Sí, hablemos del Colegio Apostólico, tal como apuntábamos antesdeayer. Recibieron una fuerza especial, el Espíritu, podían hablar distintas lenguas, curar... con el fin ordenado de “ir por todo el mundo” a evangelizar. ¡Cómo se advierte la mano de Pablo en ese “todo el mundo” frente al judeocentrismo de los otros apóstoles!.
Pues bien, ¿se sabe de alguno que le llegara a la suela del zapato a Pablo en cuanto a realizaciones perdurables y en cuanto a erección del corpus eclesial? Desaparecen del mapa para reaparecer en leyendas del siglo X. Algunos son citados, sólo citados, en un libro escrito “ad majorem gloriam Pauli”, los Hechos de los Apóstoles.
Nada queda de la labor de los Doce. ¡Vaya visión de futuro del Hijo de Dios! Pedro fundó la comunidad de Roma ¡sólo porque lo dice Pablo! ¿Y dicen que Jesús fundó una Iglesia contra la cual no prevalecerán las puertas del infierno?
Pablo de Tarso llevó a cabo una obra inmensa, la creación de las primeras comunidades cristianas con virtualidad efectiva de crecimiento. Sólo las comunidades creadas por Pablo tuvieron continuación. Pedro no dejó herencia alguna; resultó ser un elemento necesario para que no chirriara la cosa, a saber, que un advenedizo que no había conocido a Jesús, se alzara con el santo y seña de la nueva religión. Las otras comunidades, las que se citan de Jerusalén, quedaron arrasadas, dispersadas, disueltas y sin savia tras la masacre del año 70 y la consiguiente diáspora. Del resto, nada.
Sorprenden varias cosas: la Iglesia celebra a bombo y platillo la venida del Espíritu Santo, tras la resurrección, con la previa confirmación en la fe y en la misión a los ONCE apóstoles, luego DOCE. Habían recibido la fuerza necesaria, tenían la doctrina del Fundador en el pensamiento y en el corazón, se les había encomendado una misión...
¿No da que pensar a los cristianos que ningún apóstol fuera capaz de realizar una obra similar a la de Pablo de Tarso? En santa teoría cualquiera de ellos tenía un rango superior al del advenedizo converso. Citemos por su nombre a estos desaparecidos apóstoles, que la Iglesia, con esfuerzo sobrehumano, sobrenatural, ha tratado secularmente de aupar al rango que ellos, con sus obras y predicaciones, no consiguieron (Mt 4, 18 y 10, 1; Mc.1,16 y 6, 7; Lc 5,9 y 6, 12):
Simón Pedro y Andrés, hermanos; Santiago “el Mayor” y Juan, hermanos; Mateo, administrador, publicano; Felipe y Bartolomé; Santiago “el Menor” y Tadeo; Simón de Caná; Judas Iscariote, sustituido luego por Matías.
¿Quedó algo de la obra de todos ellos que superara los primeros cincuenta años? Nada. Porque Marcos termina su Evangelio diciendo: “Y ellos se fueron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba (¿?); y confirmaba la predicación con los milagros que la acompañaban”. ¿Qué es esto, realidad o voluntarismo? ¿Por qué “partes” predicaron si nada consta ni siquiera en sus propios escritos fundacionales?
Ya de hecho el mismo relato evangélico deja en muy mal lugar a esos “Once/Doce”, seleccionados personalmente por Jesús: literalmente desaparecen del mapa. En el mismo Evangelio no aparecen sino para dudar de todo; sólo consta su actitud pasiva; no se atreven ni a defenderlo de las masas, antes bien parece que dan la razón a lo que el vulgo dice; no entienden lo que velada o paladinamente les enseña; continuamente son reprendidos por su falta de fe; advierten a su Maestro sobre la Ley...
No consta en los Evangelios, aunque sí en los Hechos, que después del asesinato de su líder se reunieran, trataran de continuar su obra, se enfrentaran a los acontecimientos asegurados en su fe por las palabras de su Jefe respecto a “beber el cáliz”, palabras “cumplidas” a rajatabla. Por el contrario, carentes de liderazgo huyeron cabizbajos cada uno a su lugar de origen a continuar sus labores como si tal cosa o se juntaron a lamentar su postrera suerte.
Inconsistencias, contradicciones, textos que se descartan, relatos llenos de artificio, fantasías y aproximaciones, fabricación posterior de pruebas... Con razón la Iglesia, que sabía todo esto, prohibió la lectura individual –e interpretación— de la Biblia durante siglos. Dato histórico éste curioso y digno de mayores comentarios: ¿por qué la Iglesia ha impidió a sus fieles durante siglos la lectura directa de la Biblia?. Lectura, difusión e interpreación quedaba en manos de “quien sabía”, sin otras ediciones que no fueran en latín.
No, no son historias de ayer: pregunten a seminaristas de entonces o a fieles ilustrados anteriores al Concilio Vaticano II. Y no sólo porque podían encontrarse con temas “escabrosos”, como el Cantar de los Cantares o con visualizaciones de Dios poco dignas: podrían haber sacado conclusiones excesivamente heterodoxas leyendo de manera simultánea.
Y cuando pudo ser leída gracias al descalabro luterano, lo que pudo el pueblo entender dejaba en muy mal lugar al Dios hablador. La Biblia, leída de forma lineal, es un desbarajuste continuo; leída en paralelo, como poco un sobresalto incesante.
Con todo este prolegómenos, una cosa debiera quedar clara: el cristianismo derivó de una visión de Jesús fabricada por un apóstol auto-así-proclamado. Y por más que digan que Pablo escribía inspirado por Dios, sus conceptos son producto humano.
El cristianismo como religión adoradora de un Dios hecho hombre es algo cocinado por Pablo de Tarso. La “tradición apostólica” es mera falacia que responde a una voluntad posterior de unir eslabones perdidos: no hay una continuidad Jesús – apóstoles – comunidades cristianas – Iglesia católica. No la hay. El Colegio Apostólico, el Símbolo de los Apóstoles, etc es una fabricación posterior aplicada a un colectivo incompetente e inepto para la misión encomendada.