Desayuna conmigo (jueves, 26.3.20) La vacuna de la gratuidad

Explosión de fronteras y lenguas

solidaridad
Son más que evidentes los enormes estragos de orden sanitario, económico y emocional que el coronavirus está causando hasta el punto de que muchos españoles están o estamos en estado de pánico. Venceremos esta peste, desde luego, pero importa el precio que ya estamos pagando en vidas, en tensiones y en sobrecargas económicas. Importan las tremendas secuelas de todo orden que este mal bicho va a dejar en nuestras vidas. La situación es tan dramática que lo peor que podemos hacer, en las informaciones públicas y en las conversaciones privadas, es recargar las tintas y, peor aún, cebarnos en el detalle escabroso de tantos destrozos físicos y emocionales.

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Estamos, pues, ante una pandemia que nos cogió (sobre todo a los políticos) con el paso cambiado hasta colársenos por la puerta de atrás. Llegará el momento de exigir responsabilidades incluso criminales. Ahora, la batalla contra el virus está planteada en todos los frentes y debe contar con las fuerzas de todo orden disponibles, sean públicas o privadas, tanto de los dirigentes políticos como de todos los demás ciudadanos de buena voluntad. Lo de “buena voluntad” excluye al puñado de ciudadanos descerebrados que o bien golpean donde más duele sin más beneficio que excretar imbecilidades o bien tratan de sacar tajada de alguna manera, sea para granjearse adeptos a causas infantiles insolidarias, sea para aprovecharse de que las aguas bajan revueltas. Desde luego, la situación es tan dramática que quienes en asunto tan grave no se comportan con buena voluntad están dejando sus vergüenzas al aire para sonrojo de todos los demás. ¡Allá ellos!

Coronavirus

Pero, si de un gran mal puede provenir un gran bien, invito a mis acompañantes de desayuno a que, incluso estando desesperados, tengan el coraje de gozar ya del gran bien que esta amarga tragedia nos está trayendo. Frente a las diferencias de todo orden que tanto nos alejan a unos de otros, este maldito virus ha entrado en nuestras vidas como Pedro por su casa (dicho sin ninguna intencionalidad) y ha derribado cuantas barreras políticas, culturales, económicas y sociales nos separaban para ponernos a trabajar todos a una, mano con mano y codo con codo. Sabemos que este bichito, tan imperceptible y sibilino, se cuela en casa de todo el despistado que le salga al paso y que luego cabalga sobre él como sobre un pura sangre, desplazándose a la velocidad de los bólidos de Fórmula 1. Las estadísticas de afectados y de muertos demuestran que no respeta absolutamente a nadie: presidentes, obispos, ricos, médicos, mendigos y, sobre todo, ancianos, como si fuera un agente diabólico de INSS, comisionado para borrar del mapa a los pensionistas.

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Podría decirse que a la fuerza ahorcan y que es la cobardía la que, viendo las barbas del vecino pelar, nos empuja a poner las nuestras a remojar. Sea ese el motivo o sea que el virus nos demuestra la absoluta debilidad y futilidad de la vida humana, lo importante es que, salvo un puñado de malnacidos, nos hemos puesto todos a la tarea, como si realmente todos fuéramos ciudadanos de una misma nación y miembros de una única familia, uniendo nuestros recursos y saberes, como la mejor estrategia para presentarle al común enemigo la batalla definitiva para aniquilarlo.

Esta unidad universal de fuerzas, voluntades y haberes, está gestando el mayor impulso de solidaridad y gratuidad conocido en la humanidad hasta estos momentos. El cristianismo lleva veinte siglos predicando la caridad y la gracia, conceptos sinónimos de solidaridad y gratuidad, y, aunque han sido millones los cristianos que han vivido a fondo las consignas evangélicas de las bienaventuranzas, nunca se ha dado en el mundo la conciencia de solidaridad que este virus está despertando por doquier. Asombra ver cómo en estos días la salud se ha puesto muy por encima del dinero, de la economía y de la mercadería, y que una gran parte de nuestros haberes de tiempo y dinero se están dedicando a una causa que nos beneficia a todos.

