Dios, causa eficiente de nada (4)

Hablando del problema del mal y de cómo éste es incompatible con cierta idea de Dios, veíamos que los argumentos de Epicuro y sucedáneos no tenían valor alguno si hacen referencia a un Dios que no conocemos y que es ajeno completamente a los humanos. Sí tienen valor probatorio con relación a un Dios, especialmente el cristiano, al que se han atribuido características y cualidades humanas en grado infinito.

No tendrían valor alguno, decimos, si Dios fuese ajeno a las necesidades del hombre, cosa que no es así. La oración, las plegarias, y los milagros hacen de Dios un ser presente en el mundo y, por lo tanto, indefendible.

Los milagros, dejando aparte expresiones vulgares del mismo, rompen el orden natural y quiebran las leyes que rigen la naturaleza. Suspenden o contravienen las leyes físicas por una intervención directa de Dios.

Para ser exactos cuando se afirma que “sucedió un milagro”, no se está diciendo que Dios interviniera para que se diera la violación de las leyes físicas. Tras la explicitación del hecho como fenómeno (algo que ha ocurrido), lo que se adelanta es una posible explicación de dicho fenómeno, del cual no se sabe todavía la causa o las concomitancias recurrentes.

De nuevo encontramos un cortocircuito mental que aligera indagaciones posteriores: (1) ha ocurrido un evento extraordinario – (2) se sale de los patrones normales y naturales – (3) no encuentro ni encuentran explicación lógica, evidente e inmediata a tal hecho – (4) por lo tanto hay que admitir la intervención divina. Esta secuencia es la que se reproduce en todos los procesos de canonización que la Iglesia ha instruido.

Puede suceder que ese hecho extraordinario no sea real, que sólo exista en la imaginación del “milagreado”. No importa. Haya ocurrido o haya sido imaginado, de cara al argumento lo que importa es la afirmación de que tal hecho ha sido milagroso, ha intervenido Dios.

Antes de alegar intervención divina, que sería el último estrato a recurrir, no se pueden dejar de lado otras posibles explicaciones. Recurrir a Dios es admitir la propia ignorancia respecto a lo que sucedió. Es más, por principio se debería rechazar esa intervención divina por recurrir a elementos causales exógenos que, ya de por sí, son otro verdadero milagro.

En tales hechos lo que la evidencia demuestra es que no se cuenta con todos los datos suficientes y explicativos. Tampoco hay que olvidar que la percepción sensorial no es perfecta y puede engañar. Asimismo y en determinadas áreas de la naturaleza, de la biología, de la mente… los conocimientos científicos no son todavía absolutos. Lo procedente sería dejar en suspenso la explicación de tal fenómeno porque recurrir a causas divinas no explica nada.

El hecho de que no se encuentre explicación lógica, evidente e inmediata a tal hecho (grado 3º) sugiere que Dios no interviene puntualmente en la existencia humana. Es una idea que ya tiene su tradición, especialmente desde que Darwin irrumpió con su libro “El origen de las especies” y desde que la evolución se impuso como hecho incontestable. Los deístas, que no niegan a Dios pero tienen un concepto distinto al de la religión oficial, sostienen que Dios pudo haber creado el Universo, lo puso a funcionar, estableció sus leyes y dejó que el progreso del mismo siguiera su curso. Dios como agente iniciador del Universo, sólo eso. Podemos rastrear esta idea hasta el mismo Aristóteles y tuvo su mayor auge durante la Ilustración. Uno de sus principales valedores, Thomas Paine.

Pero con la postura deísta volvemos a lo mismo: Dios sigue siendo una hipótesis indemostrable. El modo mismo en que se plantea la hipótesis encierra la imposibilidad de su demostración empírica. Primero, que los hechos llevados a cabo por Dios –creación del mundo, leyes que lo gobiernan, etc. —no pueden ser comprobados (es decir, repetidos). No podemos “traer a Dios” y ver cómo crea nuevos universos. Asimismo obligar a Dios a hacer algo –milagros-- va contra la misma hipótesis formulada sobre su existencia. Los efectos de sus acciones sobre la humanidad no pueden ser corroborados, dado que son irreproducibles (en igualdad de circunstancias, un milagro debiera producirse siempre).

El principio de Ockam –la famosa navaja de Ockam con que rasuró las barbas de Platón o, formulado de otra manera, el principio de parsimonia—se puede aplicar perfectamente a este caso. Ockam decía que “non sunt multiplicanda entia sine necesítate” o bien, que de de dos explicaciones posibles la más sencilla suele ser la verdadera. En este caso, la explicación de un milagro introduce entes que a su vez exigen explicación. Tanto el Dios deísta como el Dios ajeno a la humanidad son una explicación no explicada. Han de buscarse otras explicaciones más sencillas.

La conclusión respecto al mal es que Dios no es necesario, su no-existencia explica más que lo contrario. Añadamos algo más: si tomamos esta afirmación, que Dios no existe, como una hipótesis, encaja perfectamente con el hecho de que el mal existe, que no hay nadie que lo impida, que las plegarias no son respondidas por nadie, que los milagros no existen, simplemente que no sabemos qué ocurrió y por qué ocurrió, lo cual obliga a buscar otras causas menos fantasiosas.
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