"Y aunque el reconocimiento sea escaso, cuando llega, ilumina el alma" ¡Existimos! (los diáconos)

"Confieso que durante mucho tiempo no me entusiasmó el grupo Hakuna. Lo escuché casi a regañadientes… y, para mi sorpresa, me encontré conmovido"
"En ese redescubrimiento, llegó también un momento agridulce. Escuché su tema 'Que siempre seamos uno' Y entonces, llegó el momento de nombrar al clero: obispos, sacerdotes… silencio. Ni una sola mención a los diáconos"
"Un diácono amigo me dijo una vez que nuestro trabajo es como el misterio de san José: ni una palabra suya en los Evangelios"
"Hoy quiero alzar un ruego: Cuiden a los diáconos. Mimen a los diáconos. Nombren a los diáconos, aunque solo haya uno, aunque parezca que 'pintan poco'. Porque existimos. Porque nuestra vocación es servir, no figurar, pero el servicio también necesita ser reconocido para que no se marchite en la sombra"
"Un diácono amigo me dijo una vez que nuestro trabajo es como el misterio de san José: ni una palabra suya en los Evangelios"
"Hoy quiero alzar un ruego: Cuiden a los diáconos. Mimen a los diáconos. Nombren a los diáconos, aunque solo haya uno, aunque parezca que 'pintan poco'. Porque existimos. Porque nuestra vocación es servir, no figurar, pero el servicio también necesita ser reconocido para que no se marchite en la sombra"
Confieso que durante mucho tiempo no me entusiasmó el grupo Hakuna. Me incomodaba su estética, demasiado “pija” para mi gusto, y eso me llevó, quizá injustamente, a no acercarme a sus canciones. Había algo en ese aire tan ordenado y juvenilmente elitista que me mantenía a distancia. Hasta que, un día cualquiera, en un trayecto de coche, una de mis hijas decidió poner una canción que era el salmo 44, que rezamos en vísperas: “Me brota del corazón un poema bello..”. Lo escuché casi a regañadientes… y, para mi sorpresa, me encontré conmovido. La melodía me envolvió, fidelidad a la letra me habló, y sin darme cuenta me convertí en un seguidor fiel de sus canciones. Así es como, a veces, la vida nos corrige prejuicios y nos regala nuevos compañeros de camino.
En ese redescubrimiento, llegó también un momento agridulce. Escuché su tema “Que siempre seamos uno”, y en seguida me atrapó. La letra me pareció certera, luminosa, y me emocionó que mencionara con cariño a los distintos movimientos, instituciones religiosas, y de manera especial a las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta, a las que tanto les debo. Se respiraba en la canción de unidad, gratitud y respeto hacia todos los que sirven en la Iglesia. Y entonces, llegó el momento de nombrar al clero: obispos, sacerdotes… silencio. Ni una sola mención a los diáconos. Me quedé quieto, como si la música se hubiera detenido un instante para mí. No sé si fue un olvido, un desconocimiento, una decisión consciente o una simple indiferencia, pero dolió. No porque uno busque aplausos o protagonismos, sino porque en ese vacío se siente, de nuevo, la vieja costumbre de que el diaconado permanezca en la penumbra.
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Este detalle me recordó tantas otras ocasiones. Celebraciones solemnes, misas multitudinarias, la catedral llena de fieles… y siempre la misma secuencia: se saluda con afecto a los demás obispos, a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, a todo el Pueblo de Dios… y, en medio de esa abundancia de nombres, un hueco invisible: no se nombra a los diáconos, que están uno a cada lado del que preside. Uno quiere pensar que tal vez sea solo porque quien lee no es el autor y no se ha dado cuenta, porque si fuese una omisión deliberada sería un descuido hiriente. Al fin y al cabo, no se trata de honores personales, sino de visibilidad para un ministerio que es parte viva de la Iglesia.

Recuerdo que un diácono amigo me dijo una vez, hablando de este asunto, que nuestro ministerio es como el de San José: ni una palabra suya en los Evangelios. Pero pienso que por lo menos ahora en la Iglesia no pasa desapercibido con sus títulos de, custodio del Redentor, patrono de la Iglesia universal, protector del seminario, y por el que se le encuentra en la liturgia: esposo de la Virgen María. Casi nada. Es cierto: su grandeza estuvo en lo callado. Pero callar no es desaparecer. Y si él pudo ser discreto sin ser invisible, quizá nosotros también debamos aprender a aceptar que, a veces, el reconocimiento será pequeño. Eso sí: pequeño no significa innecesario.
"Un diácono amigo me dijo una vez que nuestro trabajo es como el misterio de san José: ni una palabra suya en los Evangelios"
Hay algo que me resulta aún más incomprensible. Cuando se pide por las vocaciones, se recuerda a las sacerdotales, a las consagradas, a las misioneras… pero nunca a las vocaciones diaconales. Es como si se asumiera que no hacen falta, que este ministerio existe por la falta de otros. Lo paradójico es que, en muchas ocasiones, somos los mismos diáconos los que pedimos por las vocaciones de otros estados de vida y olvidamos rezar por las nuestras. Quizá sin darnos cuenta reforzamos ese silencio que tanto nos pesa.
Por eso, hoy quiero alzar un ruego: Cuiden a los diáconos. Mimen a los diáconos. Nombren a los diáconos, aunque solo haya uno, aunque parezca que “pintan poco”. Porque existimos. Porque nuestra vocación es servir, no figurar, pero el servicio también necesita ser reconocido para que no se marchite en la sombra.
No todo, sin embargo, es desatención. Hay quienes sí recuerdan y valoran este ministerio. Este verano, por ejemplo, he acudido cada día a misa con las religiosas Hijas de Santa María del Corazón de Jesús. Siempre que pedían oraciones por el sacerdote que presidía, añadían sin falta: “y por el diácono Francisco”. Y yo, sentía un agradecimiento difícil de explicar. No es solo que rezaran por mí; es que en ese gesto, pequeño para algunos, había una afirmación poderosa: aquí estás, aquí sirves, aquí importas.
A veces, un nombre pronunciado en voz alta puede ser un bálsamo.Y otras veces, su ausencia es un silencio que pesa más de lo que parece. Entre canciones que olvidan, liturgias que omiten y comunidades que recuerdan, voy confirmando una convicción que no se borra: los diáconos existimos. Quizá a menudo en segundo plano, pero firmes en la misión que nos ha sido confiada. Como San José, custodios callados de lo que Dios nos pone en las manos. Y aunque el reconocimiento sea escaso, cuando llega, ilumina el alma con una luz que dura mucho más que el aplauso: la certeza de que servir, incluso en la discreción, sigue siendo un lugar privilegiado en el corazón de la Iglesia.

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