Creer para vivir

Explico mi ausencia: no he podido recuperar mi ordenador por los cerrojos que han puesto en los alcázares de Castilla y León. Con trampas, vuelvo a las andadas. Procuraré estar presente al menos hasta mediados de febrero, "Deo vostro volente". 

De experiencias se vive, más si se regresa a aquellas que uno ha vivido pero ha olvidado. Hacía tiempo que no tenía relación directa con la credulidad hecha vida de la propia vida. Y fue como regresar a tiempos pretéritos, donde el creer era profesión manifiesta y manifestada.  Nada hay más manifiesto que la exteriorización de lo que uno vive cuando se hace participación, es decir, cuando uno comparte con los demás aquello que lo mismo viven y piensan.

Que...¿a qué viene todo este fárrago discursivo? Pues sencillamente al hecho de que tuve el gozo de convivir durante una hora con quienes han hecho gozosa su fe compartida. La circunstancia no era ciertamente propicia o predispuesta a tal gozo, puesto que dábamos el último adiós a un compañero con el que habíamos usufructuado muchos días, muchos sentimientos, muchos cambios de parecer y hasta de criterio opuesto, pero siempre dentro del jolgorio que procura la empatía.

Es decir, estábamos en un funeral. Y allí se encontraban mujer, hijos y hasta nietos ya con “uso de razón”. Familia, ascendientes y descendientes, adscritos a una de esas células piadosas que algunos tildan, sin saber de qué hablan, de fundamentalistas o de retrógrados: los neocatecumenales. 

Allí se respiraba no pena ni resignación ante lo inevitable, sino convicción participada de que quien nos dejaba accedía a una condición mejor, a una nueva vida, a una cercanía con Dios desconocida por nosotros, pero presentida y creída. Y esa convicción se manifestaba en palabras, gestos y cantos. No había doblez ni figuración en lo que se decía. Se notaba.

Así lo vi y así lo digo. Por una parte, bendita creencia que de ese modo acepta o supera tales momentos aciagos, los más duros en una familia tan unida, a sabiendas de que no habrá vuelta atrás en el sentimiento de orfandad que impregnará el futuro de todos ellos.

Que yo dijera que sentía rebelión ante la vida y coraje y hasta rabia al perder a un compañero de vivencias, parecía en ese ambiente fuera de lugar. ¿Cómo hablar así, si él, el que nos dejaba, precisamente se sentiría contento de “pasar de este mundo al Padre”? ¿Si ése era el modo de compartir la pasión de Cristo y su resurrección? ¿Cómo sentir rebelión ante la muerte? No, la muerte es un tránsito hacia una vida mejor y así hay que vivirla. En el fondo, para el que realmente cree, un momento de alegría “espiritual”. Sólo quien no cree puede quedar embargado por la tristeza.

Los cantos, que no los textos de los mismos, me resultaban extraños. Sólo faltaban panderos y sonajas para acompañar a las guitarras. Parecía que la inspiración del Espíritu Santo les absorbía dado que, según parece, el Espíritu Santo prefiere las guitarras y la percusión al órgano de cinco mil tubos. Cualquier otro fundamentalista de signo netamente opuesto por conservador, tildaría tales ritmos de profanos y los consideraría fuera de lugar. Era otra forma de vivir la fe, con alegría podríamos decir. Y era cierto: eso era lo que manifestaban y lo que sentían.

Podría terminar aquí y decir que, sin compartir en absoluto lo que veía y oía, esa era la vía por la que deberían transitar cuantos hacen, de la fe, vida de su vida. Realmente no podía por menos de estar de acuerdo en este hecho, si uno es consecuente con lo que cree. Cualquiera, al ver el modo ejemplar de asumir el trago de la muerte, no podría por menos de adherirse a la fe que tal ejemplo ofrece de conformidad y superción.

Pero ¿por qué digo que no compartía lo que estaba viendo y oyendo? Por dos razones, una de ellas consecuencia de la otra. En primer lugar, porque todo eso en lo que creen no tiene ninguna base real, no existe, no hay constancia alguna de su entidad.  Digo constancia porque  el hombre, como ser racional que es, en asuntos de importancia y de trascendencia ha de guiarse por su propio cacumen, por su sentido común, por el pensamiento, por certezas y no por suposiciones que responden a meros deseos. Cuando uno está convencido de ello, no puede hacerse partícipe de tales presupuestos.

En pocas palabras, si tales cielos existieran, nadie, pero nadie en absoluto, dudaría de su existencia. Sería verdad y axioma. Más cierto que eso es la convicción de que todo el conglomerado cultural que los siglos han amontonado sobre la muerte no es otra cosa que mecanismos de defensa para superar ese trance que no deja de ser algo inevitable.

Lo que impera es el instinto de supervivencia, de ahí que la cultura religiosa haya conseguido imponer sus ritos y ceremonias. Sin embargo y en el fondo, en el sustrato popular, los dichos y refranes manifiestan lo que la razón no se atreve a dejar sentado, que detrás de la muerte no hay nada y que los ritmos de la naturaleza se imponen. El hombre al morir vuelve a la tierra de donde ha surgido.

El hombre no es distinto a las hojas otoñales ni existe un cielo para los elefantes que mueren, por más grandes que sean. A la par que el “réquiem aeternam” se oyen otros cantos como “allá nos espere muchos años”, “el muerto al hoyo”, “donde se llora está el muerto”, “hasta la muerte todo es vida”, “qué solos se quedan los muertos”, “los muertos al cajón y los vivos al fiestón”, “todo se acaba con la muerte”, “ni boda sin canto, ni muerte sin llanto”, etc.

Ese universo divino al que únicamente el que cree se incorpora, el cielo, es una pura  construcción cultural, no existe; Jesús, el de la historia, sólo se puede asimilar a un Cristo resucitado dentro de un contexto inventivo, legado por culturas de muy variado signo; la resurrección de los cuerpos es un puro subterfugio, un mecanismo de defensa más, para engañar al sentimiento de pérdida de un ser querido. Y así el resto de creencias.

La segunda razón que me hacía disentir de todo lo que estaba viendo no era otra que constatar cómo tales manifestaciones de vitalidad compartida eran la enorme costra con la que se recubren los creyentes “serios”, costra que llega a constituir una segunda personalidad y que sólo aparece o se hace patente y presente ante el resto de aquellos con quienes forma comunidad.

Todos esos se sienten selectos de su Dios y presuponen que, ya difuntos, accederán  a su reino, aunque sepan que se alejan de la más extensa comunidad humana, la de quienes se guían por su propio criterio, el del sentido común alimentado por la instrucción y la educación. Ellos no son mejores ni peores que los demás, son distintos. Sus creencias les alejan de la gran comunidad de los hombres, de ahí que sólo se sientan a gusto cuando se encierran dentro de los límites de su comunidad, a sabiendas de que los demás “no les entienden”.

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