"Una cuestión sensible" ¿Deben los diáconos cobrar por ejercer su ministerio?

"Para comenzar esta reflexión, es fundamental tener presente lo que señala el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Diáconos Permanentes: el derecho al sustento digno para aquellos que se dedican por completo al ministerio eclesiástico"
"Pero la gran mayoría de los diáconos no viven de su ministerio. Y esta gratuidad no puede ni debe ser confundida con explotación. No es justo que por vocación se asuma una precariedad"
"Otra cuestión delicada, pero real, es la de las motivaciones equivocadas al buscar el diaconado, pues el diaconado no es una profesión ni una salida laboral, sino una vocación eclesial"
¿Deben, entonces, los diáconos cobrar por ejercer su ministerio? La respuesta no puede ser un simple sí o no. Depende de la situación, del grado de dedicación, de las necesidades reales y del contexto particular. Pero lo que sí es claro es que el diaconado no debe buscar el beneficio económico
"Otra cuestión delicada, pero real, es la de las motivaciones equivocadas al buscar el diaconado, pues el diaconado no es una profesión ni una salida laboral, sino una vocación eclesial"
¿Deben, entonces, los diáconos cobrar por ejercer su ministerio? La respuesta no puede ser un simple sí o no. Depende de la situación, del grado de dedicación, de las necesidades reales y del contexto particular. Pero lo que sí es claro es que el diaconado no debe buscar el beneficio económico
Poderoso caballero es don Dinero. Así comenzaba mi tocayo Quevedo su célebre sátira sobre una realidad que, siglos después, sigue vigente: el dinero, tema delicado, polémico, necesario y, al mismo tiempo, fuente de tensiones y confusión, especialmente cuando se entrelaza con el servicio religioso. Hablar sobre si los diáconos deben recibir una remuneración económica por ejercer su ministerio es, sin duda, adentrarse en una cuestión sensible. Pero precisamente por eso es necesario hacerlo con claridad, apoyándonos tanto en los documentos, como en la experiencia pastoral real.
Para comenzar esta reflexión, es fundamental tener presente lo que señala el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Diáconos Permanentes, un documento magisterial que establece las orientaciones básicas en esta materia. En él se reconoce explícitamente que no hay una única norma que pueda aplicarse a todos los casos. La situación de los diáconos varía considerablemente entre países, diócesis e incluso entre realidades concretas dentro de una misma Iglesia particular. No obstante, hay principios universales que deben iluminar cualquier reflexión.
Uno de ellos es el derecho al sustento digno para aquellos que se dedican por completo al ministerio eclesiástico. Como afirma el mismo Directorio en su punto 15, citando a San Lucas, “el trabajador es digno de su salario” (Lc 10,7), y a San Pablo, “el Señor ha dispuesto que aquellos que anuncian el Evangelio vivan del Evangelio” (1 Cor 9,14). Por tanto, aquellos diáconos —ya sean casados o célibes— que se entregan de forma plena y exclusiva al ministerio pastoral tienen derecho a ser justamente remunerados. No se trata de un privilegio ni de una concesión, sino de un principio de justicia que permite la sostenibilidad de su vocación y el bienestar de sus familias.

