este blog hemos venido insistiendo hasta la saciedad en que esa presencia se produce de dos maneras, ambas esplendorosas, si bien una de ellas, siendo de muchísimo más calado que la otra, está como silenciada y es solo perceptible como a través de velos. De ser desvelada como es debido, seguro que se convertirá en la clave o piedra angular de una forma de vida, la cristiana, que atesora todos los ingredientes para seducir incluso a los hombres más díscolos y reacios de nuestro tiempo, empeñados en estrellarse contra muros de nihilidad en vez de contemplar luminosos horizontes.

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La primera de esas presencias es “sacramental” y se ha servido del pan y del vino para hacerse “pan de vida” y “bebida de salvación” en la eucaristía. Presencia real sacramental, es decir, presencia limitada a los efectos naturales de la materia elegida como soporte significativo de la gracia que se obra en el sacramento. En otras palabras, Jesús está en la eucaristía para ser comido, convirtiendo su carne en pan de vida y su sangre, en bebida de salvación. Celebrar la eucaristía o, mejor, hacerse eucaristía en la celebración de ese sacramento, es algo que nunca ninguna otra religión se ha atrevido ni siquiera a soñar y que tiene una gran trascendencia en cuanto que es en esa celebración donde surge la Iglesia.

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Pero esa presencia, con ser tan excelsa y transcendental, no es sin embargo la más fuerte y palpitante de Jesús entre sus seguidores, los cristianos: la presencial “real personal” de Jesús en cada ser humano, la presencia de "esto (el pan) es mi cuerpo" sino la de "este (el ser humano) soy yo". Él mismo lo dejó dicho de forma muy clara al asegurarnos solemnemente que lo que hacemos a otros hombres a él se lo hacemos. Cierto que lo dijo al hablar de socorrer a los indigentes, pero la verdad es que todos los seres humanos somos indigentes, pues todos necesitamos de los demás incluso para nacer y vivir. Me he referido a esta fenomenal presencia como, lamentablemente, solo silenciada o intuida entre velos porque los cristianos, incluidos los dirigentes eclesiales, no terminamos de creerla del todo. El día que lo hagamos y la Iglesia se estructure y actúe, por tanto, en función de que Jesús vive en cada ser humano, el mundo se verá sometido a una forma de vida mucho mejor. Pero, afortunadamente, cuando eso ocurra no será  una novedad porque ya hoy son muchos los que viven conforme a ella. Me refiero a todos los que, profesen una religión u otra o incluso ninguna, se dedican en cuerpo y alma al servicio de sus semejantes, lo mismo da que lo hagan en tierras lejanas como misioneros que en el propio vecindario como ciudadanos que tienen conciencia de comunidad.

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El desayuno nos sirve otros manjares agridulces que el espacio disponible apenas nos permite saborear. Uno de ello es la atención que debemos prestar hoy a nuestra salud, tema de permanente actualidad por la pandemia en curso, al celebrar el “día mundial del farmacéutico”. Esta celebración se estableció para conmemorar la creación en 2009 de la “Federación Internacional Farmacéutica”. Bástenos fijarnos en el eslogan de este año y valorarlo como es debido: “transformar la salud global", empeño hacia el que hoy mira esperanzado el mundo entero a la espera de una vacuna que pueda contener tanto tormento. Y, en este mismo tema de salud, la mañana nos recuerda que hoy también celebramos el “día internacional de la ataxia”, enfermedad neurodegenerativa que disminuye la capacidad de algunas personas para coordinar sus movimientos.

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Como remate o postre, nos salen al paso dos insignes “Suárez”, cuya vida ha tenido gran trascendencia para el desarrollo tanto de nuestra vida intelectual como política. El primero es Francisco Suárez, teólogo, filósofo y jurista jesuita español, muerto un día como hoy de 1617. Francisco Suárez fue un “hombre de una gran cultura y erudición griega, latina, árabe y hebrea, que pudo asimilarla toda, ordenarla, simplificarla y eliminar de ella verbalismos ociosos. Fue llamado Doctor Eximius et Pius y gozó de enorme autoridad. Revitalizó la ya decaída escolástica, que compendió en su obra principal, sus <Disputationes metaphysicae>”. Me complace recordarlo aquí porque, en mis tiempos de estudiante dominico, la rivalidad intelectual con los jesuitas hacía que se nos lo presentara como un filósofo y teólogo de segundo orden a la hora de valorar tanto sus aportaciones al desarrollo de la filosofía escolástica como sus propios  comentarios a la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino.

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El otro “Suárez” es nuestro insigne Adolfo, presidente de la democracia española tras un largo período de dictadura, todavía no valorado ni llorado como es debido, cuyo nombre es suficiente carta de presentación de uno de los españoles que más transcendencia ha tenido en el devenir político de España. La razón de recordarlo aquí se debe a que hoy cumpliría 88 años. La actual deriva política española hace que muchos, incluso sin ser de su cuerda, como es mi caso, comiencen a añorar su pericia y su mano izquierda a la hora de asentar la transición española y de fraguar una razonable convivencia política entre los españoles que, a pesar de sus naturales vaivenes y zozobras, maravilló al mundo entero.

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Quédate con nosotros, Señor, porque ya anochece. La pandemia que padecemos, la crisis económica que nos ahoga y la incertidumbre política que vivimos ocultan por completo nuestro horizonte. Haznos comprender que tú, que eres camino y luz, estás presente, sobre todo, en cada ser humano que sufre, y que ayudar a alguien en algo es una maravillosa forma de acogerte y de abrazarte.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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