"La institución de los siete no fue solo una respuesta a un problema organizativo" Los siete no solo fueron ordenados para el servicio, también para el anuncio del Reino

Los primeros diáconos
Los primeros diáconos

"La institución de los siete no fue solo una respuesta a un problema organizativo, sino una revelación del modo en que el Señor desea articular la vida de su Iglesia: unida, plural, guiada por el Espíritu, sostenida en la caridad y abierta siempre a la misión"

"La historia de los primeros diáconos San Esteban y San Felipe ilumina lo que el diaconado llegó a ser y lo que está llamado a seguir siendo. No son figuras secundarias ni auxiliares silenciosos, sino hombres cuya vida revela que la caridad y la Palabra nacen de la misma fuente"

La comunidad cristiana de los orígenes descubrió muy pronto que la vida fraterna exige formas concretas de servicio, y que esas formas no nacen de teorías, sino de necesidades reales. Entre todas ellas, una se hizo urgente: el cuidado de las viudas helenistas, que quedaban relegadas en la distribución diaria. Allí, en un problema muy humano, se transparentó el modo en que el Espíritu conduce a la Iglesia. Los apóstoles, conscientes de la importancia de la oración y del anuncio de la Palabra, intuyeron que atender a aquellas mujeres no podía quedarse en un parche ni en una solución improvisada.

Era necesario un ministerio estable, reconocido por la comunidad, capaz de velar por la justicia y por la caridad. Y así surgieron los siete. No como una estructura administrativa, sino como un gesto apostólico que se abría paso en medio de la vida cotidiana. Ellos fueron instituidos para el “servicio de las mesas”, expresión que, lejos de rebajar su misión, la conectaba con aquello que Jesús había hecho tantas veces: ponerse a servir, hacerse servidor entre los suyos, lavar los pies, partir el pan. La Iglesia entendió que la caridad no es un apéndice, sino un rostro imprescindible del Evangelio.

Creemos. Crecemos. Contigo

Pero lo más sorprendente, lo que desborda cualquier lectura apresurada, es que aquellos siete, instituidos para que los Doce se dedicaran sin obstáculos a la oración y al ministerio de la Palabra, aparecieron casi inmediatamente ejerciendo ellos mismos un anuncio vigoroso, apasionado, profundamente evangélico. El Espíritu, una vez más, rompía las fronteras que nosotros solemos levantar entre los servicios. El diácono Esteban, elegido para asegurar que nadie quedara olvidado, surge en la narración “lleno de gracia y de poder”, realizando signos y proclamando la novedad de Cristo con tal fuerza interior que su palabra sacude a quienes lo escuchan. Su discurso ante el Sanedrín es una síntesis magistral de la historia de la salvación, pero también una confesión valiente, nacida de una fe que no teme arriesgarlo todo. Y cuando cae bajo las piedras, lo hace con la misma actitud del Maestro: perdonando, confiando, entregando su vida. La Iglesia reconoce en él al primer mártir, y no por casualidad es un diácono. En la plenitud del servicio aparece la plenitud del testimonio.

El martirio de Esteban
El martirio de Esteban

Tampoco el diácono Felipe permanece limitado a una función interna. La persecución que sigue a la muerte del protomártir Esteban dispersa a la comunidad, y esa dispersión se convierte en semilla de evangelización. Felipe baja a Samaría y predica a Cristo, y la ciudad se llena de alegría. Poco después, en el camino hacia Gaza, se acerca a un viajero que lee sin comprender; el Espíritu se lo señala, y él se sienta a su lado, lo escucha, le explica las Escrituras y, finalmente, lo bautiza. Cada gesto de Felipe parece brotar de una disponibilidad total. Su ministerio, nacido en la atención a los necesitados, se convierte en camino abierto, en anuncio, en acompañamiento paciente. Aquel eunuco que regresa gozoso a su país es símbolo de las puertas que el diaconado abrió desde el primer momento: puertas hacia la universalidad, hacia los confines, hacia todos los que buscan sin saberlo al Dios vivo.

 A la luz de estos relatos, se comprende que la institución de los siete no fue solo una respuesta a un problema organizativo, sino una revelación del modo en que el Señor desea articular la vida de su Iglesia: unida, plural, guiada por el Espíritu, sostenida en la caridad y abierta siempre a la misión. Los apóstoles no renunciaron al servicio de las mesas por desinterés, sino porque reconocieron que la comunidad necesitaba que todos los dones recibidos por Dios fueran puestos en juego. Pero la elección de los siete, lejos de encerrar el diaconado en un marco rígido, lo ensanchó desde el principio. En ellos se ve con claridad que la diaconía no es un ejercicio burocrático ni una mera suplencia de funciones apostólicas. Es una manera de transparentar a Cristo Siervo, que se inclina para sanar, para sostener y para anunciar la Buena Noticia. Y cuando ese servicio brota del Espíritu, se convierte, sin forzarlo, en predicación viva.

Felipe bautiza al eunuco
Felipe bautiza al eunuco

La historia de los primeros diáconos San Esteban y San Felipe ilumina lo que el diaconado llegó a ser y lo que está llamado a seguir siendo. No son figuras secundarias ni auxiliares silenciosos, sino hombres cuya vida revela que la caridad y la Palabra nacen de la misma fuente. Porque quien sirve de verdad termina anunciando, y quien anuncia de verdad termina sirviendo. La Iglesia primitiva no establece un muro entre lo asistencial y lo misionero; al contrario, descubre que ambos responden a una misma lógica: la de un corazón entregado al Señor. Por eso, cuando Esteban proclama el Evangelio con valentía o cuando Felipe corre junto al carro del eunuco, no están saliendo de su misión: están llevándola a su plenitud.

Mirar hoy a los siete es recordar que la Iglesia crece desde abajo, desde la mesa compartida, desde la atención a quienes quedan al margen, pero también desde la audacia del anuncio que no se queda callado. Es comprender que el Espíritu actúa con libertad, y que quienes son instituidos para servir se convierten, si se dejan conducir, en testigos que llevan la Buena Noticia allí donde la comunidad todavía no ha llegado. El primer mártir fue un diácono; uno de los primeros evangelizadores misioneros también lo fue. En esa coincidencia se encierra una enseñanza profunda, una llamada a vivir el ministerio no como un espacio cerrado, sino como un camino abierto en el que servir y anunciar no son tareas separadas, sino expresiones diversas de una misma entrega.

Así, el nacimiento del diaconado con la institución de los siete, nacida de la necesidad de cuidar a las viudas, se transforma en puerta de misión y en testimonio de la acción incesante del Espíritu. Desde la humildad del servicio brotó la valentía del anuncio; desde la preocupación por las mesas surgió la expansión del Evangelio; desde la disponibilidad de unos hombres sencillos nació una misión que alcanzó corazones y tierras lejanas. En ellos, la Iglesia aprendió que servir no es un acto marginal, sino el lugar donde Cristo se deja encontrar y desde el cual Él mismo impulsa, una y otra vez, la extensión de su Reino.

Los siete diáconos
Los siete diáconos

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