Recuerdo que un sacerdote me dijo que a los diáconos no se nos valoraría hasta que nos tuviesen que pagar un sueldo. Pero la gran mayoría de los diáconos no viven de su ministerio, sino de ejercer una profesión civil que les proporciona el sustento económico para ellos y sus familias. Esta realidad otorga al ministerio diaconal un valor de peso, tal vez poco reconocido. El diácono que después de una jornada laboral continúa sirviendo en la parroquia, en los hospitales, en los tanatorios o en la pastoral caritativa, lo hace por vocación, por una llamada interior que no busca recompensa material. Esto, lejos de ser una debilidad, es uno de los grandes valores del diaconado: el testimonio de un servicio desinteresado, de una entrega que no espera reconocimiento económico. Tenemos como referente al diácono Lorenzo mostrando los tesoros de la Iglesia, los pobres. Y ahí es donde los diáconos debemos buscar la riqueza, en llenarnos de caridad.
No obstante, esta generosidad no debería convertirse en una excusa para que las comunidades cristianas desatiendan sus responsabilidades. Si bien el diácono no busca el dinero, ello no implica que sus necesidades materiales puedan ser ignoradas. Como señala el Directorio en su apartado 20, las parroquias y organismos que se beneficien del ministerio de un diácono deben, al menos, reembolsar los gastos que este realice en el desempeño de su servicio. Cuántas veces vemos diáconos que deben utilizar su propio vehículo, pagarse sus desplazamientos o asumir costos de formación sin recibir ningún tipo de ayuda. Esta situación, aunque nacida del amor y el compromiso, puede convertirse en una carga injusta que contradice el espíritu evangélico.
Además, existen circunstancias específicas en las que el ministerio diaconal exige una dedicación profesional: por ejemplo, cuando se ejerce como capellán hospitalario, en un tanatorio, en servicios sociales o como responsable pastoral a tiempo completo. En estos casos, resulta lógico y justo que se reciba una remuneración adecuada. No tendría sentido que un laico que presta un servicio similar reciba un salario, mientras que el diácono, por ser diácono, quede excluido de dicha compensación. La equidad también es una expresión de caridad y de justicia.
Por otro lado, también es cierto que el hecho de no depender económicamente de la Iglesia confiere al diácono una libertad única. Al no estar sujeto a una relación laboral, el diácono no tiene que someter su servicio a las lógicas de horarios, vacaciones o rendimientos. Esta independencia permite una mayor autenticidad, una libertad espiritual que muchos valoran profundamente. Es una libertad que se transforma en gratuidad, en disponibilidad, en presencia cercana, que no tiene precio.
Desde esta perspectiva, no cobrar por ejercer el ministerio puede ser también un testimonio evangélico poderoso. Como afirmaba san Pablo, aunque tenía derecho a vivir del Evangelio, prefirió trabajar con sus propias manos para no ser una carga a la comunidad. En mi caso, con mi mujer trabajando y yo también, los problemas de conciencia que me pueden surgir no están en cuánto me da a mí la Iglesia, sino cuánto puedo yo darle a la Iglesia. En esa línea, un diácono puede vivir con sencillez, sin lujos, siendo ejemplo para su comunidad de una vida entregada, alegre, austera, sin buscar recompensas terrenales.

Sin embargo, esta gratuidad no puede ni debe ser confundida con explotación. No es justo que por vocación se asuma una precariedad. De hecho, el mismo Directorio contempla en su punto 20 que, en caso de que un diácono quede sin trabajo civil, se estudie cómo la diócesis puede apoyarlo. Asimismo, se anima a suscribir seguros antes de la ordenación, para prever casos de viudez o fallecimiento. Esto demuestra que la Iglesia reconoce la importancia de proteger no solo al diácono, sino también a su familia.
Otra cuestión delicada, pero real, es la de las motivaciones equivocadasal buscar el diaconado. No sería honesto negar que en algunas ocasiones ha habido personas que se acercan al ministerio buscando una salida profesional, especialmente en contextos de desempleo o migración. Por eso, es esencial que los procesos de selección y discernimiento vocacional sean rigurosos, claros y prolongados, de modo que se verifique que la motivación es verdaderamente una llamada al servicio desinteresado y no una estrategia de supervivencia. El diaconado no es una profesión ni una salida laboral, sino una vocación eclesial.
Este tema se vuelve aún más relevante en una sociedad donde tantas veces se mide el valor de una persona por lo que gana. Que los diáconos sirvan sin esperar retribución económica es, en muchos sentidos, una contracultura evangélica. Es una muestra de que existen otros valores: el servicio, la entrega, la fe, el amor al prójimo. Recuerdo una anécdota familiar que ilustra bien este punto, cuando en una ocasión mi hija pequeña me preguntó por qué teníamos un coche sencillo, lleno de arañazos y le respondí que “un diácono no puede tener un cochazo, sería una contradicción”.
Un amigo que fue jesuita unos años y al que animo al diaconado, me contó de un matrimonio que conoció donde él era sacerdote anglicano. Subrayaba que para ellos no era problema lo que él ganaba porque vivían como pobres, pero eran felices y eso les hacía ser una predicación viviente. Esa felicidad nacida de la entrega y la sencillez es un faro para todos los ministros de la Iglesia. Porque aunque el diácono no haga voto de pobreza, sí puede —y debe— optar por una vida sencilla, coherente con su misión de servicio.
En definitiva, ¿deben los diáconos cobrar por ejercer su ministerio? La respuesta no puede ser un simple sí o no. Depende de la situación, del grado de dedicación, de las necesidades reales y del contexto particular. Pero lo que sí es claro es que el diaconado no debe buscar el beneficio económico, sino que debe permanecer como signo del amor gratuito de Dios, encarnado en hombres que sirven con alegría, con esfuerzo y con corazón generoso. La Iglesia, por su parte, debe ser también generosa y justa, sabiendo valorar, apoyar y acompañar a estos hombres que, sin ser sacerdotes, han consagrado su vida al servicio del Evangelio.