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Por poner solo un ejemplo, durante decenios hemos venido denunciando la desidia social frente al tremendo problema de vagabundos sin techo y de otros desarraigados sociales que soportan las heladas nocturnas al aire libre durmiendo en las calles y que, por lo general, pasan más hambres que los perros callejeros. Pues bien, en estos días se están habilitando, de repente, espacios para acogerlos y comedores para aliviarlos. Claro está, de seguir como hasta ahora, ellos no solo serían carnaza, sino también vehículos de transmisión del asesino intruso que nos golpea.

¿Cuándo se ha visto que tantas empresas estén destinando tantos recursos, achicando su cuenta de resultados, para resolver un problema común? Y, lo que es más importante, ¿cuándo se ha visto a tanta gente en situación de inmolación propia (martirio) para salvar a sus semejantes y a la humanidad misma? He empleado a sabiendas la palabra “martirio” porque, crean o no formalmente en Dios, profesen un credo o batallen con su supuesto ateísmo contra tantas supersticiones y fanatismos, lo cierto es todos los héroes que hoy miran cara a cara al virus están dando su vida por el único Dios tangible que tenemos a nuestro alcance, por los seres humanos.

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Al margen de virus y otras calamidades sociales, es obvio que todos deseamos una mejor forma de vida, cosa que solo podrá conseguirse con la mejora sustancial de nuestros propios comportamientos. Cada uno podemos mejorar un poquito el entorno en el que vivimos, pero el cambio a mejor de la sociedad en que vivimos no puede venir más que de la suma de comportamientos más dignos de la mayoría de los seres humanos. Cierto que en esta sociedad ya hay millones de personas que trabajan mucho y que lo hacen de forma totalmente gratuita en favor de sus semejantes. Pero, en el cómputo general, el mercantilismo y el lucro dominan por completo nuestro horizonte vital. El gran bien que este maldito virus está ya pariendo es que la gratuidad comienza a doblegar el mercantilismo reinante y que los seres humanos hemos comenzado a valorar en serio, como elemento esencial de nuestro nivel de vida, la autoestima que produce sentirse útil a los demás, por encima de los propios haberes y placeres.

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Subrayemos, de paso, que gratuidad es sinónimo de gracia y que el estado de gracia en que aspiramos a vivir los cristianos es solo producto de nuestra propia gratuidad. Gratis hemos recibido cuento tenemos y gratis debemos darlo. Cuando tal hacemos es cuando realmente vivimos en estado de gracia. Esa es una norma que, en la medida en que se vaya haciendo efectiva, la humanidad irá progresando en dignidad y calidad de vida. Por ello, pido disculpas por lo descarnado de una alentadora oración que hoy ya podríamos recitar diciendo: “gracias, maldito virus, cabrón de mierda, que tanto dolor nos causas, por ponernos en el brete de saber que para los seres humanos no hay más camino que el de la solidaridad. Nunca olvidaremos a los mártires que te estás cobrando como tributo”.

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El día nos trae, por lo demás, otros interesantes recuerdos, tales como el gran regalo musical que Beethoven, que murió un día como hoy de 1827, dejó como legado a la humanidad; o el del tratado de paz, que tantas expectativas creó  en su momento, entre Egipto e Israel, firmado un día como hoy de 1979; o, finalmente, la celebración hoy del día mundial del clima que pretende que toda la población del mundo, en consonancia con la gratuidad de que venimos hablando, cumpla los compromisos presentes y futuros necesarios para asegurar el bienestar de todos los habitantes de nuestro planeta a base de salvaguardar el medio ambiente.

¡Ojalá que este desayuno sirva para que todos los comensales nos sumemos a la ola de solidaridad universal que hoy recorre afortunadamente el mundo entero!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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