María: Discípula y misionera fiel y audaz

La figura de María siempre ha sido considerada una presencia invaluable para la vida de fe personal y para la comunidad cristiana. Ella, como Madre de Jesús y Madre nuestra, tiene mucho que enseñarnos. Por una parte, su vida histórica –aunque es poco lo que podemos decir con certeza- ilumina nuestra vida y nos abre horizontes que tal vez nunca habíamos imaginado. Por otra, su reconocimiento como Madre del Hijo de Dios nos permite sentirnos también sus hijos y contar con su amor maternal e incondicional.

Siguiendo los pocos datos que podemos rescatar de los evangelios, es posible afirmar que ella fue una mujer sencilla, pobre, inserta en su cultura, destinada a cumplir los designios trazados en su tiempo, para la mujer. Así nos lo describe el evangelista Lucas: “Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (1, 26-27). Nada de extraordinario nos revelan estos datos sino que, por el contrario, muestran el destino de todas las mujeres en ese tiempo: Muy jóvenes eran destinadas a casarse y a cumplir de esa forma, su papel en aquella sociedad.

Pero los caminos de Dios, sorprendentes como siempre, tenían otro destino para ella. El Señor quiere que sea la Madre del Salvador, cambiando definitivamente el curso de su historia. Más sorprendente, sin embargo, es la respuesta que María da ante esa propuesta: ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? (Lc 1, 34). Es decir, parece que María rompe los moldes de las mujeres judías de aquel momento y se atreve a buscar razones, a preguntar modos, a ser sujeto activo del plan de salvación. Solo después de esa implicación personal responde con una generosidad excepcional: “he aquí la esclava del Señor; Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).

No es el único momento en que María es presentada por los evangelistas como sujeto activo del plan de salvación. Lucas continúa el relato sobre María, poniéndola en camino para visitar a su prima Isabel la cual reconoce el momento salvífico que está aconteciendo en María y la alaba por su fe: “Feliz tú porque has creído que se cumplirían las cosas que te fueron dichas de parte del Señor” (Lc 1, 45). María, por su parte, responde con las palabras del Magnificat (Lc 2, 46-56), –palabras de una hondura profética inigualable-: En un primer momento, reconociendo la bondad de Dios al haberse revelado a ella y con la consciencia de que no es mérito suyo: “Proclama mi alma al Señor (…) porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava (…) porque ha hecho en mi favor maravillas el Todopoderoso” y, en un segundo momento, explicitando la promesa divina hecha a Abraham y a su linaje, como un cambio de situaciones donde por la misericordia con Israel, el Señor “dispersa los soberbios de corazón, derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. La promesa de Yahvéh se cumplirá en Israel y con Jesús esta promesa se hará carne, historia, presencia.

Las bodas de Caná, relatadas por el evangelista Juan (2,1-12), muestran a María como discípula activa en el seguimiento de su Hijo. No solamente adelanta “su hora” –cuando María le pide a Jesús que haga algo para solucionar el problema de la falta de vino en la boda y Jesús le responde: “todavía no ha llegado mi hora”-, sino que nos brinda la recomendación más propia para un discipulado auténtico: “hagan lo que Él les diga”. De aquí nace la conciencia eclesial de una María que siempre nos lleva a Jesús, que nos enseña a escucharle y nos exhorta a seguir sus palabras. En esta misma dinámica del discipulado, aquellas palabras que parecen tan duras para una Madre –recordemos el texto donde María y los hermanos quieren hablar con Jesús y Él responde: “¿Quién es mi Madre y mis hermanos? Todo aquel que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ese es mi hermano, mi hermana y mi Madre” (Mt 12, 46-50)-, nos muestran a una María discípula, capaz de entender la dinámica del reino, asumiendo el seguimiento de Jesús en las nuevas relaciones familiares que éste implica.

El culmen de este seguimiento se manifiesta en la cruz donde quienes permanecen en pie son “María, su hermana, la mujer de Clopás y María magdalena” (Jn 19, 25). Es entonces cuando Jesús señala el modo de relación entre María y todos los cristianos: ella es nuestra verdadera Madre y nosotros somos sus hijos: “Mujer ahí tienes a tu hijo (…) hijo ahí tienes a tu Madre (Jn 19, 26-27). La familia del reino está compuesta por los seguidores de Jesús de los cuales la primera y más auténtica discípula, es su propia Madre. Finalmente, María está reunida con los discípulos y otras mujeres perseverando en la oración (Hc 1, 14) y es de suponer que estaba presente el día de Pentecostés (Hc 2, 1-12) donde el espíritu confirma a la iglesia naciente y la lanza a la misión de anunciar el acontecimiento pascual hasta los confines de la tierra.

La iglesia, por tanto, no se entiende sin esta presencia mariana que le imprime unas características especiales y la mantiene en el camino del discipulado misionero, que ha de ser señal distintiva de su actuar en el mundo. La comunidad eclesial expresa esta presencia mariana constitutiva de su ser, en la multitud de santuarios y advocaciones que recorren nuestro suelo latinoamericano. Pero también, ha de incorporar más, una devoción mariana que nos convoque al testimonio del evangelio del reino y a una apuesta misionera más arriesgada y audaz, adelantando la “hora del hijo” al buscar nuevas y creativas respuestas para los desafíos actuales. Así responderemos mejor a esta Iglesia en “salida” de la que habla el Papa Francisco (Evangelii Gaudium 20-24), en la que la figura de María es promotora y garante de su realización. Es tiempo propicio, entonces, de renovar nuestra experiencia mariana, acogiéndola como madre nuestra y madre de la Iglesia, para hoy secundar sus pasos, seguir sus insinuaciones, mantener, como ella, su ser discípula y misionera fiel y audaz.
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